Orgullo y prejuicio/Capítulo XV

CAPITULO XV

No era Collins hombre delicado, y las deficiencias de la naturaleza habían sido poco suplidas por la educación y la vida social; había pasado la mayor parte de su vida bajo la dirección de un padre avaro y sin cultura, y aunque él perteneció a una de las Universidades, sólo había adquirido en ella los conocimientos indispensables, sin pasar más allá. La sujeción en que su padre le había educado sirvió para proporcionarle en un principio gran modestia en su porte; mas eso se hallaba al presente bastante contrapesado con la presunción propia de una cabeza ligera de vida retirada y los sentimientos consiguientes a una pronta e inesperada prosperidad. Un afortunado azar le había recomendado a lady Catalina de Bourgh al quedar vacante el beneficio de Hunsford, y el respeto que sentía por el rango de aquélla y su veneración a la misma como su patrona, mezclados con muy buena opinión de sí mismo, de su autoridad como clérigo y de sus derechos como rector, habíanle tornado verdadero compuesto de orgullo y amabilidad, petulancia y modestia.

Poseyendo ahora buena casa y más que suficientes ingresos, pretendía casarse, y al buscar la recon- ciliación con la familia de Longbourn tendía la vista hacia una esposa, por pensar elegir como tal a una de las hijas si las encontraba tan bellas y agradables como le habían sido presentadas por la voz pública. Tal era su plan de reparación y compensación por haber de heredar el patrimonio de su padre, plan que juzgaba excelente, tan elegible como aceptable, a la par que en extremo generoso y desinteresado por su parte.

No varió de plan al ver a las muchachas. El amoroso rostro de Juana le afirmó en sus propósitos, ayudándole a seguir fiel a sus rigurosas ideas sobre lo que se debe a la antigüedad; y así, durante la primera velada ella constituyó su decidida elección. Mas a la mañana siguiente cambió de rumbo, pues en un cuarto de hora de tête-à-tête con la señora de Bennet antes de almorzar, en conversación que principió él tratando de su casa, y que condujo de modo natural a la declaración de sus proyectos de buscar en Longbourn señora para la misma, oyó de labios de la mencionada, entre muy complacientes sonrisas y otras demostraciones propias para animarle, cierta advertencia relativa a Juana, en quien se había fijado. «En cuanto a sus hermanas menores, nada podía decir de ellas, no le era dable contestar positivamente; pero no sabía de nadie que se hubiese adelantado. Ahora, por lo que tocaba a su hija mayor, probablemente iba a quedar en breve comprometida, y creía ella conveniente avisárselo.»

Collins no tenía que hacer sino pasar de Juana a Isabel, y eso quedó pronto resuelto mientras la señora de Bennet atizaba el fuego. Isabel, que así seguía a Juana por nacimiento como por hermosa, la reemplazó por consiguiente.

La señora de Bennet se percató bien de eso, confiando en que no tardaría en tener dos hijas casadas; y así, el hombre de quien no podía sufrir que se hablase el día anterior quedó hoy elevadísimo en su estimación.

El proyecto de Lydia de ir a Meryton no se había desechado; todas las hermanas, a excepción de María, accedieron a ir con ella, y Collins iba a acompañarlas, a ruegos del señor Bennet, quien estaba muy deseoso de desembarazarse de aquél y tener su biblioteca para sí, porque hasta entonces Collins le había seguido desde terminado el almuerzo, y allí habría continuado, ocupado en apariencia con uno de los mayores infolios de la colección, pero en realidad conversando con el señor Bennet, con muy escasas interrupciones, sobre su casa y su jardín de Hunsford. Todo eso descomponía al señor Bennet de modo extraordinario. En su biblioteca había estado siempre cómodo y tranquilo, y aunque preparado de antemano, según había dicho a Isabel, a encontrar locura y vanidad en los otros departamentos de la casa, habíase acostumbrado a verse libre de semejantes cosas allí. Por eso su cortesía se empleó pronto en invitar a Collins a unirse con sus hijas en su paseo, y aquél, que era en efecto más dado a pasear que a leer, se tuvo por feliz en extremo con cerrar su libro y marcharse.

En pomposas expresiones por su parte y corteses asentimientos por la de sus primas transcurrió el tiempo hasta que entraron en Meryton. La atención de las más jóvenes no se dedicó desde entonces a él. Sus ojos anduvieron recorriendo las calles en busca de los oficiales, y nada, con excepción de algún sombrero de veras elegante o cierta muselina de completa novedad, logró atraerlas.

