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mesurada carrera, daremos un salto desde el alba hasta las doce del día, de uno de esos días del mes de mayo, en que el azul celeste de nuestro cielo es tan terso y brillante, que parece, propiamente hablando, un cortinaje de encajes y de raso; y apresurémonos á seguir un coche ainarillo, tirado por dos hermosos caballos negros, que, dejando a un lado la casa del general Mansilla, marcan á gran trote sus gruesas herraduras sobre el empedrado de la calle del Potosí. Y por cierto que no seremos únicamente nosotros los que nos proponemos seguirlo, pues no es difícil que la curiosidad se intrigue, y que las imaginaciones de veinte años florezcun más improvisadamente que la primavera, cuando el paso fugitivo de ese coche da tiempo, sin embargo, & mirar por uno de los postigos abiertos por una mano de mujer, escondida entre un luciente guante de cabritilla color pajo, que más bien parece dibujado que calzado en ella, y un puño de cucajes blancos como la nieve, que acarician con sus pequeñas ondas aquella mano, cuya delicadeza no es difícil adivinar. Pero la mujer á quien pertenece, reclinada en un ángulo del carruaje, no quiere tener la condescendencia de su mano, y la mirada de los paseantes no puede llegar hasta su icetro.

El coclie dobló por la calle de las Piedras, y fué å parar tras de San Juan, á una casa cuya puerta parecía sacada del infierno, tal era el color de llamas rojas que ostentaba.

Entonces una joven bajó del coche, ó más bien salvó los dos escalones del estribo, poniendo ligeramente su mano sobre el hombro de su lacayo. Y su gracioso salto dió ocasión, por un momento, á que asomase por entre las anchas faldas del vestido,