Muro este
de César Vallejo

Esperaos. No atino ahora cómo empezar. Esperaos. Ya.

Apuntad aquí, donde apoyo la yema del dedo más largo de mi zurda. No retrocedáis, no tengáis miedo. Apuntad no más ¡Ya!

Brrrum...

Muy bien. Se baña ahora el proyectil en las aguas de las cuatro bombas que acaban de estallar dentro de mi pecho. El rebufo me quema. De pronto la sed aciagamente ensahara mi garganta y me devora las entrañas...

Mas he aquí que tres sonidos solos, bombardean a plena soberanía, los dos puertos con muelles de tres huesecillos que están siempre en un pelo ¡ay! de naufragar. Percibo esos sonidos trágicos y treses, bien distintamente, casi uno por uno.

El primero viene desde una rota y errante hebra del vello que decrece en la lengua de la noche.

El segundo sonido es un botón; está siempre revelándose, siempre en anunciación. Es un heraldo. Circula constantemente por una suave cadera de oboe, como de la mano de una cáscara de huevo. Tal siempre está asomado, y no puede trasponer el último viento nunca. Pues él está empezando en todo tiempo. Es un sonido de entera humanidad.

Y el último. El último vigila a toda precisión, altopado al remate de todos los vasos comunicantes. En este último golpe de armonía la sed desaparece (ciérrase una de las ventanillas del acecho), cambia de valor en la sensación, es lo que no era, hasta alcanzar la llave contraria.

Y el proyectil que en la sangre de mi corazón destrozado

cantaba
y hacía palma,

en vano ha forcejeado para darme la muerte.

–¿Y bien?

–Con ésta son dos veces que firmo, señor escribano. ¿Es por duplicado?


Tomado de: Escalas (Escalas melografiadas), Talleres Tipográficos de la Penitenciaría, Lima, 1923.