Todas las noches, después de cenar, venían fielmente a hacerle la partida de tresillo al señor de las Baceleiras los tres pies fijos de su desvencijada mesa: el médico, don Juan de Mata; el cura, don Serafín, y el maestro de escuela, don Dionisio. Llegaban los tres a la misma hora y saludaban con idénticas palabras, trasegaban el medio vaso de vino que don Ramón de las Baceleiras les ofrecía, y se limpiaban la boca, a falta de servilletas, con el dorso de la mano. Después don Serafín, que era servicial y mañero, encendía las bujías, no sin arreglar antes el pabilo con maciza despabiladera de plata, y hasta las diez y media se disputaban los cuatro unos centimillos. A esa hora recogían los tresillistas en la antesala los zuecos de madera, si es que era lluviosa la noche o había fango en los caminos hondos, y se dirigía cada mochuelo a su olivo pacíficamente.

Cinco años de fecha contaba esta asociación para el más inofensivo de los pasatiempos, y era ya el único goce del viejo y enmohecido señor de aldea, que se pasaba la mitad de la vida clavado en su poltrona por la gota y el reumatismo. Aquellas horitas de juego y de charla prestaban algún interés al día, que se deslizaba lento, interminable, prolongado por la soledad, la quietud forzosa y el tedio de la vejez sin familia, sin deberes y sin quehaceres. Las tres personas que venían a jugar con don Ramón no eran ni sabias ni oportunas, ni afluentes en la charla, ni apenas estaban enteradas de lo que acontecía en el mundo; pero, así y todo, traían noticias, rumores, opiniones, embustes, manías y humorismos de cada cual; don Juan de la Mata, por su profesión, recogía aquí y allí la crónica del lugar, la chismografía de los «mantelos» y de las chaquetas de rizo -que la tienen, y muy picante-; don Serafín se encargaba de la alta política, porque leía El Correo Español y estaba al tanto de los pensamientos del zar de Rusia y el emperador de Austria; y en cuanto a don Dionisio, hablaba enfáticamente de todo lo divino y lo humano, y por las condenadas elecciones llevaba al dedillo la política local. El señor de las Baceleiras tomaba parte en la conversación, tanto más a gusto cuanto que su parecer era oído con respeto por los tres compañeros, habituados a ver en él al señor -un ser superior, puesto que no hacía nada y vivía de sus rentas.

El señor de las Baceleiras poseía muchas tierras en aquella aldea misma y en otras partes. Si es cierto que todo el mundo nace propietario, y que el instinto de apropiación y defensa de lo adquirido es fuerte como la muerte desde los primeros albores del mundo, en nadie se reveló más vigoroso este instinto ni arraigó con más hondas raíces que en don Ramón. Amaba con vehemencia y defendía con rabia su propiedad, ni más ni menos que si tuviese una dilatada prole a quien transmitirla, y que si no estuviese próximo, por inexorable decreto de los años, a dejárselo todo aquí, para regocijo de unos sobrinos que vivían en Mondoñedo y no habían visto a su tío ni una sola vez. Ello es que, a pesar de acercarse el término en que se abandona la hacienda con la vida, don Ramón, siempre que se lo permitían los achaques y la maldita pierna, salía a recorrer y examinar sus fincas más próximas, a ver qué tal espigaba el maíz, cómo habían agradecido el riego los prados, si medraban los pinos y si el nogal grande cargaba de fruta más que el año anterior.

En este nogal tenía puestos los ojos y el corazón su dueño. La verdad es que árbol como él no se hallaba en diez leguas a la redonda. Crecía el hermoso ejemplar de la especie vegetal al borde del camino, frente a la tapia de la casa de los Baceleiras, y a orillas de una heredad sembrada de patatas, pertenecientes a don Juan de Mata, el médico. ¿Por qué siendo del médico la heredad eran el lindero y el árbol de don Ramón? Averígüelo el que pueda desenredar la inextricable maraña de la subdividida fincabilidad gallega.

Ahora bien; el caso fue que una mañana, una radiante mañanita de octubre, en que todo era sosiego y paz en el campo, el señor de las Baceleiras, arrastrando un poco la pierna, pero animoso, se detuvo ante el nogal y se alborozó al verlo tan agobiado de fruto. Por parte, en ciertas ramas expuestas al sol del Mediodía, veíanse más nueces que hojas, y sobre la hierba que afelpaba la linde de don Ramón, algunas ya caídas, muy gordas y lucias. Tentado estuvo a recogerlas, y si no es por la pierna, las recoge: «Alberte me las traerá luego», pensó; y al llegar a su casa dio la orden al criado.

-Hoy, a la cena, postre de nueces nuevas -dijo satisfecho.

Mas como a la cena las nueces no pareciesen, interpeló a Alberte, el cual respondió que, yendo a coger las nueces caídas, no había encontrado en el suelo ni una.

-Si las he visto yo mismo, y eran lo menos una docena -prorrumpió el señor de las Baceleiras, amostazado.

-Pues las habrán apañado los rapaces -contestó Alberte, con esa satisfacción socarrona del aldeano y del fámulo cuando suceden cosas que al amo le contrarían.

A la hora del tresillo, llegó el primero don Juan de Mata, y al entrar sacó del bolsillo de la vieja americana de dril un envoltorio.

-Nueces nuevas -murmuró, con triunfal sonrisa, ofreciendo la dádiva al señor, que se quedó helado.

-¿Nueces nuevas? -murmuró-. ¿De qué nogal las ha cogido?

-Del nuestro -contestó, con la mayor flema, el médico, echándolas en un plato, porque ya venían mondadas y cascadas.

-¿Del nuestro? ¿De cuál nuestro, vamos a ver?

