Memorias de Lord Thomas Cochrane/Capítulo 1

Propóneseme tomar el mando de la marina chilena; Llegada a Valparaíso; Primera expedición al Perú; Ataque contra los buques españoles en el Callao; Partida para Huacho; Presa de convoyes de dinero españoles; Toma de Paita; Regreso a Valparaíso para reorganizar la escuadra; Ofrezco ceder en favor de la república mi premio de presas; Rehúsa este ofrecimiento el Supremo Director; Congratulaciones públicas.

En el año de 1817, D. José Álvarez, agente acreditado del Gobierno de Chile, no reconocido aún por las potencias eu­ropeas, me propuso encargarme de organizar en aquel país una fuerza naval capaz de hacer frente a los españoles, quie­nes a pesar de la feliz sublevación de los chilenos por parte de tierra, eran aún señores de las aguas del Pacífico.

Hallándome a la sazón desposeído de mi empleo, por habérseme injustamente expulsado del servicio naval britá­nico, a efecto de las maquinaciones del poderoso partido po­lítico que yo había agraviado, y viendo los grandes esfuerzos que hacía Chile para crearse una Marina, en ayuda de la cual se había comenzado a construir un vapor de guerra en los astilleros de Londres, acepté la propuesta, obligándome a cuidar de su construcción y equipo y conducirle a Valparaíso cuando estuviese concluido.

Mientras tanto, Álvarez recibió órdenes de su Gobierno para que, en caso de que hubiesen sido aceptadas sus propo­siciones, no perdiese yo tiempo en partir, pues era crítica la posición de Chile, estando los españoles amenazando por mar a Valparaíso, y en posesión del continente desde Concepción a Chiloé, en donde estaban organizando las hordas salvajes de indios para llevar la desolación a las provincias nueva­mente emancipadas. También se habían recibido partes fide­dignos de que la Corte de Madrid hacía grandes esfuerzos para recobrar sus posesiones perdidas, despachando un pode­roso refuerzo a su escuadra del Pacífico, contra la que no estaban en condición de poder luchar los buques de guerra chilenos, en el estado en que se encontraban.

Por lo tanto, Álvarez me rogó no aguardase al vapor, y que al punto me embarcase para Chile en el buque mercan­te Rosa, que estaba entonces en vísperas de partir. Sabiendo que todo el Perú se hallaba en poder de los españoles y que también poseían a Valdivia, el puerto más fortificado en la parte del Sur, de cuyos parajes sería muy difícil desalojarlos luego que hubiesen llegado los refuerzos anunciados, me em­barqué sin dilación, y el 28 de noviembre de 1818 salté a tierra en Valparaíso, acompañado de mi esposa y nuestros dos hijos.

Entusiasta fue la recepción que nos hicieron las autori­dades y el público, viniendo desde Santiago, capital del Go­bierno, el general O’Higgins, supremo director, a darnos la bienvenida. Este excelente varón era hijo de un caballero irlandés de categoría en el servicio español, habiendo ocupado el importante cargo de virrey del Perú. El hijo, sin em­bargo, se había unido a los patriotas, y mientras mandaba como segundo, no tardó en causar una completa derrota a los españoles en el interior, en recompensa de cuyo servicio la gratitud nacional le había elevado al Supremo Directorio.

Celebráronse en Valparaíso diversidad de fiestas en ho­nor de nuestra llegada, las que se repitieron en la distante capital adonde insistió en llevarnos el supremo director, hasta que por fin tuve que recordar a su excelencia que nuestro objeto era más bien batirnos que divertirnos. Con todo eso, nuestra recepción me dio una tan alta idea de la hospitalidad chilena, que, angustiado como me había visto a causa de la infame persecución que me arrancara de la Marina británica, me decidí a adoptar a Chile por mi futura patria; esta deci­sión, empero, no fue más que una confirmación del prover­bio El hombre propone y Dios dispone.

