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de rotacion general se precipitan enseguida irregularmente, no solo en las regiones habitadas de la Tierra, sino que tambien en el gran Océano, de donde resulta que no se los puede encontrar.» Diógenes de Apolonia se espresa en términos aun mas claros (88). «Entre las estrellas visibles, dice, se mueven tambien estrellas invisibles á las cuales por consiguiente no ha podido darse nombre. Estas últimas caen frecuentemente sobre la Tierra, y se apagan como aquella estrella de piedra que tocó encendida cerca de Ægos-Potamos.» Indudablemente una doctrina anterior habia inspirado al filósofo de Apolonia, que creia tambien que los astros eran semejantes á la piedra pómez. En efecto, Anaxágoras de Clazomeno se figuraba todos los cuerpos celestes «como fragmentos de roca que el éter por la fuerza de su movimiento giratorio hubiera arrancado á la Tierra, inflamándolas y transformándolas en estrellas.» Así, pues, la escuela jónica colocaba, como Diógenes de Apolonia, en una misma clase á los aerolitos y á los astros, asignándoles el propio orígen terrestre, pero en el único sentido de que la Tierra, como cuerpo central, facilita la materia á cuantos le envuelven (89); de igual modo que con nuestras ideas actuales derivamos el sistema planetario de la atmosfera primitivamente dilatada de otro cuerpo central, el Sol. Es preciso pues guardarnos de confundir estas ideas con lo que comunmente se llama el orígen terrestre ó atmosférico de los aerolitos, ó con la singular opinion de Aristóteles, que no veia en la enorme masa del Ægos-Potamos sino una piedra arrastrada por un huracan.

Hav una disposicion de ánimo mas nociva aun quizás que la credulidad desnuda de toda crítica, y es la arrogante incredulidad que rechaza los hechos sin dignarse profundizarlos. Estas dos irregularidades del espíritu son un obstáculo al progreso de la ciencia. En vano, desde hace veinte y cinco siglos, los anales de los pueblos hablan de piedras