Ven a mis manos, ven, arpa sonora.
Baja a mi mente, inspiración cristiana,
y enciende en mí la llama creadora
que del aliento del querube emana.


Esto recitaba María Luisa una tarde, atizando el fogón para poner a calentar unas planchas, cuando sintió entrar a Ibero en el comedor, donde estaba Cavallieri copiando música. Presurosa salió a recibir al Coronel, que en aquella casa merecía de continuo extremadas consideraciones, y con oficiosa y dulce voz, antes que la del bajo acabase de saludar al visitante, le dijo: «Santiago, por Dios, aguárdela usted, que no puede tardar: ha salido con Doña Leandra a comprar loza».

Con pretexto de trasladar a sitio más decoroso la visita, fuese con Ibero a la sala, donde acabó los conceptos que expresar no quería delante de Cavallieri. «No pase lo de ayer y anteayer, ¡por Dios!... Usted no tuvo paciencia para esperarla, y así se nos va el tiempo, y se escapan los días sin que Rafaela oiga las verdades que usted tiene que decirle. Crea usted que está muy echada a perder. Si usted no la sujeta, no sé, no sé, amigo Ibero, a dónde va a parar mi hermana. Anoche también entró en casa a las doce dadas... Ya no sé qué decir a los amigos, ni cómo explicar estas ausencias... Luego no pasa día sin que lleguen aquí unos recados estrambóticos, traídos por mujeres de mala traza... ¡Ay, Santiago, estoy afligidísima!... ¡Pues si llegara a mi padre y viera estas cosas! Usted, usted es quien puede traerla a la razón, y ya que no a la virtud, a la decencia, Señor, al buen parecer, al recato... Yo le digo: 'Mujer, ten cuidado, piensa en tu familia, piensa en el nombre sin tacha de nuestro padre, que ahora, por hallarse en alta posición, es el foco de las miradas de sus amigos y enemigos'. Responde que sí, que tendrá cuidado, y ya ve usted el cuidado que tiene. Yo, que la conozco, estaba contenta cuando vi que se entendía con usted, guardando las debidas reservas. 'Del mal el menos', dije. Cuando se da con personas nobles y decentes, queda el consuelo de que no habrá escándalos... Pero viene el rompimiento, que sentí, me lo puede creer, como si se nos cayera la casa encima, y mi hermana se disloca, y una tarde nos arma ese bruto de Catalá una gritería en el portal, y una mañana se planta en casa el otro, el Don Frenético, que así le llamo yo, y con pretexto de encargar música de bajo, le cuenta a mi marido mil historias que parten el corazón... Nada, nada, sea usted cariñoso y al mismo tiempo terrible: que ella vea su amistad, y que coja miedo, mucho miedo. Yo sé que a usted le respeta más que a nadie, Santiago; que le estima... y es natural que así sea. Duro en ella; pegue usted fuerte...».

-A duro no me gana nadie, amiga mía; yo pegaré... Tengo una mano como la maza de Fraga...

-Chitón, que ahí está... Es ella la que entra. Yo me escabullo por la alcoba...

Dos minutos después, Ibero y Rafaela, solos en la sala, producían una escena que, sin ser histórica, merece ser puntualmente relatada. ¿Y por qué no había de ser histórica, siendo verdad? No hay acontecimiento privado en el cual no encontremos, buscándolo bien, una fibra, un cabo que tenga enlace más o menos remoto con las cosas que llamamos públicas. No hay suceso histórico que interese profundamente si no aparece en él un hilo que vaya a parar a la vida afectiva.

«Al fin -dijo Ibero- te cojo a tiro, y ahora no te me escapas. Buena la has hecho, y contento tienes al pobre Catalá. No creí nunca que tu ambición te enloqueciera hasta ese punto... Ya sé lo que vas a decirme: que yo, por haber contribuido a corromperte, no tengo derecho a predicarte ahora la moral. Pero no tienes razón, Rafaela: yo te cogí dañada y bien dañada, y traté de que anduvieras todo lo derecha que podías con el daño que tienes. No habrás olvidado cuánto bregué contigo. El día de nuestra separación te dije que... ¿no lo recuerdas?».

-Que te dabas de baja como amante, y de alta como inspector mío... así dijiste... pues pensabas vigilarme, no permitir que yo descarrilara...

-Así me lo propuse, pensando en el pobre D. José. Si yo fuera un egoísta, habría dado media vuelta, diciendo como aquel Rey: «Después de mí el diluvio». Pero no puedo hacer esto; no soy tan malo; y aunque rabies, me constituyo en tu fiscal, en tu juez, y si es menester, en tu verdugo, por mucho que me duela. Con que tú verás, Rafaela. Ya me conoces: soy un pelma terrible.

-Pega todo lo que quieras. He venido al mundo para víctima, y víctima seré siempre, hoy de un marido villano, mañana de otros que no lo son y quieren gobernarme como si lo fueran.

