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entablas tu acción criminal, pides mi prisión en el día; me llevan preso, yo no reclamo, tú no das paso alguno, y héme ahí en la cárcel, hasta que yo te pida que me saques de ella.

— —Pero, señor, no es costumbre entre nosotros, que los hombres de mi edad vayan á quejarse á las autoridades cuando reciben un insulto privado.

Sin embargo, la situación de usted me interesacontinuó Daniel, cuya cabeza, preocupada con la noticia importante que acababa de recibir tan incidentalmente, no dejaba, empero, de calcular el partido que podría sacarse de aquel hombre enfermo por el terror, que á todo se prestaría con la mayor docilidad, á cambio de adquirir un poco de confianza sobre los peligros que su imaginación le creaba.

—¡Oh! yo bien sabía que te interesarías por mí, tú, el más noble, bondadoso y fino de mis antiguos discípulos. Me salvarás, ¿no es verdad?

—Creo que sí. ¿Se contentaría usted con un empleo privado al lado de una persona cuya posición política en la actualidad es la mejor recomendación de federalismo para los individuos que la sirven?

— Ah I eso sería el colmo de mis deseos. Yo nunca he sido empleado, pero lo seré. Y además, seré empleado sin sueldo. Cedo desde ahora mis emolumentos al objeto que quiera mi noble y distinguido patrón, á quien desde ahora también profeso el más intimo, profundo y leal respeto. ¡Tú me salvas, Daniel!

Y don Cándido se levantó y abrazó á su discípulo con una efusión de cariño á que él habría llamado centusiástica», ardiente, espontánea y simpá tica.

Returese usted tranquilo, señor don Cándido,