La escuadra chilena acababa de regresar de una feliz campaña, habiendo su jefe, el intrépido almirante Blanco Encalada, capturado una magnífica fragata española de 50 cañones, la María Isabel, en la bahía de Talcahuano.

La escuadra constaba de esta mencionada fragata, que se llamó O’Higgins, en honor del supremo director; el San Martín, de 56 cañones, antiguamente el Cumberland, buque de Indias, comprado para el servicio; el Lautaro, de 44 caño­nes, barco indiano, también comprado; el Galvarino, de 18, que había sido poco antes la corbeta de guerra inglesa Hecate; el Chacabuco, de 20, y el Araucano, de 16; fuerza que, aunque imperfecta en su organización y equipo, hacía mucho honor a la energía de un pueblo recientemente emancipado.

A poco de mi llegada se expidió una orden en virtud de la cual se me confería el título de vicealmirante de Chile, al­mirante y comandante en jefe de las fuerzas navales de la República. El almirante Blanco me cedió con liberalidad patriótica su puesto, bien que su reciente acción heroica le diese derecho a conservarle, haciéndome además el obsequio de anunciar en persona a las tripulaciones de los buques, el cambio que acababa de efectuarse.

Mi llegada fue mirada por los capitanes de la escuadra con grande emulación, tanto más cuanto que había llevado conmigo de Inglaterra oficiales en quienes podía poner ciega confianza. Referiré lo que hicieron dos comandantes chile­nos, los capitanes Guise y Spry, que acababan de llegar de Inglaterra con el Hecate, que habían comprado de la Marina británica para una especulación. El Gobierno de Buenos Ai­res, habiéndose rehusado a comprárselo lo trajeron a Chile, cuyo Gobierno la tomó, recibiendo en su servicio a sus anterio­res dueños. Estos oficiales, en unión con un norteamericano, el capitán Worcester, prepararon una cábala, teniendo por objeto el establecer un mando dividido entre mí y el almi­rante Blanco, o, como ellos le llamaban, "dos jefes de escua­dra y no Cochrane”. Viendo que aquél no se prestaba a esta maniobra, persuadieron a uno o dos de los ministros inferiores, cuya suspicacia no era difícil, despertar, que era peligroso y en descrédito de un gobierno republicano el permitir que un noble y extranjero mandara su Marina, y aun lo era más el consentirle retuviera su título. Su objeto era poner a la cabeza del mando al almirante Blanco y hacerme a mí su segundo; por medio de esta combinación, como aquél no estaba acostumbrado a manejar marinos ingleses, esperaban dominarlo a su placer. El almirante Blanco, sin embargo, insistió en cambiar nuestras posiciones respectivas, ofreciéndo­se a servir como segundo, a cuyo arreglo asentí gustoso. No merecería la pena el mencionar esta insignificante disputa si no fuese por lo que ha influido en sucesos ulteriores, así co­mo también por ofrecerme la oportunidad de conferir un testimonio lisonjero al patriótico desinterés del almirante Blanco, que es aún hoy día una de las más ilustres glorias que adornan a la República que tan eminentemente contribuyó a establecer.

El 22 de diciembre se enarboló mi bandera a bordo del O’Higgins, usando en seguida de la mayor prontitud para aprestar la escuadra y salir a la mar. Anheloso de evitar tar­danza me hice a la vela el 16 de enero con sólo los cuatro buques siguientes: O’Higgins, San Martín, Lautaro y Chacabuco, dejando al almirante Blanco para que siguiese con el Galvarino, Araucano y Pueyrredón. Habiendo estallado un motín a bordo de la Chacabuco, fue preciso entrar a Coquim­bo, en donde, después de desembarcar a los cabecillas de la sedición y haberles formado causa, se les castigó.

