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tinuó Florencia que iba entrando á la carrera por la cueva en que aquella fanática mujer guardaba mal velsdos sus secretos.

L ― —Oh! créame usted como si lo viera.

—Pero habrá puesto usted cien hombres en persecución del prófugo.

—Nada de eso. ¡Qué! Mandé llamar á Merlo que fué quien los delató; vino, pero ese animal no sabe ni el nombre ni las señas doi que se ha escapado. Entonces mandé llamar á varios de los soldados que se hallaron anoche en el suceso; y allí está sentado, en la puerta de la sals, el que me ha dado los mejores informes. Y... verá usted qué dato!; Camilo—gritó, y el soldado entró en la sala y se acercó á ella con el sombrero en la mano.

Digame usted, Camilo—continuó ella, ¿qué señas puedo dar usted del inmundo asqueroso salvaje unitario que se ho escapado anoche?

—Que ha de tener muchas marcas en ol cuerpo, y que una de ellas yo sé dónde está contestó con una expresión de alegría salvaje en su fisonomía.

—Y dónde?—preguntóle la vieja, —En el muslo izquierdo.

Con qué fué herido?

—Con sable, es un hachazo.

Está usted cierto de lo que dice?

Cómo no he de estar cierto! Yo fuí quien le pegó el hachazo, señora.

Florencia se echó atrás, hacia el ángulo del sofá.

—Y lo conocería usted si lo viera?—continuó doña María Josefa.

—No, señora; pero si lo oigo hablar, lo he de reconocer.

—Bien, retirese usted, Camilo.