Al día siguiente visitaron los corchetes la casa de la calle de San Hermenegildo en cuyo piso bajo estaba la imprenta de Minutria; mas no se encontró nada que transcendiese a conspiración. En el principal había un colegio de niñas, y los vecinos del sotabanco eran vendedores ambulantes, un cochero y dos limpiabotas. En la imprenta se había tirado El Eco del Comercio, después El Huracán, y a la sazón se imprimían dos papeles, cuyo ministerialismo no podía ponerse en duda; el dueño de ella era miliciano nacional, considerado en el cuerpo como de intachable adhesión al Duque.

Pensó Ibero, como síntesis de sus cavilaciones de aquella noche y del siguiente día, que no cuadraban al decoro de su posición militar las correrías y acechos de polizonte, desfigurando su persona; y creyendo haber descubierto un rastro de criminales liberticidas, se propuso seguirlo, mas no con tapujo, sino a cara descubierta, de uniforme y a plena luz. Comenzó por la tarde sus indagaciones en la calle que fue principio de su aventura, y tan propicia le fue la suerte, que a primera hora de la noche ya conocía el escondrijo de Rafaela, el cual resultó ser la vivienda de una planchadora llamada Encarnación, nodriza que fue del chiquillo mayor de Milagro. Comió el Coronel a la francesa, con unos amigos, en el próximo cuartel de Guardias, y a punto de las ocho se personó en la casa, presumiendo, como en efecto sucedió, que al preguntar por la extraviada la negarían. «¿Cómo se entiende? Sé que vive aquí; sé también que está en casa -dijo en tono que no admitía réplica-, y si se obstinan en negarla, ya veré yo la manera de despabilar a los que ocultan la verdad». Diciéndolo, empujaba suavemente a la mujer que abrió la puerta, y sin reparo alguno se colaba por un pasillo, a cuyo extremo compareció un hombre corpulento, en mangas de camisa, al modo de tapón para cerrar el paso. Antes que el tal formulase una protesta, le echó mano al cuello D. Santiago, diciéndole: «Que salga pronto Rafaela, ¡ajo!; y renuncien a ocultarla si no quieren ir a la cárcel todos los inquilinos, empezando por usted y concluyendo por el gato».

El gato apareció detrás del dueño, mirando receloso al intruso; dos chicos tiznados salieron detrás del gato, haciendo pucheros; se persignaba la mujer, rezongaba el hombre, escupiendo palabras descorteses; y en esto se abrió una puerta vidriera al opuesto extremo del largo pasillo, y la turbada voz de Rafaela dijo claramente: «Sí, sí, Santiago, aquí estoy. Puedes pasar».

-¡A mí con estas bromas de negarte! Ya comprenderás que vengo como amigo, y que no te causaré ningún daño...

Entrando en la sala con esta breve insinuación, y posesionándose de la primera silla que se le vino a mano, invitó a la Milagro a sentarse. Alumbraba la estancia un quinqué bastante avaro de claridad, con pantalla de cartón, puesto sobre una cómoda, y en todos los muebles se veían prendas de vestir, esparcidas con desorden, ropa blanca recién planchada, zapatos y ligas. Rafaela, envuelta en un mantón, despeinada, los pies metidos en pantuflas turquescas de tafilete amarillo bordado de plata, se acomodó en un sillón frente a Ibero, mediando entre los dos un brasero sin lumbre. Parecía enferma o profundamente atribulada, y en su bello rostro, que nunca fue romántico, se advertían las transparencias opalinas y el nácar violáceo de las penas hondas y del llorar frecuente.

«¿Qué te pasa, mujer? -dijo Ibero compadecido de veras-. ¿Se te ha muerto alguna persona querida? Es la primera vez que veo en ti un dolor vivo, y esto, dejando a un lado nuestra discordia, no puede serme indiferente. Acaba de suspirar y cuéntame...».

-Soy muy desgraciada -fue lo único que respondió-. Si con esto no te basta, peor para ti, pues poco más podré decirte.