Pero la atención de todas las señoritas se fijó pronto en un joven a quien antes no habían visto, de muy gentil aspecto y que paseaba con un oficial al otro lado de la calle. El oficial era el propio señor Denny, cuyo regreso de Londres venía Lydia a averiguar, y que se inclinó saludándolas cuando pasaron. Todas quedaron sorprendidas del porte del forastero, todas pensaban con curiosidad en quién podría ser; y Catalina y Lydia, determinadas a averiguarlo si fuera posible, cruzaron la calle bajo pretexto de necesitar algo de la tienda de enfrente, y ganaron la acera cuando ambos caballeros, al volver, llegaban al mismo sitio. Denny se dirigió en derechura a ellas y suplicóles permiso para presentarlas a su amigo señor Wickham, llegado con él de la capital el día anterior, y del cual tenía el honor de decir que había aceptado un destino en su cuerpo. Eso era justamente lo único que faltaba, pues el joven sólo necesitaba pertenecer al regimiento para resultar por completo encantador. Su aspecto le era favorable en gran manera: poseía belleza, finos modales, buena figura y ameno trato. La presentación fué seguida por parte de él con una conversación en que manifestó la más completa soltura, pero acompañada de la más absoluta corrección y sin las menores pretensiones; y toda la partida seguía de pie, comunicándose entre sí gratamente, cuando se hizo notar el ruido de unos caballos, y Darcy y Bingley aparecieron sobre ellos a través de la calle. Al distinguir a las señoras del grupo los dos caballeros se dirigieron hacia ellas y comenzaron los saludos de rigor. Bingley fué quien más habló, y Juana su principal interlocutora. Díjole aquél que se encaminaban a Longbourn con el propósito de adquirir noticias suyas; Darcy lo corroboró con una inclinación; y comenzaba a determinarse a no fijar los ojos en Isabel, cuando quedó de repente detenido por la visita del forastero, y como dió la casualidad de tener Isabel ocasión de ver el aspecto de los dos al mirarse entre sí, fué testigo del asombro que les causara el encuentro. Los dos cambiaron el color, tornándose uno pálido y otro rojo. Wickham, tras un breve momento, se llevó la mano al sombrero, saludo que Darcy se dignó devolver. ¿Qué podía significar eso? Era imposible imaginarlo; éralo también ignorarlo demasiado tiempo.

Un momento después Bingley, que no pareció enterado de lo ocurrido, se despidió y siguió adelante con su amigo.

Denny y Wickham continuaron paseando con las muchachas hasta la puerta del señor Philips, y allí se despidieron, a pesar de los apremiantes ruegos de Lydia referentes a que entrasen, y a pesar también de que la señora de Philips abriera la ventana y secundase en voz alta la invitación.

La señora de Philips se alegraba siempre de ver a sus sobrinas. Las dos mayores, por su reciente ausencia, fueron en especial muy bien recibidas; y estábales expresando su sorpresa por su rápido retorno a su casa—del cual, por no haber sido su coche propio quien las condujera, nada habría sabido sin darse la casualidad de topar en la calle con un aprendiz del señor Jones, quien le había dicho que no tenían que enviar más medicinas a Netherfield porque las señoritas de Bennet habían regresado—cuando su cortesía fué reclamada para Collins por la presentación que del mismo le hizo Juana. Recibiólo con la más exquisita educación, a la cual él correspondió con otra tanta, disculpando su introducción sin relación previa, lo cual, sin embargo, no impedía que él se enorgulleciese de que resultase justificada por su parentesco con las muchachas que le presentaban. La señora de Philips quedó por completo abrumada con tal exceso de buena educación; pero sus atenciones a semejante forastero acabaron pronto por causa de las exclamaciones y preguntas relativas al otro, del cual, no obstante, ella sólo podía decir a sus sobrinas lo que ya sabían: que Denny lo había traído de Londres y que iba a desempeñar el cargo de teniente en la milicia del condado. Añadióles que se hallaba observando al otro durante la última hora, mientras paseaban arriba y abajo por la calle, cuando vió aparecer a Wickham. Catalina y Lydia habrían continuado en verdad semejante ocupación; pero. por desgracia, en la ocasión presente nadie pasaba bajo las ventanas, excepto unos pocos oficiales, que al lado del forastero resultaban «camaradas estúpidos y desagradables». Algunos de ellos iban a comer con los Philips al día siguiente, y la tía les prometió hacer que su marido invitase a Wickham y le introdujera también si la familia de Longbourn hubiera de venir por la tarde. Convínose así, y la señora de Philips aseguró que tendrían un ruidoso juego de lotería y tras él su poco de cena caliente. La perspectiva de tamañas delicias era muy grata, y por eso las muchachas se ausentaron con la mayor alegría. Collins repitió sus excusas al salir de la casa, aunque se le aseguró que eran en absoluto innecesarias.

Al volver a casa, Isabel refirió a Juana lo ocurrido entre los dos caballeros; mas aunque Juana sostenía que uno de ellos, o los dos, debían estar equivocados, no pudo explicarse el hecho mejor que su hermana.

Collins, a su regreso, proporcionó mucho agrado a la señora de Bennet ponderando los modales y la educación de la señora de Philips. Aseguró que, excepto lady Catalina y su hija, nunca había visto mujer más elegante; porque no sólo le había recibido con la más extremada cortesía, sino que de hecho le había incluído en la invitación para la próxima velada, aun siéndole totalmente desconocido antes. Suponía que algo de ello podría atribuirse a su parenteseo con ellas; pero aun así, jamás había recibido tanta atención en todo el curso de su vida.

Orgullo y prejuicio.—T. I.