Motivos de Proteo: 088


LXXXVII - La emancipación personal y la soledad. editar

Para burlar la sugestión del ambiente en que se vive y reivindicar la libertad interior, apartándose de él, hay dos modos de apartamiento: los viajes y la soledad. En rigor, los dos son necesarios; y una vida bien ordenada a los fines de su renovación perseverante y eficaz, sabrá conceder lugar dentro de sí a períodos de incomunicación respecto de la sociedad que sea habitualmente la suya, distribuyéndolos con sabiduría entre el recurso de la soledad y el de los viajes.

La soledad es escudo diamantino, sueño reparador, bálsamo inefable, en ciertas situaciones de alma y por determinado espacio de tiempo. Pero como medio único y constante de asegurar la plenitud de la personalidad contra las opresiones y falacias del mundo, marra la soledad, porque le faltan: un instrumento eficacísimo con que desenvolver el contenido de nuestra conciencia: la acción, y una preciosa alianza a quien fiar lo que no logre consumar de su obra: la simpatía. Sólo el sacudimiento de la acción es apto para traer a la superficie del alma todo lo que en el fondo de ésta hay posado e inerte; y sólo el estímulo de la simpatía alcanza a corroborar y sostener nuestra reacción espontánea hasta el punto que se requiere para emanciparse firmemente de los vínculos de la preocupación y la costumbre. La soledad continua ampara y fomenta conceptos engañosos, no sólo en cuanto a la realidad exterior, de cuya percepción nos aparta, sino también en cuanto a nosotros mismos, sugiriéndonos quizá, sobre nuestro propio ser y nuestras fuerzas, figuraciones que, luego, al más leve tropiezo con la realidad, han de trocarse en polvo, porque no se las valoró en las tablas de la comparación con los demás, ni se las puso a prueba en las piedras de toque de la tentación y de la lucha.



El monje Teótimo. editar

Acaso nunca ha habido anacoreta que viviese en tan desapacible retiro como Teótimo, monje penitente, en alturas más propias que de penitentes, de águilas. Tras de placer y gloria, gustó lo amargo del mundo; debió su conversión al dolor; buscó un refugio, bien alto, sobre la vana agitación de los hombres; y le eligió donde la montaña era más dura, donde la roca era más árida, donde la soledad era más triste. Cumbres escuetas, de un ferruginoso color, cerraban en reducido espacio el horizonte. El suelo era como gigantesca espalda desnuda: ni árboles, ni aun rastreras matas, en él. A largos trechos, se abría en un resalte de la roca una concavidad que semejaba negra herida, y en una de ellas halló Teótimo su amparo. Todo era inmóvil y muerto en la extensión visible, a no ser un torrente que precipitaba su escaso raudal por cauce estrecho, fingiendo llantos de la roca, y las águilas que solían cruzarse entre las cimas. En esta espantosa soledad clavó Teótimo su alma, como el jirón de una bandera destrozada en lides del mundo, para que el viento de Dios la limpiase de la sangre y el cieno. Bien pronto, casi sin luchas de tentación y sin nostálgicas memorias, la gracia vino a él, como el sueño al cuerpo vencido del cansancio. Logró la entera sumersión del pecho en el amor de Dios; y al paso que este amor crecía, un sentimiento intenso, lúcido, de la pequeñez humana, se concretaba dentro de él, en este diamante de la gracia: la más rendida y congojosa humildad. De las cien máscaras del pecado tomó en mayor aborrecimiento a la soberbia, que, por ser primera en el tiempo que las otras, antes que máscara del pecado le pareció su semblante natural. Y sobre la roca yerma y desolada, frente al adusto silencio de las cumbres, Teótimo vivió, sin otros pensamientos que el de la única grandeza velada allá tras la celeste bóveda que sólo en reducida parte veía, y el de su propia pequeñez e indignidad.

Pasaron años de esta suerte; largos años durante los cuales la conciencia de Teótimo sólo reflejó de su alma imágenes de abatimiento y penitencia. Si acaso alguna duda de la constancia de su piedad humilde le amargaba, ella nacía del extremo de su misma humildad. Fue condición que Teótimo había puesto en su voto, ir, una vez que pasase determinado tiempo de retiro, a visitar la tumba de sus padres, y volver luego, para siempre, al desierto. Cumplido el plazo, tomó el camino del más cercano valle. La montaña perdía, en lo tendido de su falda, parte de su aridez, y algunas matas, rezagadas de vegetación más copiosa, interrumpían lo desnudo del suelo. Teótimo se sentó a descansar junto a una de ellas. ¿Cuántos años hacía que no posaba los ojos en una flor, en una rama, en nada de lo que compone el manto alegre y undoso colgado de los hombros del mundo?... Miró a sus pies, y vio una blanca florecilla que nacía de un tallo acamado sobre el césped; trémula, y como medrosa, con el soplo del aura. Era de una gracia suave, tímida; sin hermosura, sin aroma... Teótimo, que reparó en ella sin quererlo, se puso a contemplarla con tranquilo deleite. Mientras notaba la sencilla armonía de sus hojuelas blancas, el ritmo de sus movimientos, la gracia de su debilidad, una idea súbita nació de la contemplación de Teótimo. ¡También cuidaba el cielo de aquella tierna florecilla; también a ella destinaba un rayo de su amor, de su complacencia en la obra que vio buena!... Y esta idea no era en él grata, afectuosa, dulcemente conmovida, como acaso la tuvimos nosotros. Era amarga, y promovía, dentro de su pecho, como una hesitante rebelión. Sobre la roca yerma y desolada nunca había nublado su humildad el pensamiento que ahora le inquietaba. ¿Todo el amor de Dios no era entonces para el alma del hombre? ¿El mundo no era el yermo sobre el cual, única flor, flor de espinoso cardo, el alma humana se entreabría, sabedora de no merecer la luz del cielo, pero sola en gozar del beneficio de esta luz? Vano fue que luchara por quitar los ojos del alma, de este obstinado pensamiento, porque él volvía a presentársele, cual si lo empujase a la claridad de la conciencia de Teótimo una tenaz persecución. Y tras él, sentía el eremita venir de lo hondo de su ser, un rugido cada vez más cercano..., un rugido cada vez más siniestro..., un rugido cuyo son conocía, y que brotaba de unas fauces que creyó mortalmente secas en su alma. Bastó una débil florecilla para que el monstruo oculto, la soberbia apostada tras la ilusión de la humildad, dejase, con avasallador empuje, su guarida... Bajo la alegre bondad de la mañana, mientras tocaba en su pecho un rayo de sol, Teótimo, torvo y airado, puso el pie sobre la flor indefensa...