Noli me tangere (Sempere ed.)/XVIII

Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XVIII

La mañana

Las bandas de música tocaron diana á los primeros albores de la aurora, despertando con aires alegres á los fatigados vecinos del pueblo.

La vida y la animación renacieron, las campanas volvieron á repicar y las detonaciones comenzaron.

Era el último día de la fiesta. Se esperaba ver mucho más que el día anterior. Los hermanos de la V. O. T. eran más numerosos que los del Santísimo Rosario, y sus cofrades sonreían piadosamente, seguros de humillar á sus rivales. Habían comprado mayor número de velas. Los chinos cereros habían hecho su Agosto, y en agradecimiento, pensaban bautizarse. Algunos aseguraban, sin embargo, que no hacían esto por fe en el catolicismo, sino por el deseo de tomar mujer.

La gente engalanóse con sus mejores trajes y sacaron del fondo de las arquillas las más ricas alhajas. Hasta los tahures y jugadores lucían bordadas camisas con botones de gruesos brillantes, pesadas cadenas de oro y blancos sombreros de jipijapa.

El patio de la iglesia estaba lleno de gente: hombres y mujeres, viejos y niños, vestidos con sus mejores trajes, entraban y salfan por las estrechas puertas. Olía á pólvora, á flores y á incienso; bombas, cohetes y buscapiés hacían correr y gritar á las mujeres y reir á los chiquillos. Una banda de música tocaba delante del convento: otras recorrían las calles, donde ondeaban multitud de banderas. Las campanas no cesaban de repicar; cruzábanse coches y calesas, cuyos caballo8 á veces se espantaban encabritándose y poniéndose de manos, lo cual, aunque no figuraba en el programa de la fiesta, constituía un espectáculo gratis de los más interesantes.

El Hermano Mayor de este día había en viado Bus criados á la calle para que invitasen á todo el que pasase, imitando de este modo á un personaje bíblico. Se invitaba casi á la fuerza á tomar chocolate, café y dulces.

Iba á celebrarse la misa mayor, la misa que llaman de dalmática, como la de que había hablado el corresponsal del periódico de Manila, sólo que ahora el celebrante sería el padre Salví, y entre las personas que iban á oirla estaría el alcalde de la provincia con otros muchos españoles y gente ilustrada, deseosa de escuchar el sermón del padre Dá maso.

Tal fama tenía el padre Dámaso, que ya el corresponsal había escrito de antemano al director del periódico lo siguiente: Como le había anunciado á usted en mis mal pergeñadas líneas de ayer, hemos tenido la especial dicha de oir al muy reverendo padre Dámaso Verdolagas, antiguo cura de este pueblo, trasladado hoy á otro más importante en premio de sus buenos servicios. El insigne orador sagrado ocupó la cátedra del Espfritu Santo, pronunciando un elocuentísimo sermón», etc., etc.

El confiado corresponsal por poco no se ve obligado á borrar cuanto había escrito. El padre Dámaso se quejaba de cierto ligero catarro que había cogido la noche anterior.

Después de cantar unas alegres peteneras había cometido la imprudencia de meter entre pecho y espalda tres vasos de sorbete, que lo habían dejado casi afónico. A consecuencia de esto quería renunciar á ser el intérprete de Dios para con los hombres, pero no encontrándose otro que se hubiese aprendido la vida y milagros de San Diego, no tuvo más remedio que subir al púlpito. Antes, sin embargo, su antigua ama de lla ves le untó pecho y cuello con ungüentos y aceites, le envolvió en paños templados y le sobó de lo lindo. Aquella mañana, el buen fraile sólo tomó para desayunarse un vaso de leche, una taza de chocolate y una docenita de bizcochos, renunciando heroicamente á su acostumbrado pollo frito y á su medio queso de la Laguna, porque, según el ama, pollo y queso tenían sal y grasa y podrfan provocar la tos.

—Todo por ganar el cielo y convertirnos!- decían conmo vidas las hermanas de la V. O. T. al enterarse de estos sacrificios.

—¡La Virgen de la Paz le castiga!-murmurabanlas hermanas del Santísimo Rosario, que no le podían perdonar el haberse inclinado del lado de sus enemigas.

A las ocho y media salió la procesión á la sombra del entoldado de lona. Era por del día anterior, si bien había una novedad: la Hermandad de la V. O. T. Viejos y viejas iban ata viados con largos hábitos de guingón. El hábito de los pobres era de tela basta, y el de los ricos de seda estilo de la 6 de guingón franciscano, llamado así por Usarlo los frailes. Todos aquellos sagrados hábitos venían del convento de Manila, donde el pueblo los adquiría á prix fixe, si se permite la frase. Este precio fijo podía aumentarse, pero no disminuirse. Además de estos hábitos, vendíanse también otros en el mismo convento y en el monasterio de Santa Clara, que poseían la gracia especial de procurar muchas indulgencias á los muertos que se amortajaban con ellos y la gracia más especial aún de ser más caros cuanto más viejos, raídos é inservibles estaban. Escribimos esto por si algún piadoso lector necesita de tales reliquias sagradas, ó algún tuno trapero de Europa quiere hacer fortuna llevándose á Filipinas un cargamento de hábitos zurcidos y mugrientos, pues llegan á venderse á más de diez y seis pesos.

San Diego de Alcalá iba en un carro adornado con planchas de plata repujada. El santo tenía una expresión severa y majestuosa, á pesar del abundante cerquillo rizado como el de los negritos. Su vestidura era de raso bordado de oro.

Seguía nuestro venerable padre San Francisco y después la Virgen. El sacerdote que iba debajo del palio era esta vez el padre Salví y no el elegante padre Sibyla. Si al primero le faltaba hermoso continente, le sobraba en cambio unción. Llevaba las manos juntas en actitud mística, los ojos bajos y el cuerpo medio encorvado. El coadjutor, de sobrepelliz, iba de un carro á otro agitando el incensario, con cuyo humo regalaba el olfato del cura, que cada vez se ponía más serio.

Así marchaba la procesión, lenta y pausadamente, al son de las bombas, cantos y religiosas melodías lanzadas al aire por las bandas de música, que segufan detrás de cada carro.

Frente á una casa en cuyas ventanas, adornadas de vistosas colgaduras, se asomaban el alcalde, Capitán Tiago, María Clara, Ibarra, varios españoles y señoritas, detúvose la comiti va. El padre Salví levantó la vista, pero no hizo el más pequeño gesto que demostrase saludo: únicamente se irguió, y entonces la capa pluvial cayó sobre sus hombros con cierta elegancia.

En la calle, debajo de la ventana, había una joven de rostro simpático, vestida con mucho lujo, lle vando en sus brazos un niño de corta edad. Nodriza ó niñera debía ser, pues el chico era blanco y rubio y ella morena, y sus cabellos más negros que el azabache.

Al ver al cura, extendió el tierno infante sus manecitas sonriendo alegremente y gritó balbuceando en medio de un breve silencio: -Papá! ipapaíto! La joven se estremeció, puso precipitadamente su mano en la boca del niño y alejóse llena de confusión.

El niño prorrumpió entonces en amargo llanto, á la par que continuaba gritando de un modo desesperado: -¡Papá! ¡papaíto! Los maliciosos hicieron un guiño picaresco, y los españoles testigos de la corta escena sonrieron benévolamente. La habitual palidez del padre Salví trocóse entonces en encendido color.