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Oh esto último, caballero, no puede inquietar mucho á la señorita Dupasquier.

—¡De veras) —Desde que la señorita Dupasquier sabe perfectamente que, si algún peligro amenaza al señor Bello, no le faltará algún lugar retirado, cómodo y lleno de felicidad, donde ocultarse y evitarlo.

— Yol Me parece que es con usted con quien estoy hablando.

—¡Un paraje lleno de felicidad donde ocultarme ! repitió Daniel, cada vez más extraviado en aquel laborinto.

Quiere usted que hable en francés, señor, ya que en español parece que hoy no entiende usted una palabra? He dicho en muy buen castellano, y lo repito, un paraje lleno de felicidad, una gruta de Armida, una isla de Ednido, un palacio de Hadas:

no sabe usted dónde es esto, señor Bello?

—Esto es insufrible.

—Por el contrario, señor, esto es muy ameno.

Le estoy á usted hablando de lo que más lo interosa en este mundo.

—¡Florencia, por Dios l — Ah no le ha parecido á usted bien la comparación de la gruta de Armida, y la isla de Ednido? Vamos, compararé, entonces, su lugar encantado con la isla de Calipso; usted sorá su Telémaco; ¿le parece á usted bien?

—Por el cielo, ó por el infierno; ¿dónde es ese paraje á que está usted haciendo esas alusiones insoportables?

—¿De veras?

Florencia, esto es horrible!

—No tal: es bien divertido...