Nuestra señora de los desamparados

Nuestra señora de los desamparados
de Juana Manuela Gorriti


A la niña María Pelliza


-Era este un militar -contábanos una noche, rodeada de siete niñas, mamá Teresa, antigua nodriza de la familia, negra cordobesa ladina y sentenciosa, que había manejado los pañales de tres generaciones-, era un militar jaranista y pendenciero. Llamábanlo el capitán Rogerio, y mandaba una compañía de alabarderos, cuyo regimiento daba guarnición a Valencia, sobre las costas del Mediterráneo.

A los vicios ya enumerados, el capitán reunía el de jugador: jugador desdichado pero incorregible, que en busca siempre del desquite, echaba sobre el tapete verde cuanto había a las manos.

Consumido su patrimonio, Rogerio cayó en poder de los usureros. Sueldo, espada de gala, uniforme de parada, todo fue vendido por unos cuantos puñados de oro que devoró luego el abismo insondable del garito.

Consecuencia obligada de estos percances era el humor de perros que jamás abandonaba al capitán, y que tropezaba con frecuencia en cosillas de sus soldados expresado en sendos planazos, más de una vez severamente censurados por sus jefes, sin que por ello aquel rabioso se enmendara.

Pero quien más tenía que sufrir con este furor crónico del capitán, era su pobre mujer, joven bella y buena como un ángel.

En verdad que a ella no le pegaba como a sus soldados; pero, lo que es peor aun, para una alma delicada, abrumábala con palabras duras, la espantaba con horribles juramentos, rechazaba brutalmente su obsequiosa solicitud, y hasta le imputaba su constante malaventura, atribuyéndola a un sino adverso que -decía- pesaba sobre ella.

La pobre Lucía, sencilla y humilde, comenzaba a creerlo, y se preguntaba, qué pecados le habían atraído aquel anatema.

Lucía había perdido a sus padres, carecía de familia, y su orfandad la aislaba en el triste recinto de su hogar donde pasaba las noches temblando de miedo, no tanto de su soledad, como de ver llegar a su esposo con el sarcasmo en los labios y la cólera en el corazón.

No teniendo a quien comunicar sus penas, Lucía se refugiaba en el seno de Dios y oraba en fervorosas plegarias.

En tanto el capitán, cada día más encenagado en sus vicios repartía entre la orgía y el juego el tiempo que las ocupaciones de cuartel le dejaban libre, sin acordarse para nada de sus deberes de esposo y padre de familia; o si los recordaba, era para decirse que siendo su mujer buena y laboriosa, nada faltaría en su casa, por más que él derrochara.

Un día de pago en el regimiento, Rogerio se dirigía al cuartel llevando consigo el haber de su compañía.

Al atravesar el cuerpo de guardia, encontrose con el teniente Astolfo, joven calavera como él y compañero suyo de libertinaje.

-¡Acabarás de llegar! -exclamó este-. Pero... -añadió palpándole la escarcela- ¿tienes dinero? ¡Oh! ¡he ahí el mágico metal, que se encarga de responder con su armonioso ruido!

-Es el pre de mis soldados.

-¿Y el tuyo?

-¡El mío! Ya sabes que está pasando cuarteles de invierno en las arcas del judío Isaac.

-¡Ah!... ¿Y no sería posible sacar algo más a ese descreído?

-Como no sea un mandamiento de prisión que cargue conmigo a chirona.

¡Y de otro lado!

Si estoy como una patena. Todo ha pasado por esa criba.

-Las joyas de tu mujer.

-Duermen igualmente en las gavetas de aquel maldito.

-¡Cómo! si no hace tres días, vi en los lindos dedos de la dama valiosos anillos.

-Pregunta por ellos a los cuatro vientos. ¡Se los pedí, entregómelos, y abur!

-Bien, la quedará algo: los dijes del diario.

-¡Bah! se hace collares de rosas y pendientes de violetas.

-Lástima... carecer de dinero para empeñar una partida, precisamente en el momento que el pájaro que te debe tan fiera revancha, te envía, aunque solapado, un insolente desafío.

-¡Qué dices vive Dios! ¡El siciliano!

-Oílo decir anoche a maese Andrés -mirándome por lo bajo-. Me marcho mañana, Andrecillo; porque desplumado he a todos los gallos de Valencia. Sin embargo, concédoles el desquite del estribo, y mañana en tu garito haré la razón a esos guapos. ¿Crees tú que alguno se atreva a darme cara?

-Yo apostaría -dijo el hostelero- a que el capitán Rogerio no se lo hará decir dos veces.

