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que se haya retirado doña Marcelina, y ésta puede eutrar yadijo Daniel poniéndose una bata de tartán azul, que hacía resaltar la blancura de sus lindas manos, porque eran, en efecto, manos que podrían dar envidia á una coqueta.

— Le hago entrar aquí?—preguntó Fermin como dudando.

—Aquí, mi casto señor don Ferrnín. Me parece que no hablo en griego. Aquí, en mi alcoba, y tén Cuidado de cerrar la puerta del escritorio que da á la sala, y también la de este aposento cuando entre esa mujer.

Un momento después, un ruido como el que hace el papel de una pandorga onando acaba de secarse al sol y el niño lo sacude para ver si está en estado de pegarse al armazón, anunció á Daniel que las enaguas de doña Marcelina venían caminando á la par de ella por el gabinete contiguo.

Ella apareció, en efecto, con un vestido de seda color borra de vino y un pañuelo de merinc amarillo con guardas negras, del cual la punta del inmenso triángulo que formaba a sus espaldas, le caía regiamente sobre el tobillo izquierdo. Un pañuelo blanco de mano, muy almidonado y tomado por el medio para que las cuatro puntas pudiesen mostrar libremente unos cupidos de lana color rosa que resplandecian en ellas, y un gran moño de cinta colorada en la parte izquierda de la cabeza, completaban la parte visible de los adornos de esa mujer en cuyo semblante moreno y carnudo, donde lo mejor que había eran unos grandes ojos negros que debieron ser hellos cuando conservaban su primitivo brillo, estaban muy claramente definidos y surnados unos cuarenta y ocho inviernos con sus correspondientes tempestades;