Al hacer rumbo a lo largo de la costa se nos informó que el Antonio estaba a punto de salir del Callao para Cádiz, con una suma considerable de dinero; así que, esperando in­terceptarlo, estuvimos cruzando hasta el 21 de febrero a una distancia suficiente para no ser vistos desde el puerto. Mas como no apareciese, hiciéronse preparativos para llevar a efecto el plan que yo había formado de atacar a los buques españoles durante el Carnaval, cuando en el colmo de aque­llos regocijos, debía razonablemente esperarse tuviesen menos vigilancia de lo ordinario. Nos habíamos asegurado de ante­mano de que la fuerza naval que había en el puerto se com­ponía de las fragatas Esmeralda y Venganza, una corbeta, tres bergantines de guerra, una goleta, veintiocho lanchas cañone­ras y seis buques mercantes armados de grueso calibre, estan­do todos juntos amarrados al pie de las baterías, en donde había 350 cañones montados, según constaba por un docu­mento oficial de su armamento.

El hacer un ataque directo con la pequeña fuerza que teníamos parecía, sin embargo, una cosa que por de pronto no debía ensayarse; pero formé en su lugar el designio de apoderarnos de las fragatas durante el Carnaval, que concluía el 23. Sabiendo se esperaban de día en día en el Callao dos buques de guerra norteamericanos, determinamos entrasen el O’Higgins y el Lautaro con pabellón americano, dejando al San Martín fuera de vista, detrás de San Lorenzo, y si salía bien la estratagema, fingir se iba a enviar un bote a tierra con despachos, y al mismo tiempo arrojarse de repente sobre las fragatas y cortarlas. Desgraciadamente, se levantó una de aquellas densas nieblas tan frecuentes en las costas del Perú, causando se separase el Lautaro, y no se incorporase a la almiranta hasta cuatro días después, cuando el Carnaval ya había pasado, lo que hizo malograr nuestro plan.

La niebla, que bajo el clima del Perú con frecuencia per­severa por mucho tiempo, duró hasta el 29, día en que, oyen­do un vivo cañoneo y creyendo que uno de los buques se estaba batiendo con el enemigo, me mantuve con mi buque en la bahía; los otros, creyendo lo mismo, se dirigieron hacia donde venía el fuego, y al disiparse por un instante la niebla nos descubrimos mutuamente y a una vela extraña cerca de nosotros, la cual, siendo hecha prisionera por la almiranta, resultó ser una lancha cañonera española con un teniente y veinte hombres, quienes nos dijeron, al caer en nuestro po­der, que aquel fuego eran salvas de artillería en honor del virrey que había ido aquella mañana a pasar revista de las baterías y embarcaciones, y se hallaba a bordo del bergantín de guerra Pezuela, que habíamos visto hacer fuerza de vela en dirección a las baterías.

El haberse otra vez cubierto de niebla me sugirió la posi­bilidad de un ataque directo, el cual si no salía del todo bien, daría a lo menos a los españoles tal idea de lo muy determi­nadas que eran nuestras intenciones, que les haría mirar con respeto a la escuadra chilena, y tal vez les induciría a no en­viar sus buques a proteger su comercio; en cuyo caso un blo­queo nos evitaría la necesidad de diseminar nuestras peque­ñas fuerzas para irles en persecución, suponiendo que se de­terminasen a salir a la mar.

En consecuencia, continuando bajo el disfraz de la ban­dera americana, se dirigieron hacia las baterías el O’Higgins y el Lautaro, que por poco no encallaron a causa de la niebla. Pero el virrey, que había sin duda presenciado la captura de la cañonera, estaba preparado para recibirnos con la guarni­ción sobre las armas y las tripulaciones de los buques de guerra en sus cuadras. A pesar de la gran desigualdad me decidí a atacar, porque el retirarnos sin disparar un solo tiro podía producir en el ánimo de los españoles un efecto contrario al que se esperaba, teniendo suficiente experiencia en cosas de guerra para saber que el efecto moral, aunque sea el resultado de un cierto grado de temeridad, no deja a veces de suplir el lugar de una fuerza superior.