-¡Qué! si ayer le gané su última blanca, y además la gana de volver a las andadas.

-¡Por la cruz de mi toledana! ¿Eso dijo el mal nacido? ¡Pues yo haré ver a ese hijo de pirata quién es el capitán Rogerio!... ¡Pero ah!... ¡si soy como ese bellaco ha dicho... un hombre sin blanca!

-No hablara yo así, en lugar tuyo, llevando oro en la escarcela.

Rogerio se estremeció, y en sus ojos relampaguearon los ardientes estímulos del vicio que absorbía su vida. Sin embargo, vacilaba todavía.

-¡La paga de mi gente!... ¡No! -exclamó, rechazando la irresistible tentación-. Cómo exponer a los azares de la negra estrella que me persigue, hace tanto tiempo, el único bien que me resta: ¡el honor!

-Tendría; ¿por ventura razón el siciliano? ¿habraste vuelto cobarde?

-¡Astolfo!

-¡Por tu vida! ¿qué nombre daré a quien se deja amilanar por esos miedos? ¡Los caprichos de la suerte! ¡Insensato! por lo mismo que es una divinidad veleidosa, está próxima a sonreírte. ¡Oh! ¡ven! y que el jactancioso insular reciba una buena lección.

Rogerio cayó en el lazo de seducción que le tendía su amigo, y lo siguió al garito.

Estaba situado este lugar de reprobación en una callejuela morisca, y tenía por entrada un portal oscuro que conducía a la antesala flanqueada de aparadores cargados de garrafas que contenían vinos, cidra y licores espirituosos.

Un rumor confuso mezclado de imprecaciones y de metálicos ruidos salía por bocanadas de la cámara inmediata, cuya puerta custodiaba un hombrecillo rechoncho, colorado de fisonomía jovial, que se cuadró para dar paso a los recién venidos, sonriéndoles con un guiño de significativa expresión.

-Nuestro hombre esta aquí -exclamó Astolfo.

-Tanto mejor -repuso el capitán.

Y ambos pasaron adelante con el ademán familiar a parroquianos de tales parajes: calado el chapeo, una mano en el pomo de la espada, la otra atusando el mostacho.

La pieza en que entraron era una sala espaciosa y abovedada, probablemente el gineceo de algún antiguo harem, a juzgar por las ventanas guarnecidas de fuertes celosías. Alumbrábanla cinco lámparas pendientes de cadenas de hierro sobre otras tantas mesas forradas de pato verde y rodeadas de banquetas.

En torno a la del centro, más grande que las otras, agrupábanse en confusión abigarrada una multitud de hombres cuyos semblantes lívidos expresaban los horribles trances de una ansiosa expectativa, fijos los desencajados ojos en un círculo trazado en la superficie de la mesa, en cuyo centro, divididas por una línea vertical había dos letras: S. A.

Al lado de estos, al parecer, fatales caracteres manos crispadas por nerviosas convulsiones amontonaban puñados de oro, que desaparecían y se renovaban al fatídico caer de los dados, entre aclamaciones y blasfemias.

Apoyado en una de las mesas colaterales, solo, y puesta la mano sobre un cubilete de dados, vestido negro, alta gorguera, y espadín al cinto, hallábase un hombre de edad indefinible, color cetrino, rizada cabellera y barba punteaguda, cuyo bigote se retorcía sombreando una boca de labios delgados y sarcásticos. Había algo de lúgubre en su espaciosa frente; y bajo sus pobladas y unidas cejas, relampagueaban unos ojos de expresión, a la vez burlona y triste, que fijaban en la puerta la mirada del que espera.

Al divisarlo, Rogerio apartándose de su amigo, fuese derecho a él.

-¿Me esperabais?

-Seguro de que vendríais.

-Y no obstante, no ha mucho expresabais audazmente lo contrario.

-¡Ah! ¡ah! ¡ah! Era para mejor obligaros a venir.

En verdad, próximo a partir, pésame el lastre de oro que llevo conmigo, ganado así tan fácilmente, en un golpe de fortuna; y vedándome la cortesía devolverlo a mis nobles adversarios, deseara que lo recobren, al menos como yo sé he ganado. Por ello he venido aquí. Esta mesa es mi palenque -añadió dirigiéndose a la asamblea-, quien quiera, venga, que aquí estaré hasta el primer canto del gallo.

-Menos palabras, y al hecho -exclamó Rogerio.

-Y bien, ¡pardiez! ¡que me place! -respondió el incógnito.