-No debías tener queja de Catalá, Rafaela. Arréglate pacíficamente con él, porque es un hombre de corazón muy bueno. Sabiendo manejarle, harías de él lo que quisieras: Como todos los vehementes, en el fondo es un niño; como todos los que gritan mucho, en el fondo es la misma docilidad. Pero le has irritado, has cogido una tea encendida, y con ella le has chamuscado el corazón. ¡Los celos!, ¡qué cosa tan mala! El que debía ser cordero se te hace tigre.

-Estoy divertida, como hay Dios -dijo Rafaela, sacudiéndose con gracia los golpes que recibía-, con estos protectores que me salen ahora. Yo les pregunto qué es lo que me dan, sepámoslo, a cambio de esta esclavitud en que quieren tenerme. ¿Me han descasado, para que yo pueda volver a casarme y tener una posición decente? ¿Me han hecho más persona de lo que yo era? ¿Qué pretenden, que yo les guarde fidelidad y me sacrifique por ellos, sin que de ellos reciba nada de lo que me falta: dignidad, nombre, posición?

-Nosotros no podíamos descasarte. ¿Somos por ventura el Papa? En eso de las posiciones, tú no has pensado bien lo que dices, porque... posición totalmente honrada no puedes tenerla sino resignándote a estar metida entre cuatro paredes haciendo la viuda inconsolable. Al declararte independiente, podías aspirar a lo mejor dentro de las posiciones falsas, a un bien relativo, a una moral de circunstancias. Pues todo eso lo habrías tenido con Catalá, que se ha enamorado de ti como un trovador... Por lo que me ha dicho el pobre, casi llorando, habría llegado hasta la bondad inaudita de casarse contigo, en caso de que enviudaras... Ya ves si esto es bondad, si esto es amor, y amor de los que gastan la venda más espesa.

-¡Casarse conmigo! Si tan largo me lo fías... Mi marido goza de buena salud, según me cuentan; es de familia de vividores, pues su abuelo tiene ochenta y seis años y lee sin gafas, y da paseos de dos leguas; familia de Matusalenes... ¡Vaya un consuelo!

-Confiésame con sinceridad -dijo Ibero un tanto confuso, sin saber en qué terreno ponerse- que ni a mí ni a Catalá nos has querido con verdadero amor. Confiésamelo; ten franqueza y alma grande para declarar que fue mentira todo lo que a mí y a Manuel nos dijiste...

-Si te empeñas en ello -replicó la Perita en dulce, gustosa de mostrar la grandeza de alma que su amigo le recomendaba-, te daré una prueba de rectitud declarando que ni tú ni Manuel habéis sabido interesar mi corazón. ¿Quieres más franqueza? Pues por mí no queda, Santiago. Sabrás que a uno y otro no los he mirado más que como escalones...

-¡Como escalones...! -repitió Ibero aturdido del golpe, pues la arrogancia calmosa y un tanto cínica de Rafaelita le desconcertó-. No te servíamos más que de peldaños para subir hasta D. Federico Nieto, a quien tu hermana llama Don Frenético. Bien. Vale más que te expliques con claridad para saber qué clase de armas debo emplear contigo.

-Y es ridículo, Santiago -prosiguió, más altanera y fría Rafaela-, que tú me pidas amor, cuando no me tomabas más que por pasatiempo: me alquilabas, Santiago, no me hacías tuya. ¿Me explico bien? No podía ser de otro modo, porque el amor verdadero se lo guardas a la señorita de La Guardia con quien estás en relaciones honradas, y con quien quieres casarte... Hace poco lo he sabido, como sé también que están verdes. Nada me dijiste de estos amores tuyos, tan finos, ¡ay! Y tomándome por mujer-simón para una carrera, o unas horas, pretendías que yo te amase, que me pusiera flaca y ojerosa y lánguida por ti. ¡Pero qué tonto eres, qué cosas tiene mi maestro!

-Si no recuerdo mal -dijo Ibero, más desconcertado por la certeza lógica de la que fue su amante-, te manifesté que tenía un compromiso antiguo, serio... Pero Catalá no se encontraba en ese caso: Catalá no estaba ni está ligado a otra mujer por una cadena espiritual, y tenía, por tanto, derecho a tu amor.

-El amor no es cosa que se reclama por derecho. Se inspira sabiéndolo inspirar, se siente cuando se siente; pero no pueden venir alcaldes y alguaciles a decirle a una: «pague usted el amor que debe». Manuel Catalá será todo lo bueno que tú quieras; pero su carácter violento y sus celos furibundos no son para enamorar a nadie... Luego, hijo mío, si quieres que te lo diga todo, yo... vamos, soy algo ambiciosa...

-El materialismo es tu locura y será tu perdición. ¿Qué entiendes por bienes de la vida? ¿Das este nombre a lo que puede adquirirse con dinero?

-Dime una cosa, Santiago: ¿por qué te has batido tú, por qué has pasado tantas fatigas y trabajos en la guerra? ¿Lo has hecho por quedarte siempre de soldado raso? ¿No soñabas tú con ascensos, con ser lo que eres, más aún, brigadier, general? Claro; ahora que has ascendido dirás que no, que lo hacías todo por la gloria, ¡angelito!

