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ine... Oh, es cierto, es cierto, Dios mío!—exclanaba Florencia, oprimiendo con una de sus manos su perfilada frente, cuyo color de rosa huía y reaparecía en cada segundo. Y su cabeza se perdia en un mar de recuerdos, de reflexiones y de dudas, sin tener el vigor necesario para sacudirse de esa especie de vértigo que la anionadaba, porque en ella la sensibilidad, el corazón, como se dice vulgarmente, era más poderoso y activo que su viva y brillante inteligencia, y la absorbía toda en las situaciones en que un pesar ó una felicidad profunda la conmovían.

Agitada, pálida, no pensando ya sino en las conversaciones de Daniel relativas á Amalia, en que tantas veces había ponderado su helleza; su talento y la delicadeza de sus gustos, Florencia llegó á su casa á la una y media de la tarde, decidida á referir á su madre cuanto acababa de oir, porque Florencia no había tenido en la vida más amor que el de Daniel, ni más amistad que la de su madre. Felizmente, la señora Dupasquier acababa de salir, y Florencia se encontró sola en su salón, en tanto que se aproximaba el momento de recibir la visita de Daniel, según la hora que le había anunciado en su carta de la mañana.