Y así hablando, vació su escarcela y derramó en la mesa una cascada de relucientes doblones.

Imitolo el capitán, y no sin secreta vergüenza, alineó delante de sí tres doradas pilas de ducados: ¡la manutención de los cien valientes confiados a su cuidado!

Y la partida comenzó.

Lances diversos. Luego, la fortuna pareció inclinarse del lado de Rogerio; y tres golpes de dados le dieron otras tantas serias, que cercenaron enormemente la banca de su contrario, con gran contentamiento de Astolfo, quien dejando la puesta empeñada en la mesa común, vino a colocarse a espaldas de su amigo.

Por cuarta vez el cubilete sacudido por la mano del capitán, arrojó un par de treses que acabaron la obra de las senas, despojando al incógnito de todo el oro que llevaba consigo.

Rogerio dejó sobre la mesa el cubilete, y mirando a su antagonista con aire de triunfo.

-Llegó mi vez -dijo- de ponerme a vuestras órdenes. ¿Cesa o sigue la partida?

Sin responder, quitó este de su dedo un anillo cuya piedra ocultaba en el revés de la mano.

Un lampo fulgoroso iluminó la sala, deslumbrado al capitán, que fijó una mirada de asombro en el rutilante carbunclo posado sobre la mesa y de cuyas facetas se desprendían rayos móviles y rojos como las llamas de un incendio.

-Ocho mil doblones contra esta joya que brilló en la nívea mano de la Zoraya -dijo el incógnito, poniendo el dedo sobre la misteriosa piedra.

-Pagárala yo con un tesoro -respondió Rogerio, fascinado por los purpúreos resplandores que partían de aquel foco luminoso- pero, desquite y ganancia juntos, no alcanzan, sabeíslo bien a esa suma.

-Seguid, señor capitán -repuso el desconocido con acerada sonrisa-, seguid; que joya sé yo en poder vuestro más valiosa y superior en belleza a este rojo hijo del abismo.

El capitán recorrió rápidamente los rincones de su memoria, sin encontrar ni joya ni nada que valiera un ardite; pero seducido cada vez más por la irradiación del carbunclo, arrebató los dados y sacudiéndolos con mano febril, los arrojó sobre el verde tapete.

Una sorda imprecación se escapó de los labios de Astolfo.

La superficie de los dados ostentaba dos puntos negros de terrífica significación.

-¡Ases! -exclamaron en coro los espectadores que rodeaban la mesa.

Por vez primera en su vida, Rogerio perdió su serenidad.

Y era, que, también por primera vez, él, jugador, pendenciero, mal esposo y calavera insigne, se había apartado de la probidad y del honor. Derrochaba lo suyo; y su ruina, si le pesaba, no le causaba vergüenza.

Ahora estaba anonadado. ¡El sueldo de su compañía perdido; un preso, una sentencia, la muerte! ¡Oh! ¡la muerte era nada; pero la degradación! la degradación, previa, ante el cadalso, en presencia de sus camaradas, ante el mundo, donde su nombre quedaría envilecido.

Todos estos fúnebres cuadros cruzaron en un segundo la mente de Rogerio.

-Y bien, señor capitán, ved que el tiempo marcha y que el canto del gallo no esta lejos. ¿Ceso o sigue la partida?

Y hablando así el incógnito sonreía, no con su sonrisa hiriente, sino con gracia y cortesía.

Pesárale al capitán aquel aire comedido: habría querido, al contrario, pretexto para una querella.

-Me habéis ganado todo, y por tanto nuestra partida ha concluido -respondió conteniendo su despecho.

-¡Todo! ¿Y esa joya?

-En verdad que no me sé poseedor de ninguna.

-Yo sí sé que sois su dueño. Juego contra ella el oro que os he ganado y esta llama del infierno -y señalaba el carbunclo.

El capitán se estremeció de gozo.

-¡Pues bien! -dijo- sea cual fuere, está en juego.

La misma siniestra sonrisa rizó los labios del incógnito, que tomando de su escarcela una hoja de pergamino, trazó con la uña del pulgar algunas letras.

-He ahí la joya del capitán -dijo doblando la hoja y colocando sobre ella el carbunclo.

-Seguid, capitán -le dijo inclinándose.

-Estabais feliz, y deseo que salgáis de aquí contento. Os cedo mi derecho.

Rogerio sintió, al arrojar los dedos, algo extraño que le hizo cerrar los ojos.

El2 silencio que sucedió al ruido fatídico de su caída, se los hizo abrir de nuevo.

Los mismos dos fatales puntos negros se destacaban en la blanca superficie del marfil.

