Orgullo y prejuicio/Capítulo XXXIX

CAPITULO XXXIX

La segunda semana de mayo era cuando las tres muchachas partieron juntas de la calle de la Iglesia de la Merced para la ciudad de..., en el condado de Hertford, y al llegar cerca de la posada donde había de encontrarse el coche del señor Bennet percibieron al punto, cual prueba de la puntualidad del cochero, que Catalina y Lydia estaban en acecho en un comedor del piso superior. Las dos llevaban cerca de una hora en ese punto, felizmente ocupadas en visitar a una modista de enfrente, en vigilar al centinela de guardia y en aderezar una ensalada de pepino.

Después de dar la bienvenida a sus hermanas mostráronles triunfalmente una mesa dispuesta con cuanta carne fría puede proporcionar por lo común la despensa de una posada, exclamando:

—¿No es eso precioso? ¿No es una sorpresa agradable?

—Suponemos que os regalaréis todas—añadió Lydia; pero habréis de darnos el dinero, porque hemos gastado el nuestro en las tiendas de por aquí.

Y enseñando entonces sus compras añadió:

—Mirad, yo he comprado este sombrero. No creo que sea muy bonito; pero pensé que lo mismo podía comprarlo que no comprarlo; lo desharé en cuanto lleguemos a casa y veré si puedo convertirlo en algo mejor.

Y al tildarlo sus hermanas de feo, añadió aún, con indiferencia completa:

—¡Oh!, pues había en la tienda dos o tres mucho más feos, y si hubiera comprado algún satén de bonito color para adornarlo de nuevo creo que habría resultado regular. Por otra parte, no importa mucho lo que una pueda llevar este verano después que la milicia del condado haya dejado Meryton, y se va dentro de quince días.

—De veras se va?—exclamó Isabel con la mayor satisfacción.

—Van a acampar cerca de Brighton, y por eso es preciso que papá nos lleve allí a todas este verano. Sería un plan delicioso, y atrévome a afirmar que, después de todo, apenas costaría nada. Mamá, de todas suertes, querría ir también. Sólo piensa en el triste verano que de otra manera tendremos.

—Sí—dijo Isabel—, sería un proyecto delicioso en verdad y por completo adecuado a nosotras. ¡Cielos! ¡Brighton y un campamento de soldados para nosotras, que hemos quedado ya trastornadas con un mísero regimiento de milicia y con los bailes mensuales de Meryton!

—Tengo algunas noticias para vosotras—dijo Lydia en cuanto se sentaron a la mesa—. ¿Qué es lo que creéis? Se trata de algo nuevo en absoluto, de noticia importantísima y relativa a cierta persona que a todas nos gusta.

Juana e Isabel se miraron, y se le dijo al criado que no se le necesitaba. Lydia rióse y dijo:

—¡Ah!, eso es muy propio de vuestra formalidad y discreción. ¿Pensáis que el criado no ha de escuchar si quiere? Me atrevo a apostar que oye con frecuencia peores cosas de las que os voy a comunicar. Pero es muy feo; me alegro de que se haya ido; jamás he visto una barba tan larga. Bien; pues ahora, a mis noticias; se refieren a nuestro caro Wickham; demasiado buenas para el criado, ¿no es así? No hay que temer que Wickham se case con María King. Ahí lo tenemos para nosotras. Ella se ha ido a Liverpool a casa de su tía, y se ha ido para quedarse. ¡Wickham está en salvo!

—Y María King está en salvo también—añadió Isabel—; en salvo de una unión imprudente en cuanto a ventura.

—Muy loca es en irse si le quiere.

—Pero supongo que no habrá afecto por ningún lado—dijo Juana.

—Segura estoy de que no lo hay por parte de él; nunca le importó tres pitos de ella. ¿Quién podía cargar con cosita tan sucia y tan llena de pecas?

Isabel se escandalizó, pensando que, aunque incapaz de semejante grosería de expresión, la grosería del sentimiento que ella indicaba era bien poco distinta de la que su propio pecho había albergado e imaginado admisible.

Así que todas hubieron comido y las mayores pagado, pidieron el coche; y tras alguna discusión, toda la partida, con sus cajas, bolsas de trabajo y paquetes, y la mal recibida adición de las compras de Catalina y Lydia, se acomodaron en él.