-No creas que voy a mortificarte con interrogaciones, aunque el caso de anoche las justificaría -dijo Ibero-. Pero algo tendrás que decirme... No; no te asustes antes de tiempo.

En aquel punto, juzgó Santiago que sería muy estratégico no atacar de frente la cuestión que bien podría llamarse política. Para obtener claro informe acerca de los visitantes de la casa misteriosa, convenía figurar que esto no interesaba, desviando las indagaciones hacia otro objeto, y suponiendo en este objeto convencional un interés que no existía. Embistió, pues, por el lado de las liviandades y de los desvaríos amorosos, hablando de Catalá, de su estado de furor, y de los accidentes graves que podrían sobrevenir si Rafaela no ponía fin a sus locuras.

«¿Pero no habíamos quedado -dijo ella- en que ya no éramos hermanos, y en que no te importaba lo que yo hiciese o dejara de hacer? Son cosas mías, Santiago, cosas malas si quieres, pero mías, y lo que es mío no es de los demás».

-Perfectamente; pero las cosas tuyas afectan a otras personas, a muchas personas, Rafaela... ¡Quién sabe si también a mí!

-¿A ti?

-Tus cosas, como dices, van tomando tal carácter de gravedad, que será difícil ya que tu padre deje de tener conocimiento de ellas. Tu hermana misma, a quien yo vi tan dañada como lo estás tú, y que ha contribuido a lanzarte por el mal camino, ya se asusta de su complicidad... Hasta los pequeños, Rafaela, hasta tus hermanitos sienten o adivinan que hay en ti algo que no es honroso para la familia, y van aprendiendo a pronunciar tu nombre con miedo, con vergüenza. ¿Esto no te dice nada?

-Eso me dice algo, me dice mucho, Santiago -contestó Rafaela, la voz cortada por la emoción-; y si te aseguro que ahora me encuentro verdaderamente arrepentida, oirás una verdad como un templo... y no la creerás. Pues tienes que creerla, tienes que creerla.

-¡Si supieras, amiga mía -dijo Santiago dando un gran suspiro-, cuánto me gusta creer en el arrepentimiento de las personas que han hecho algún mal! Pero en este caso, para que yo vea clara tu enmienda, es preciso que conozca el estado de tu ánimo, tus pensamientos todos y los motivos de tu pena. Que la cosa es grave lo veo en el desorden de tu vida, en tu cara demudada, en tu llanto, en este encierro, en ese acento tuyo tan distinto de lo común en ti, que parece otra la que habla. Para que tu carácter se me presente cambiado, lo ocurrido en ti debe de haber sido, más que un suceso, una revolución. Cuéntame esa revolución, y sólo el contármela te aliviará de tu pena.

Le oía Rafaela sin mirarle, inclinado el rostro sobre el pecho.

«Apostaría yo -dijo Ibero después de una pausa en que se cansó de esperar respuesta- a que el origen de tus desgracias no es otro que el infame materialismo. ¿Dices que no? ¿Por qué niegas con la cabeza? ¿Te has quedado muda?».


-No es la ambición, Santiago; te digo que no es la ambición.

-En los días en que yo pude enterarme de lo que hacías, te vi menospreciando la medianía decorosa por buscar la amistad de personas que no tenían otros atractivos que su dinero.

-Una vez en el mal camino -dijo Rafaela con una sequedad que contrastaba con su pena-, me parecía una simpleza perderme sin gracia... Para pobreza ya tenía la de la honradez... ¡Perdición pobre...!, es como ahogarse en un mar hediondo.

-La pobreza y las privaciones son cosa mala, es cierto... Pero podías haberte limitado a una situación media...

-Me entró la locura de las cosas grandes, y no podía contenerme. Quizás no comprendan esto los hombres que pueden satisfacer sus vanidades de mil modos, con los títulos, con los galones, con la gloria, qué sé yo. Nosotras no tenemos más que un medio de satisfacer el orgullo... Por eso yo decía: «Ya que no tengo nada de lo bueno, Señor, tenga de lo malo lo más bonito».