¡Había perdido! El proceso, la condenación, la muerte y la deshonra surgieron otra vez en su espíritu, mientras el incógnito, pasando a su dedo el carbunclo, empujó hacia el capitán el montón de oro que le ganara, se puso en pie y le dejó, presentándole la hoja de pergamino.

-Tal precio tiene a mis ojos vuestra joya que la proclamo mi única ganancia. Mañana a la última hora del día os aguardo más allá de las ruinas del convento de benedictinos a la vera del encinar que costea el camino del puerto. Os conozco por demasiado galante para estar cierto que seréis puntual.

Y saludando con su sarcástica sonrisa, tendió la mano al capitán, se la estrechó y se fue.

El corro de espectadores se dispersó, dejando a los dos amigos solos.

Astolfo estaba agobiado de remordimientos. Aunque disipado y libertino asaz, no había perdido la conciencia; y el mal paso a que condujera a su camarada pesaba en su ánimo.

Rogerio sufría la reacción de las catástrofes: habíase tornado sereno. Ya no tenía derecho a llamarse hombre honrado; su honra había sucumbido; ni hombre pundonoroso: veíase forzado, paría ocultar su falta, a aceptar el oro que por desprecio su contrario le dejara.

Y en tanto que hundido en esas crueles reflexiones atravesaba, cogido al brazo de su amigo, las calles alumbradas ya por la luz del alba su mano distraída desdoblaba maquinalmente la hoja del pergamino.

De repente, los ojos de Rogerio se quedaron fijos en una palabra en él escrita; y su rostro se tornó pálido y en el dolor que invadió su alma conoció la existencia y el valor de la joya que él poseía y que acababa de perder. La cólera sucedió luego al dolor; y apretando el puño de su espada:

-Te he vendido infamemente -exclamó, besando el nombre trazado en el pergamino-, pero a precio de mi alma, yo te reconquistaré.

-¿Dirasme por Dios, qué es lo que de nuevo te agita? -dijo Astolfo, espantado de la situación en que veía a su amigo.

-¿Quisieras hacer mucho por mí?

-¿Lo dudas?

-Pues déjame.

Y desasiéndose del brazo de su amigo, se alejó a largos pasos...

La luz del alba encontró a Lucía desvelada esperando a su marido.

Tres golpes pausados y suaves sonaron en la puerta.

-No es él ciertamente -díjose Lucía-. Así no llama Rogerio; sobre todo cuando trasnocha da unos golpes que muchas veces lo han puesto en conflicto con la ronda. ¿Quién va?

La voz de su esposo mensurada y suave llenó de asombro a la pobre joven, habituada a los coléricos apóstrofes con que en esas ocasiones la saludaba. Y al abrir la puerta violo pálido y triste, alargándole una mano helada, que estrechó la suya, besándola con trémulo labio.

-¡Dios mío! -murmuró inquieta- ¿de dónde acá esta dulzura que me espanta más que su enojo? Sin embargo, está triste y parece que sufre. Consolémoslo, que no hay dolor que resista al halago de una mujer amante...

El sol iba a ocultarse, y sus últimos rayos iluminaban la bella figura de Lucía que de pie ante un espejo adornábase con las galas sencillas de la pobreza. No obstante, ella sonreía porque se encontraba linda; y estaba linda porque: pobreza, mal trato, dolor, la juventud todo lo dora.

Y mientras abrochaba a su cuello el collar de rosas, y prendía en su negra cabellera un velo de gasa, decíase, entre gozosa y admirada.

-Algo misterioso pasa en el alma de mi marido. ¡Cuán triste está!... pero también qué suave y cariñosa. Su mirada se fija en mí, con dolor y amor entrañable. Hase tornado además apacible y bueno. ¡Dios lo tenga de su mano!

Poco después, ambos asidos del brazo, ella alegre, él sombrío, salieron de la ciudad y seguían el camino a la vera del encinar. Las ruinas del convento de benedictinos surgieron luego de entre un grupo de cipreses con sus muros desmoronados, y sus góticas torres.

-Rogerio -dijo la joven sonriendo cariñosa a su marido-, yo he venido aquí otra vez, cuando era niña, paseando con mis compañeras. Recuerdo que, mientras ellas corrían en este prado, yo, obedeciendo a un consejo de mi madre moribunda, penetré en ese templo abandonado, y fui a prosternarme ante la Santa Virgen que estaba en el altar. Pero notando que sus vestiduras estaban manchadas por las lluvias, y desgarrado el velo que cubría su sagrada cabeza, subí hasta ella, y desprendiendo, mis galas, adornela con ellas, y coloqué mi velo en su divino rostro. ¿Me permitirás entrar a dirigirle una plegaria?