-¡Sí, que no lo sabe don Ramón! Del grande, del del camino...,del que me hace sombra a las patatas..., y bien que me las jeringa.

-Pero don Juan, ese nogal... es tanto de usted como del nuncio. ¿Cómo le iba yo a entender, santo de Dios? Ese nogal... no es de nadie sino del presente maragato.

Echóse atrás don Juan de Mata al oír las frases y el tono en que se las decía. Era un viejecillo seco cual yesca, ágil y divinamente conservado, a pesar de sus muchos años, gran andarín, cariñoso y sensible, si bien polvorilla y puntilloso a su manera; y el exabrupto de don Ramón le sugirió esta respuesta picona:

-Entonces, ¿quiérese decir que yo robé las nueces que no me pertenecían? Entonces, ¿no es mío lo que cae en mi heredad, sobre mis patatas? Entonces, ¿yo soy un ladrón?

Hay una sentencia árabe, muy sabia, el evangelio del laconismo, que reza: «Antes de hablar, da cuatro vueltas a la lengua en la boca.» Don Ramón, por su mal, olvidó en aquel momento la sentencia, si es que la conocía, que no puedo afirmarlo; y dando rienda a la impaciencia y a la desazón, contestó con el aire más agresivo del mundo:

-¡Usted dirá cómo se llama quien toma lo ajeno sin permiso de su dueño! Esas nueces no eran de usted; luego..., saque la consecuencia.

Respingó don Juan de Mata, y levantándose con ímpetu, y tirando las nueces, no a la cara, pero sí a la panza y a las piernas de don Ramón, chilló fuera de sí:

-Ahí las tiene, ahí las tiene, sus cochinas ocho nueces... ¡Mal rayo me parta si vuelvo yo nunca a poner los pies donde me tratan de ladrón, resangre! ¡Quede usted con Judas, y que vengan aquí sus esclavos, que yo soy una persona tan decente como usted!

Al salir de estampía el médico, encontróse en la escalera de piedra a don Dionisio, el maestro de escuela, a quien refirió lo ocurrido, tartamudeando de rabia.

El maestro entró en el comedor muy carilargo, y al pronto guardó diplomático silencio. Mas como don Ramón desahogase el berrinche contándoselo, grande fue su sorpresa al ver que don Dionisio, con pedantescas y desatinadas razones, y con argucias y circunloquios, venía a darle toda la razón al médico.


-Desde luego, a mi humilde y eclipsado punto de vista -decía don Dionisio apretando los labios- no puedo «zozobrar» en reconocer que si la tierra o predio donde fueron apresadas o dígase cosechadas, las nueces, pertenecía a título lícito a don Juan de Mata, él era respectiva y colegalmente dueño de la fruta.

Oyendo don Ramón que también le contradecía el dómine, embravecióse más, y soltó nuevas palabras imprudentes.


-¿Sí? ¿Con que estaba en su derecho don Juan? Pues ya veremos cómo lo sostiene delante de los tribunales, ¡caray!, ya lo veremos. Para mí los que defienden a un ladrón, de su casta son.

Don Dionisio se puso morado. Toda su dignidad profesional se le arrebató a la cara, y con lengua tartajosa de pura indignación, balbució:

-Poco... a poco..., poco... a poco. Soliviántese y refrigérese usted... ¡Yo me retrotraigo a mi cubículo!

El cura cruzaba la puerta cuando el maestro de escuela salía, encontró al hidalgo chispeando y rugiendo como cráter de volcán en plena erupción. ¡Mañana mismo interponía la demanda, y que se tentase la ropa el médico, que iría a presidio! Ante el arrebato del señor, don Serafín que era hombre excelente, un santo varón, en toda la extensión de la palabra, pero de estos que, como suele decirse, andan elevados y se chupan el dedo, tuvo el desacierto de endilgarle al furibundo don Ramón unos textos ascéticos y morales, que así tenían que ver con las nueces como con las estrellas del firmamento; y los ya tirantes nervios del señor -que era iracundo, defecto de casi todos los gotosos, por ser de sangre muy ácida- no sufrieron la homilía del párroco. Don Ramón, ciego y dasatinado, cogió su cayado semimuleta, y lo alzó contra el predicador, que despavorido salió como un cohete escalera abajo, ofreciendo aquel trance a Dios en rescate de sus culpas...

Así finiquitó y se disolvió, cual la sal en el agua, la tradicional partida de tresillo de don Ramón de las Baceleiras. Pero no acaba aquí la historia de las ocho nueces, pues no eran más las que, despojadas de la cáscara verde y partidas para mayor comodidad, presentó en mal hora el médico.

Irritado por aburrimiento de haberse pasado solo toda la noche, deseoso de ejemplar venganza, don Ramón, al siguiente día, interpuso la demanda contra don Juan de Mata por robo de frutas. Aguantó con brío el médico la arremetida; hubo consultas a abogados y procuradores; faltó avenencia en el juicio, apoderóse del asunto la curia de Brigancio, y le hizo gastar al hidalgo, en los años que duró la cuestión, que al fin perdió, una buena porrada de dinero: los miles de pesetas suficientes para cargar de nueces un par de navíos. Y como el despecho y el reconcomio del fastidio y de la soledad le produjesen a don Ramón un ataque más fuerte de los que solía padecer, y hubiese que llamar a don Juan de la Mata para asistirle, éste se negó, alegando que podrían achacarle la muerte de su contrincante y enemigo. Por falta del oportuno socorro empeoróse el hidalgo, y al fin entregó de malísimo talante el alma. El año de su muerte fue de gran regocijo para los rapaces de la aldea, que se comieron toda la cosecha del venerable nogal.


«Blanco y Negro», núm. 320, 1897.