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vapores densos y húmedos tan comunes en Buenos Aires, en la estación del invierno, que en el año de 1840 había anticipado sus rigores desde los últimos días del mes de abril, según ya hemos hecho constar.

La calle del Comercio, donde no hay, sin embargo, comercio ni comerciantes, estaba casi desierta en ese momento, y de las pocas personas que la transitaban, eran dos hombres que venían caminando á prisa en dirección al río: uno de ellos cubierto con una capa azul, corta y sin quello, como le que usaban los antiguos caballeros españoles y los nobles venecianos; y el otro vestia un sobretodo blanco que le llegaba hasta el tobillo.

—De prisa, mi querido maestro, de prisa, porque la tarde se nos vadijo el personaje de la capa azul á su compañero del levitón blanco.

Si hubiéramos salido más temprano, no tendríamos que andar á este paso fatigoso, precipitado, incómodo, que llevamos—contestó aquel último, poniendo bajo su brazo izquierdo una largacaña de la India con un puño de marfil que llevaba en su mano, y siguiendo el paso ligero de su compañero.

—No tengo yo la culpa; esta naturaleza del Plata, más veleídosa que sus hijos, es la que me ha engañado: hace dos horas que el cielo estaba linpio; contaba con media hora de crepúsculo, y de repente el cielo se ha cargado, se ha ombozado el sol, y he perdido mi cálculo; pero no importa, ya estamos cerca y trabajará usted de prisa.

— Trabajará usted de prisa l —Eso he dicho.

Pero en qué especie de ocupación?

—Adelante, mi querido maestro, adelante.