Orgullo y prejuicio/Capítulo V

CAPITULO V

A poca distancia de Longbourn habitaba una familia con la cual las Bennet tenían especial intimidad. Sir Guillermo Lucas había pertenecido primero al comercio de Meryton, y quedó elevado al rango de caballero por cierta alocución que ejerciendo el cargo de corregidor dirigió al rey. Acaso esa distinción le impresionó demasiado. Disgustáronle los negocios y la residencia en una ciudad mercantil, y, abandonando ambas cosas, se retiró a una casa situada a una milla próximamente de Meryton, llamada desde entonces Quinta Lucas, donde podía pensar a su placer en su propia importancia y, libre de los negocios, dedicarse sólo a ser sociable con todo el mundo. Porque, aunque engreído con su rango, no se tornó altivo; al contrario, era la atención misma con todos; además de su natural inofensivo, amigable y atento, su presentación en la corte le había hecho cortés.

Lady Lucas era mujer de buena casta, aunque no sobrado lista para ser vecina útil a la señora de Bennet; tenían varias hijas. La hija mayor, muchacha sensible e inteligente, de unos veintisiete años, era la amiga predilecta de Isabel.

Que las señoritas de Lucas y las de Bennet tuvieran que reunirse para hablar del pasado baile era cosa en absoluto necesaria; y así, la mañana siguiente a la reunión vinieron las primeras a Longbourn para oír y hablar.

—Tú principiaste bien la velada, Carlota —dijo la señora de Bennet con estudiada cortesía a la mayor de las Lucas—: fuiste la primera elección del señor Bingley.

—Sí; pero pareció que le gustaba más la segunda.

—¡Oh! Supongo que te refieres a Juana y porque bailó con ella dos veces. Cierto que parecía que le agradaba, así lo creo, y hasta oí algo de eso, aunque no lo recuerdo bien; algo referente al señor Robinsón.

—Acaso lo que entreoí yo al señor Robinsón y a él; ¿no se lo dije a usted? Al preguntar el primero al segundo cómo encontraba nuestra reunión de Meryton, si creía que había en el salón muchas hermosuras, y quién le parecía más bonita, contestó al punto a lo último: «¡Oh! La mayor de las Bennet, sin duda ninguna; no se puede discutir eso.»

—¡Caramba!

—Bien; pues eso está resuelto; parece que...; pero, no obstante, habrá de quedar en nada; ya lo sabes.

—Lo que yo entreoí al señor Darcy no es tan digno de escucharse como lo de su amigo —añadió Carlota—. Pobre Isabel; ¿fué aquello siquiera tolerable?

—Te suplico que no pienses que a Isabel la molestó aquello, pues es hombre tan desagradable que sería desgracia gustarle. La señora de Long me dijo la noche pasada que había estado sentado a su lado durante media hora sin despegar los labios.

—¿Estás segura, mamá? ¿No hay en eso una pequeña equivocación? —dijo Juana—. Yo vi al señor Darcy hablando con ella.

—¡Ah! Porque al final ella le preguntó si le gustaba Netherfield, y no pudo evitar el responderle; pero la misma señora dijo que parecía molestarse él cuando se le hablaba.

—La señorita de Bingley nos contó —añadió Juana— que nunca habla él mucho, a no ser con sus amigos íntimos. Con ellos es sumamente agradable.

—No lo creo, querida. Si tan agradable fuera habría hablado con la señora de Long. Mas yo me figuro cómo fué la cosa; todos saben que está repleto de orgullo, y supongo que habría oído que la señora de Long no alquila coche de cochera y había ido al baile en un simón.

—Paso por alto que no hablara con la señora de Long —dijo la señorita Lucas—; pero querría que hubiese bailado con Isabel.

—Yo que tú —dijo a ésta su madre—, no bailaría con él en ninguna otra ocasión.

—Creo, María, poder asegurar que tú nunca bailarás con él.

—Su orgullo —añadió la de Lucas—no me ofende como tal orgullo, porque tiene una excusa. No hay que maravillarse de que un muchacho tan fino, con familia, fortuna y todo a su favor, piense altamente de sí mismo. Si puedo expresarme así, diré que tiene derecho a ser orgulloso.

—Es verdad —repuso Isabel—, y con facilidad perdonaría su orgullo si no hubiera mortificado el mío.

—El orgullo —observó María, que se jactaba de lo sólido de sus reflexiones— es un defecto muy común. Mis lecturas me han convencido de ello, de que la naturaleza humana es por extremo propensa a él, y de que hay muy pocos que no abriguen sentimientos de propia complacencia con motivo de tal o cual cualidad real o imaginaria. La vanidad y el orgullo son cosas diversas, aunque a menudo se tomen como sinónimas ambas palabras. Una persona puede ser orgullosa sin ser vana. El orgullo se refiere más a nuestra opinión sobre nosotros mismos; la vanidad, a lo que los demás hayan de pensar sobre nosotros.

—Si yo fuera tan rico como el señor Darcy —exclamó uno de los Lucas, que había venido con sus hermanas— no me cuidaría de si era o no orgulloso. Cada día compraría una trailla de perros zorreros y me bebería una botella de vino.

—En ese caso beberías más de lo debido —dijo la señora de Bennet—, y si yo te viera, en derechura te quitaría la botella.

El muchacho protestó, asegurando que no ocurriría eso; mas ella continuó diciendo que sí lo haría, y el tema terminó sólo con la visita.