Orgullo y prejuicio/Capítulo XXXIII

CAPITULO XXXIII

En sus correrías por el parque, Isabel se había encontrado más de una vez inesperadamente con Darcy. La primera tuvo a gran desventura dar con él, y para evitarlo en adelante cuidó de no indicarle que aquél era su sitio favorito. Era raro por ende que dicho encuentro ocurriese segunda vez, y sin embargo ocurrió, y aun una tercera. Parecía eso fruto de maldad ingénita o acaso penitencia voluntaria; porque en tales ocasiones no se reducía la cosa a las preguntas de ritual, a una molesta detención y nada más, sino que ahora juzgaba él preciso retroceder y pasear con ella. Jamás hablaba mucho, ni la molestaba con hacerle hablar o escuchar demasiado; mas en el tercer encuentro sorprendióle que le preguntase ciertas cosas raras, como si le gustaba estar en Hunsford, si le placían los paseos solitarios y qué opinión tenía sobre la felicidad de la señora de Collins, y sobre todo, que al hablar de Rosings y del no perfecto conocimiento que ella tenía de la casa, pareciese él suponer que cuando ella volviese a Kent residiría también allí. ¿Tendría en su mente al coronel Fitzwilliam? Ella suponía que, de referirse él a algo, debía de aludir a lo que pudiera resultar por ese lado. Afligióle esto algún tanto, y por eso le alegró verse entonces ya al extremo de la empalizada y frente a la abadía.

Estaba un día ocupada, mientras paseaba, en releer la última carta de Juana, fijándose en cierto pasaje que delataba no haber sido escrita de buen humor, cuando, en vez de verse sorprendida de nuevo por Darcy, notó, al levantar la vista, que se encontraba con el coronel Fitzwilliam. Retirando al punto su carta y simulando una sonrisa dijo:

―Nunca he sabido hasta ahora que paseaba usted por este camino.

―He estado dando la vuelta al parque ―replicó él―, como por lo común lo hago todos los años, y pensaba terminarla con una visita a la abadía. ¿Va usted muy lejos?

―No; iba a volver al momento.

Y así, en efecto, dió la vuelta y marcharon juntos a la abadía.

―¿Deja usted Kent el sábado de seguro? ―dijo ella.

―Sí, si Darcy no difiere de nuevo la partida. Pero estoy a sus órdenes; él dispondrá lo que le plazca.

―Y si no sale contento con lo que dispone, por lo menos tendrá el gusto de poder elegir. No conozco a nadie que parezca gozar de la facultad de hacer lo que quiere sino el señor Darcy.

―Gústale seguir su camino ―replicó el coronel Fitzwilliam―. Mas así hacemos todos. Sólo que él posee más medios de hacerlo que otros muchos, porque es rico y otros varios somos pobres. Hablo con el corazón. Usted sabe que un segundón tiene que habituarse a la dependencia y a negarse a sí propio.

―En opinión mía, un segundón de un conde debe conocer poco esas cosas. Vamos, en serio, ¿qué sabe usted de negarse a sí mismo y de dependencia? ¿Cuándo se ha visto usted impedido por falta de dinero de ir adonde le placiese o de procurarse algo que le encaprichara?

―Esas son cuestiones íntimas, y acaso pueda decir que no he experimentado muchas privaciones por el estilo. Pero en cuestiones de más monta puedo sentir la falta de dinero. Los segundones no pueden casarse cuando les place.

―A no ser que les gusten mujeres de fortuna, que es lo que sucede a menudo.

―Nuestro hábito de gastar nos hace sobrado dependientes, y no hay muchos de mi rango que puedan consentir en casarse sin prestar alguna atención al dinero.

«Si se referirá esto a mí, pensó Isabel, y se sonrojó al pensarlo; pero, reponiéndose, dijo en tono jovial:

―Y diga usted, ¿cuál es el precio ordinario de un segundón de un conde? A no ser que el hermano mayor sea enfermizo, no pedirán ustedes menos de cincuenta mil libras.

El contestó en el mismo tono, y el tema se agotó. Para impedir un silencio que podría hacerle imaginar que le afectaba lo anterior, dijo ella poco después:

―Yo creo que su primo de usted le lleva consigo sobre todo por tener alguien a su disposición. Me extraña que no se case, para tener así segura y constante a una persona. Mas acaso su hermana le basta para eso por ahora, y como está bajo su solo cuidado podrá hacer con ella lo que quiera.

―No ―dijo el coronel Fitzwilliam―; ésa es una ventaja que tiene que compartir conmigo. Estoy unido con él en lo que atañe a la custodia de la señorita de Darcy.

―¿De veras? Y diga usted, ¿qué especie de custodia ejercen ustedes? ¿Les da mucho que hacer esa carga? Las jóvenes de su edad son a veces algo difíciles de gobernar, y si posee el mismo espíritu del señor Darcy le gustará seguir su camino.

Mientras hablaba él, ella le observaba con detenimiento, y el modo como al punto le preguntó cómo suponía que la señorita Darcy pudiera darles un disgusto convencióla de que, de una manera u otra, se había ella acercado a la verdad. A esa pregunta, derechamente le contestó:

―No tiene usted que asustarse. Jamás he oído nada que le agraviase, y estoy por decir que es una de las criaturas mejores del mundo. Es muy favorita de ciertas señoras conocidas mías: de la señora de Hurst y de la señorita de Bingley. Creo haber oído a usted que las conoce.

