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—¿A quién?

—Sí, señora; aquí no ha habido nadie más que nosotras, y usted dice que lo estaba viendo.

—A mi espejo—contestó Amalia sonriendo y mirándose por primera vez en el espejo que tenía delante.

¡Ah, pues si no veía usted más que el espejo!...

—Sí, Luisa, solamente á mi espejo... vísteme pronto... y, entretanto, dime: ¿qué me referiste al despertarme?

Del señor don Eduardo?

—Sí, eso era; del señor Belgrano, Pero, señora, todo lo olvida usted I es ésta la cuarta vez que voy & hacerie la misma relación.

¡Ah, la cuarta vez! bien, mi Luisa, después de la quinta yo no te lo preguntaré más—dijo Amalia de pie delante de su espejo ajustándose un batón de merino color violeta con guarniciones de cisne.

—Vaya, pues—prosiguió Luisa. Cuando salí al patio, fuí, como me ha ordenado usted que lo haga todas las mañanas, á preguntar al criado cómo se hallaba su señor; pero ni el uno ni el otro estaban en sus habitaciones. Ya me volvía, cuando al través de la verja los descubrí en el jardín. El señor don Eduardo cogía flores y hacia un ramillete cuando me acerqué á él. Nos saludamos y estuvimos hablando mucho rato de...

—¿De quién?

—De usted, señora, casi todo el tiempo; porque ese señor es el hombre más curioso que he visto en mi vida. Todo lo quiere saber: si usted lee de noche, qué libro lee, si usted escribe, si le gustan más las violetas que los jacintos, si usted misma