—¡Qué bien embutidas vamos!—exclamó Lydia—. ¡Me alegro de haber comprado el sombrero sólo por el gusto de llevar otra caja de mano! Bien; vamos a ponernos cómodas y a charlar y reír en todo el camino hasta casa. Y en primer lugar oigamos lo que os ha ocurrido a vosotras desde que os fuisteis. ¿Habéis visto hombres agradables? Había grandes esperanzas de que una de vosotras tuviera marido antes de regresar. Juana opino que pronto va a ser vieja, ¡casi tiene veintitrés años! ¡Señor, qué avergonzada estaré si no me he casado antes de los veintitrés!... No os podéis figurar lo que mi tía Philips necesita que os caséis. Dice que Isabelita habría hecho mejor en aceptar a Collins; pero me parece que eso no habría sido muy divertido. ¡Dios mío, cuánto me gustará casarme antes que vosotras! Y entonces os acompañaré a todos los bailes. ¡Ah queridas, qué diversión hemos tenido el otro día en casa del coronel Forster! Catalina y yo fuimos a pasar la velada allí—¡claro, la señora de Forster y yo somos tan amigas!—y convidaron a las dos de Harrigton a que fuesen; pero Enriqueta estaba enferma, y por eso Pen vióse forzada a ir sola; y entonces, ¿qué pensáis que hicimos? Vestimos de mujer a Chamberlayne, con propósito de que pasase por una señora; ¡imaginad qué diversión! Ni un alma lo supo, menos el coronel, la señora de Forster, Catalina y yo, con excepción de mi tía, porque nos vimos obligadas a pedirle prestado uno de sus vestidos; y no podéis figuraros lo bien que resultaba. Cuando Darey, y Wickham, y Pratt, y dos o tres más de los hombres, llegaron, no le conocieron ni lo más mínimo. ¡Señor, cómo me reí!¡Y lo mismo la señora de Forster! Creí morirme. Y eso hizo sospechar algo a los hombres, y pronto dieron en la cosa.

Con análogas historias de reuniones y chanzas trató Lydia, ayudada con las advertencias y adi- ciones de Catalina, de divertir a sus compañeras durante todo el camino hasta Longbourn. Isabel escuchó lo menos que pudo; mas no se le escapó la frecuente mención del nombre de Wickham.

Su recibimiento en casa fué muy cariñoso. La señora de Bennet se regocijó de ver a Juana con no disminuída hermosura, y más de una vez durante la comida dijo de corazón el señor Bennet a Isabel:

—Me alegro de que hayas vuelto, Isabelita.

La reunión en el comedor fué numerosa, pues las de Lucas fueron a buscar a María y oír las noticias, y variados fueron los temas que las ocuparon. Lady Lucas interrogaba a María desde el otro lado de la mesa sobre el bienestar y el corral de su hija mayor; la señora de Bennet hallábase doblemente ocupada, recibiendo por un lado informaciones sobre las modas de actualidad de Juana, que estaba algo más abajo que ella, y volviéndose a darlas a la más joven de las señoritas de Lucas, por el otro; y Lydia, con voz más ruidosa que las demás, enumeraba los variados placeres de la mañana a cuantos la querían oír.

—¡Oh María!—dijo—, querría que hubieses venido con nosotras, ¡porque nos hemos divertido tanto! Cuando íbamos Catalina y yo solas cerramos todas las ventanillas, simulando que no iba nadie en el coche, y así habríamos ido todo el camino si ella no se hubiera puesto mala; y al llegar al «George» me parece que obramos lindamente festejando a las otras tres con el más delicado lunch frío del mundo, y si hubieras ido te habríamos rega- lado a ti también. ¡Y al regresar nos divertimos tanto! Pensé que nunca habíamos ido en el coche. Estuve para morirme de risa. ¡Y nos encontrábamos tan alegres al venir hacia casa! Hablábamos y reíamos tan alto que se habría podido oírnos a diez millas.

A eso respondió con gravedad María:

—Lejos de mí, querida hermana, el despreciar esos placeres. Serán sin duda propios de la generalidad de los ánimos femeniles. Pero confieso que no habrían poseído encanto para mí; habría preferido con mucho un libro.

Mas de su contestación no oyó Lydia una palabra. Rara vez escuchaba a nadie arriba de medio minuto, y jamás prestaba atención a María.

Por la tarde Lydia propuso con insistencia ir a Meryton con los demás de la familia y ver cómo estaban todos; mas Isabel se opuso resueltamente al plan. No quería que se dijera que las señoritas de Bennet no podían permanecer en casa medio día sin perseguir a los oficiales. Y tenía otra razón para oponerse: temía ver a Wickham de nuevo, y resolvió evitarlo todo lo posible. Su satisfacción por aproximarse la partida del regimiento era en verdad sobre cuanto se puede decir. Iban a marcharse dentro de quince días, y una vez idos esperaba que nada le molestaría ya con noticias de él.

No llevaba muchas horas en casa antes de notar que el plan de Brighton, de que Lydia le había dado cuenta en la posada, se discutía a menudo entre sus padres. Isabel conoció pronto que su padre no tenía la menor intención de ceder; pero sus contestaciones eran a la vez tan vagas y equívocas que su madre, aunque con frecuencia descorazonada, no había aún desesperado de salir al cabo con la suya.