―Algo las conozco. Su hermano es un caballero agradable, gran amigo de Darcy.

―¡Oh, sí! ―dijo Isabel secamente―. El señor Darcy es sobremanera afectuoso con el señor Bingley y se cuida muchísimo de él.

―¿Cuidarse de él? Sí; en realidad creo que se cuida de él en aquello que requiere mayores cuidados. Por algo que me dijo en el viaje aquí, puedo creer que Bingley le debe mucho. Pero debo pedirle que me dispense, porque no tengo derecho a suponer que Bingley fuese la persona a quien aquél se refería. Todo son suposiciones.

―¿A qué se refiere usted?

―Es a algo que desde luego no querría Darcy que se hiciera público, porque si llegase a conocimiento de la familia de la dama resultaría cosa desagradable.

―Puede usted contar con que no lo mentaré.

―Recuerde usted que carezco de pruebas para suponer que se refiere a Bingley. Lo que me confió fué que se congratulaba de haber librado hace poco a un amigo de cierto casamiento muy imprudente; pero sin mencionar nombres ni otras particularidades, y yo sospeché que se trataba de Bingley sólo por tenerle por joven a propósito para verle en un caso así y por saber que habían estado juntos todo el verano último.

―¿Expuso a usted el señor Darcy las razones que tuvo para su intervención?

―Yo entendí que había algunas objeciones de peso contra la señorita.

―¿Y qué artes usó para separarlos?

―No me habló de sus artimañas ―dijo Fitzwilliam sonriendo―. Sólo me comunicó lo que he dicho a usted.

Isabel no arguyó nada y siguió meditando, henchido el corazón de indignación. Tras de observarla un poco, Fitzwilliam le preguntó por qué estaba tan pensativa.

―Estoy pensando en lo que usted me ha relatado ―díjole―. La conducta de su primo de usted no está de acuerdo con mis sentimientos. ¿Por qué había de convertirse en juez?

―¿Tiene usted más bien como oficiosa su intervención?

―No veo el derecho que pudiera alegar el señor Darey para decidir sobre una inclinación de su amigo y por qué había de determinar y dirigir el modo como éste debía llegar a ser feliz. Pero ―continuó, reportándose― no conociendo ninguna de las particularidades no está bien censurarle. No habrá que pensar que en ese caso mediase mucho afecto entre los dos.

―Es natural sospecharlo ―aseguró Fitzwilliam―; mas eso aminora muy tristemente el triunfo de mi primo.

Dijo esto último en broma; pero le pareció a ella tan exacta pintura de Darcy que no quiso permitirse una contestación, y por eso, cambiando de pronto el tema, habló de otros indiferentes hasta que llegaron a la abadía. Allí, encerrada en su cuarto en cuanto los dejó su visitante, pudo pensar sin interrupción en cuanto había oído. No cabía suponer que se refiriese el coronel a otras personas sino a aquellas con quienes estaba relacionada; no podían existir dos hombres sobre los cuales pudiese ejercer Darcy tan ilimitada influencia. Jamás había dudado de que éste hubiera intervenido en las medidas tomadas para separar a Bingley y Juana; mas siempre había atribuído a la señorita de Bingley el principal papel y el haberlas ideado. Pero ahora, si su propia vanidad no le hacía errar, resultaba que él era la causa; que su orgullo y su capricho eran los causantes de cuanto Juana había sufrido y seguía sufriendo todavía. El había disipado para mucho tiempo toda esperanza de felicidad en el más amable y generoso corazón del mundo, sin que nadie pudiera calcular cuánto daño había causado.

Que «había algunas objeciones de peso contra la señoritas», tales habían sido las palabras del coronel Fitzwilliam, y esas objeciones serían probablemente que tenía un tío procurador de pueblo y otro negociante en Londres.

«Contra la propia Juana ―exclamaba― no había posibilidad de objeción, ¡todo amabilidad y ternura como es! Su entendimiento es excelente; su talento, grande; sus modales, cautivadores. Nada podía decirse de su padre, quien, en medio de sus rarezas, poseía aptitudes que no desdeñaba el propio Darcy y respetabilidad que éste acaso nunca alcanzase.» Cuando pensó en su madre, cierto que su confianza vaciló un poco; mas no pudo conceder que ninguna objeción pudiera ser de peso para Darcy, cuyo orgullo ―de ello estaba persuadida― habría recibido más profunda herida con la falta de importancia de los parientes de su amigo que con la carencia de sentido; y quedó al fin convencida en absoluto de que él había sido guiado en parte por el peor género de orgullo y en parte también por su deseo de conservar a Bingley para su hermana.

La agitación y las lágrimas que esto le causó produjéronle dolor de cabeza, y aumentó éste tanto hacia la tarde que, sumada su dolencia con su deseo de no ver a Darcy, determinó no acompañar a sus primos a Rosings, donde estaban convidados a tomar el te. La señora de Collins, viendo que ella se encontraba realmente indispuesta, no le instó a que fuera, e impidió en cuanto le fué posible que su marido le instara; pero Collins no pudo ocultar su temor de que a lady Catalina le disgustaría que se quedase en casa.