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ra Gaete no será tan curioso como lo fué el señor don Daniel Bello—dijo doña Marcelina, con cierto aire de reconvención cariñosa.

— —Tiene usted razón y yo la tengo también. Fuí á su casa para entregarle una carta que debía llevar usted adonde yo le indicase. Le pedí un tintero para poner la dirección de la carta; en ese tiempo llamaron á la puerta; y me dijo usted que me ocultase en la alcoba y que en la mesa hallaría un tintero; lo busqué, sin haliarlo, abrí el cajón, y...

—Usted no debió haber leído lo que allí había, picaruelo—dijo, interrumpiéndolo, doña Marcelina con un tono cada vez más cariñoso, que tomaba siempre cuando Daniel hablaba de este asunto, cosa que sucedía cada vez que se veían.

Y cómo resistir á la curiosidad? Periódicos de Montevideo!

1 —Que me mandaba mi hijo, como se lo he dicho á usted.

—Sí, pero la carta!

—¡Ah, sí, la carta 1 Por ella me habrían fusilado sin compasión estos bárbaros. ¡Qué imprudencia la mía! ¿Y qué ha hecho usted de esa carta, mi buen mozo? la conserva usted siempre?

2 —¡Oh! ¡eso de decir usted que les había de cortar la trenza á todas las mujeres de la familia de Rosas, cuando entrase Lavalle, es muy grave, doña Marcelina!

—¡Qué quiere usted! ¡El entusiasmo! ¡las ofensas recibidas! pero qué... Yo soy incapaz de hacerlo! Y la carta la conserva usted, tunante?—¿ preguntó de nuevo doña Marcelina, haciendo un notable esfuerzo para sonreírse.

—Ya le he dicho á usted que tomé esa carta para librarla de un peligro.