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tarios de aquí no molestarían mucho al Gobierno, ¡Pobre criatura! Usted no sabe sino de sus gorras y de sus vestidos: y los unitarios que quieren embarcarse ?

— Oh, eso no se les podrá impedir! ¡La costa es inmensal Que no se les puede impedir?

—Me parece que no.

— Bah, bah, bah! y soltó una carcajada infernal mostrando tres dientes chiquitos y amarillos, únicos que le habían quedado en su encía inferior.— Sabe usted cuántos se «agarraron» anoche?—preguntó.

—No lo sé, señora—contestó Florencia, ostentando la más completa indiferencia.

—Cuatro, hija mía, —¿Cuatro?

—Justamente.

—Pero esos ya no podrán irse, porque supongo que estarán presos á estas horas.

—¡Oh 1 de que no se irán yo le respondo á usted porque se ha hecho con ellos algo mejor que ponerlos en la cárcel.

— Algo mejor!—exclamó Florencia como admireda, disimulando que sabia ya la suerte de aquellos infelices; pues acababa de estar con la señora de Mansilla, y sabía ya las desgracias de la noche anterior, aun cuando ni una palabra sobre el que había tenido la dicha de libertarse de la muerte.

—Mejor, por supuesto. Los buenos federales han dado cuenta de ellce; los han... los han fusilado.

Ah, Jos han fusilado!