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Dormida sobre esa planicie inmensa en que reposa Buenos Aires, la ciudad de las propensiones aristocráticas por naturaleza, parecía que quisiese resistir las horas del movimiento y de la vigilia que le anunciaba el día, y conscrvar su noche y su molicie por largo tiempo aún. En sus calles, espaciosas y rectas, se escondía aún, bajo los cuadrados edificios, alguna de esas medias tintas del claroobscuro de los crepúsculos, que ponen en vacilación los ojos y en cierto no sé qué de disgusto el espíritu.

Una de esas brisas del Sur, siempre tan frescas y puras en las zonas meridionales de la América, purificaba la ciudad de los vapores húmedos y espesos de la noche, que el sol no había logrado levantar aún del lodo de las calles. Porque el invierno de 1840, como si hasta la Naturaleza hubiese debido contribuir en ese año á la terrible situación que comenzaba para el pueblo, había empezado sus copiosas lluvias desde los primeros días de abril.

Y aquella brisa, embalsamada con las violetas y con los jacintos que alfombraban en esa estación las arenosas praderas de Barracas, derramaba sobre la ciudad un ambiente perfumado y sutil que se respiraba con delicia.

Todo era vaguedad y silencio, tranquilidad y armonia.

Al Oriente, sobre el tranquilo horizonte del gran río, el manto celestino de los cielos se tachonaba de nácares y de oro á medida que la aurora se remontaba sobre su carro de ópelo, y las últimas sombras de la noche amontonaban en el Occidente los postrimeros restos de su deshecho imperio.

¡Oh! ¡por qué ese velo lúgubre y misterioso de las tinieblas no se sostenía suependido del cielo