-Y tu hermana, que al principio te contuvo, viéndote después por el camino de las conquistas lucrativas, te jaleaba para que siguieras.

-María Luisa es más ambiciosa que yo, y también más cobarde. Tiene, para mantenerse honrada, motivos que yo no tengo: es casada de hecho y madre de un niño. Para ella ha sido muy cómodo que yo peque. De este modo resalta más su virtud, y como nos queremos y siempre hemos partido lo que teníamos, no sale mal librada... sin pecar, por supuesto.

El terrible juicio que en pocas y secas palabras hizo la dolorida de las relaciones morales entre las dos hermanas, causó al Coronel verdadero terror. Quedose un largo rato absorto, contemplando aquel cuadro siniestro en que la virtud y la maldad comían en el mismo plato.

«De todo lo que me cuentas -dijo saliendo al fin de su meditación- resulta que tu hermana y tú no tenéis idea ninguna de la verdadera decencia; resulta también que tú, Rafaela, eres una preciosa muñeca que habla y ríe por mecanismos naturales; pero que no piensa ni siente; no conoces la fe, ni el amor, ni ningún sentimiento grande. Si algún mérito hay en ti es la sinceridad; pero esta virtud no compensa, no, la falta de tantas otras. El día que nos separamos me dijiste que eras incapaz de amar, que...».

-Que no comprendía el amor, ya me acuerdo. ¿Y a eso llamas sinceridad? Nunca he dicho una mentira tan atroz. Como nos despedíamos, y no te había engañado nunca, quise echar sobre ti de una vez el engaño mayor del mundo, para que te fueras con todos los sacramentos, bien engañadito, sin entenderme ni tanto así, sin conocer a la mujer que habías tenido, sin poseer de ella lo que más vale, que es el corazón... En esto que te digo ahora sí hay sinceridad, y lo aseguro, aunque te duela.

-Si crees que esa franqueza tuya, tardía, me mortifica, estás muy equivocada, Rafaela -dijo Santiago haciéndose el valiente-. Más te quiero sincera y leal que engañosa... por más que me lastime un poco el no haberte conocido cuando debí conocerte, y el descubrirte ahora, cuando la verdad de tu mentira, como dijo el otro, no debiera importarme...

Siguió a esto un largo silencio. Las aficiones policiacas contraídas en una noche habían despertado en Ibero curiosidades impertinentes; no pudo contener su avidez de examinar los objetos que le rodeaban, y dirigiéndose a la cómoda miró dos o tres libros, un retrato de señora colgado de la pared y un papel a medio escribir, que resultó apunte de ropa, hecho por mano para él desconocida. Ni esto, ni los grabados de periódico, adheridos con obleas a la pared blanca, eran materia sospechosa en la que pudiera encontrarse relación con los preparativos de un pronunciamiento militar.

«Lo que me has contado me hace el efecto de ver entrar la luz en un cuarto obscuro. El cuarto obscuro eres tú, y el que a ciegas estuvo en él, dándose trompicones contra las paredes, era yo... Enciendes tú la luz, y ahora te veo. Me alegro de conocerte. Resulta que la que yo tuve por muñeca, linda figura rellena de serrín, es mujer, con todo su relleno interior de sentimientos elevados... Tienes corazón... ¡vaya!, me alegro... Sabes lo que es amor, eres capaz de amar... Digo que me alegro y te felicito. Ya veo claro que tu desgracia viene de... de eso, del amor. Y ahora, completa tu confesión declarándome... porque aquí encaja la cuestión magna, Rafaela: ¿Quién es él?... ¿Te cuesta confesarlo? Pues yo te ayudaré, yo digo: «la que para mí y para todo el mundo ha sido muñeca, mujer ha sido para uno solo, y este uno es el caballero de anoche».