El capitán quedó solo, recostado en el tronco de un ciprés, en cuya cima cantaba el búho con lamentoso acento.

Lúgubres pensamientos oscurecían su mente, semejantes a las negras siluetas de los árboles en aquella hora vespertina.

-¡Pobre Lucía! -exclamó- ¡hela ahí, que viene con pie ligero, alegre, confiada ignorante de la infamia de aquel a quien unió su destino!... ¡Ha llorado!... y temiendo mis injurias al aspecto de sus lágrimas las recataba bajo su velo. ¡Ah! ¡ella no sabe que yo las enjugaría con mis labios, y las pagara con mi sangre!

Así discurriendo, cogió el brazo de su compañera, estrecholo contra su pecho, y siguió con ella el sendero que se extendía más allá de las ruinas. Ambos callaban; y aquel silencio, impresionaba hondamente a Rogerio. Habría querido romperlo; pero una fuerza extraña enmudecía su lengua y anudada la voz en su garganta.

No de allí a mucho, a la vuelta de una encrucijada, Rogerio divisó al incógnito que de pie y los brazos cruzados lo aguardaba.

A su vista, un sentimiento de indignación, ardió en sus ojos, y su mano apretó convulsiva el puño de la espada.

El desconocido, mostrándole el sol que desaparecía en el horizonte:

-Creí que no vendrías ya -le dijo, con su irónica sonrisa.

-Bien sabéis -respondió el capitán- que sé cumplir mi palabra. He ahí la prenda que he perdido: os la entrego. Y ahora os reto a duelo; porque quiero recobrarla con la punta de la espada.

Y desenvainó el acero.

El desconocido, volviéndose a la mujer velada, que estaba ante él inmóvil y silenciosa:

-Esclava -le dijo-. tu señor va dos veces a comprarte: en el juego y el combate. Pero, levanta ese velo, y muéstrale tu semblante.

A estas palabras, una voz dulcísima, que estremeció el corazón de Rogerio con misterioso pavor, se elevó de bajo el blanco cendal, diciendo:

-Aquel que se dice mi señor, acérquese, y levántelo si puede.

En el mismo instante, un rugido espantoso resonó en el espacio, y una ola de fuego envolvió al capitán, y lo arrojó a tierra sin sentido...

Cuando volvió en sí, y que poniéndose en pie miró en torno suyo, encontrose solo: su mujer y el incógnito habían desaparecido, y él, fatigado, dolorido, hallábase bajo el mismo ciprés donde quedara aguardando a su esposa en tanto que esta entraba en el derruido templo, para hacer una plegaria.

-¡Era el demonio! -exclamó- ¡y yo que pretendía reconquistar a mi esposa de manos de un hombre, hela entregado al enemigo del género humano, que rabioso de su virtud, le habrá dado la muerte!

Sin embargo, aquel hombre tan arrebatado, tan intemperante, en la cotera, no se abandonó a sus funestos estímulos. Era que el arrepentimiento, un arrepentimiento profundo, inmenso, invadió su alma, y llevó sus pasos al templo donde penetró golpeando su pecho con honda contrición.

El día acababa; el santuario estaba lleno de sombra, solo allá en el fondo de la nave, un rayo de luz, deslizándose entre las grietas de la bóveda, iluminaba el tabernáculo.

De repente él se detuvo y exhaló un grito.

Lucía, envuelta en su velo, dormía a los pies de la Virgen, recostada en las gradas del altar.

Aquel grito despertó a la joven que, viendo a su marido, alzose de pronto.

-¡Perdona, amigo -le dijo asustada-, no ha sido culpa mía! Velé anoche, esperándote, y el sueño me ha ganado.

Rogerio cayó de rodillas ante ella y ante la Divina Señora, que de lo alto de su trono parecía sonreírles.



Rogerio fue desde entonces un modelo de virtudes. Abandonó la vida tempestuosa de los campamentos, habitó y labró los campos, donde adquirió la paz del alma, el más hermoso de los bienes. La fortuna que buscara en vano entre los azares del juego, vino a visitarlo en las labores pacíficas de la vida rural. Fue rico, y derramó en torno suyo el amor y la caridad. Reedificó el templo donde tuvo lugar el milagro de su conversión, y lo consagró a aquella que en la tierra sufrió y lloró en la orfandad, y que es ahora en el trono de Dios la protectora de los desamparados.