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bló el papel, lo extendió sobre el piso de la azotea, y dijo con una voz que no admitía réplicas:

—Señor don Cándido: un croquis de todos los alrededores de esta casa, en diez minutos, porque no tenemos sino quince de luz.

—Pero...

1 A grandes líneas: no necesito detallos: distancias y límites solamente. Dentro de diez minutos baje usted á la sala, donde me encontrará.

Un sudor frío inundaba la frente de don Cáudido, porque, á medida que la escena se hacía más misteriosa, creía ver más cerca de sí el cuchillo de la Mazorca. Pero, de otro lado estaban la mirada fascinadora de Daniel, y su influencia moral que lo dominaba en ouerpo y alma, y el secreto de la imprudente revelación.

Don Cándido era un vulgar ingeniero, poro lo que se le exigía en ese momento, era una cosa demasiado fácil, y antes de los diez minutos, todo su trabajo estaba perfectamente concluido. Las distancias eran tan cortas, que la vista pudo suplir la falta de instrumentos.

Concluido el croquis, descendió don Cándido, cuando empezaba á apagarse la luz del crepúsculo en el cielo, y cuando, por consiguiente, todo el interior de la casa empezaba á estar en tinieblas. Con la caña de la India, el plano, el lápiz, y el compás en las manos, el buen hombre no pudo menos de llamar á su querido Daniel antes de decidirse á entrar en las habitaciones obscuras.

—¿Está hecho?—le preguntó aquél, saliendo á recibirlo al patio.

—Ya, ya está. Pero es necesario ponerlo en limpio, arreglarlo y...

—Concluir todo lo que haya que hacer en él, en