-¿Y qué tiene que ver la carrera militar con esa carrera tuya, despeñadero del vicio? ¿Adónde vas tú? ¿Qué quieres? ¿Riquezas, posición? Aquí no hay eso para las mujeres que se salen del camino derecho. Somos, gracias a Dios, un pueblo muy morigerado, un pueblo virtuoso...

-No era mala virtud la que me predicabas tú cuando...

-No te burles... -gritó Ibero, que enrojecía del calor de la discusión-. Lo que yo afirmo, y no puedes desmentirme, es que aquí no hay posiciones ni riquezas para las mujeres que descarrilan. En Francia sí lo hay; pero esa es una moda que no ha de venir.

-Yo no traigo modas, Santiago, las traéis vosotros, los que hacéis las guerras, los que hacéis las revoluciones, los que perseguidos emigráis y luego venís diciéndonos que aquí somos salvajes, que no hacemos más que rezar, y que España está infestada de clérigos; tú lo has dicho, tú... y que las mujeres apenas sabemos leer y escribir, y no tenemos el aquel de las extranjeras, ni la coquetería extranjera, ni la finura extranjera... Con que yo no traigo modas, ¿sabes?

-Ni yo. Lo que haré contigo -dijo Ibero, sospechando que Rafaela manifestaba tan sólo la parte menos interesante de su ser, que en su alma había un doble fondo, en el cual no era fácil penetrar-, lo que yo haré contigo es cortarte los vuelos, no dejarte correr con la velocidad que quieres tomar.

-¿Y qué harás para cortarme los vuelos? -dijo Rafaela con altanería desdeñosa-, ¿amarrarme a Catalá?

-Amarrarte, no: convencerte de que debes ser benigna para él, de que debes limitarte a su amistad, sin buscar otras.

-¿Y si no me dejo convencer?

-En ese caso, emplearé otros medios, pues por el estado en que se encuentra el pobre Manuel preveo una tragedia, y no quiero tragedias en ti ni en tu casa. No lo hago sólo por ti, lo hago principalmente por tu padre.


Y encrespándose y tomando bríos, como quien siente muy sólido el terreno que pisa, se levantó, y con arrogante ademán continuó el vapuleo: «Que no te escapas, Rafaela, que no tienes salida. Tú a que has de ser mala, y yo a que no. Tú a caminar torcida, y yo a cogerte y a llevarte derechita. ¿No quieres de grado? Pues a la fuerza. Soy muy bruto: tú lo has dicho, y ahora vas a verlo...».

-Veamos, pues -dijo la infortunada fingiéndose asustadica-. Lo primero que me manda mi sátrapa es que haga buenas migas con Manuel.

-Que le guardes fidelidad, que seas suya y sólo suya... Después... no, no, antes o al mismo tiempo, que despidas, quitándole toda esperanza, a ese D. Federico Nieto... Eso has de hacerlo prontito, Rafaela, porque si no, yo, yo me encargo de romperle el espinazo al Don Frenético, para que no te trastorne más. Si hay materialismo de por medio, y lo habrá, porque ese caballero es rico, no me importa. Él y su dinero van rodando... Créelo como te lo digo... Con que ya ves cómo las gasto. Me he propuesto que seas buena, y lo serás, vaya si lo serás. Y para que te convenzas de la energía, de la honradez de mi resolución, te diré que me constituyo en tu hermano. Con el esposo perdido, el padre ausente, ¿qué sería de la pobrecita Rafaela si ahora no tuviese el amparo de un hermanote muy bruto, muy leal, muy honrado?... ¡Ay!, honrado no fui, ahora lo soy, y derecha has de andar, mal que te pese, porque yo, con la voz de tu padre y la mía juntas, te digo: «¡Rafaela, cuidado; Rafaela, que soy tu hermano, y como tal te dirijo, te castigo, y si es preciso... te mato!».

-¡Matarme! -exclamó la Perita en dulce abstrayéndose, balanceando su pensamiento en vaguedades recónditas, lejanas-. Puede que esa fuera le mejor corrección.

-Lo dicho... Ya me conoces. No gasto palabras ociosas. Desde hoy, ten en cuenta que te vigilo, que no darás un paso sin que yo lo sepa... Por mucho que te recates, por grande que sea tu habilidad para escabullirte, no te librarás de mi vigilancia... Mucho ojo, señora Doña Rafaela del Milagro.

-¡Vaya por Dios!... ¡Qué hermanito tan fiero! ¿Y me libraré de la tragedia queriendo a Catalá?

-Queriendo a Catalá, que bien lo merece el pobre; a él solo, solo... Adiós... Ya es hora de comer. Hasta mañana.

Salió dejándola más meditabunda que asustada, y en el pasillo se encontró a María Luisa, que había oído lo más substancial de la conferencia, agazapadita tras la vidriera de la alcoba, y no quiso dejarle partir sin expresarle su entusiasmo y gratitud por la buena obra. No estimando discreto el hablar del caso donde Rafaela pudiese oírla, se contentó con besar las manos del valiente y generoso amigo de la casa.