Como el viento comenzase a calmar, no me aventuré a hacer que la almiranta y el Lautaro se atracasen al costado de las fragatas españolas, como había pensado en un princi­pio, sino que amarré una codera sobre nuestros cables al través de las embarcaciones, las cuales formaban una media luna de dos líneas, estando la última fila dispuesta de manera a cubrir los intersticios de los buques de la fila de enfrente. Sobreviniendo una calma muerta, estuvimos durante dos lia­ras expuestos a un fuego terrible de las baterías, además del que nos hacían las fragatas, los bergantines Pezuela y Maipú y siete u ocho lanchas cañoneras; sin embargo, nuestro fuego había apagado el del ángulo Norte de uno de los principales fuertes.

Habiéndose levantado de repente una brisa, levamos el áncora y estuvimos yendo y viniendo enfrente de las baterías, respondiendo a su fuego; mas como el capitán Guise, que mandaba el Lautaro, cayese gravemente herido, su buque se largó, no volviendo más a entrar en línea. El San Martín y la Chacabuco, sea por falta de viento o por dudar del resultado, nunca llegaron a ponerse a tiro de bala, quedándose así la almiranta sola para continuar la acción; pero como esto era inútil faltando la cooperación de los otros buques, me vi obligado de mala gana a abandonar el ataque, retirándome a la isla de San Lorenzo, distante de los fuertes, cosa de unas tres millas, no atreviéndose los españoles a perseguirnos, aunque sus fuerzas, independientemente de las lanchas cañoneras, eran casi el cuádruplo de las nuestras.

Las fuerzas navales que los españoles tenían presentes eran las siguientes:

Fragatas:

Esmeralda .44 cañones. Venganza

42 cañones.

Sebastiana

28 cañones.

Bergantines: Maipú

18 cañones.

Pezuela

22 cañones.

Potrillo

18 cañones.

y otro, nombre no conocido

18 cañones.

Goletas: Una, nombre desconocido

Una pieza larga de a 24 y 20 culebrinas.

Buques mercantes armados: Resolución

36 cañones.

Cleopatra

28 cañones.

La Focha

20 cañones.

Guarmey

18 cañones.

Fernando

26 cañones.

San Antonio

18 cañones..

Total: catorce buques; diez de los cuales estaban listos para la mar, y veintisiete lanchas cañoneras.

En esta acción por poco ha escapado la vida de mi hijo. Como esta ocurrencia ha sido contada con alguna in­exactitud por algunos escritores chilenos, referiré aquí lo que pasó.

Al comenzarse el fuego había colocado al niño en mi antecámara, cerrándola con llave; mas no gustándole la re­clusión, se amañó de modo a salir por la ventana de los jar­dines de popa y vino a encontrarme, sin querer volverse abajo. Como no podía ocuparme de él, le permití quedarse, y ves­tido de uniforme en miniatura de guardiamarina, que le ha­bían hecho los marineros, se puso a dar pólvora a los artilleros.

Estando en esta ocupación, una bala rasa se llevó la ca­beza de un marino que estaba junto a él, salpicándole la cara con los sesos de aquel infeliz. Recobrando al punto su serenidad (no con pequeño alivio mío, pues estaba parali­zado de agonía creyendo le habían muerto), corrió a encontrarme, exclamando: “No me han herido, papá; la bala no me ha tocado; Juanillo dice que no se ha hecho la bala para matar al niño de mamá”. Mandé que le bajaran; pero resis­tiéndose con todas sus fuerzas, hubo al fin que permitirle se quedase sobre cubierta durante la acción.

Nuestra pérdida en esta refriega fue insignificante si con­sideramos que nos hallábamos bajo el fuego de más de dos­cientos cañones; pero nos habíamos colocado de manera a tener las fragatas enemigas entre nosotros y los fuertes; así es que los proyectiles que éstos nos lanzaban sólo tocaban en los aparejos, que quedaron considerablemente maltrata­dos.

Como hacía niebla al comenzar la acción, imagináronse los españoles que todos los buques de guerra chilenos se en­contraban en ella, y no les sorprendió poco, luego que el tiempo aclaró, el ver que su solo oponente era su propia fragata, la antigua María Isabel. Fue tanto lo que este des­cubrimiento les desalentó, que tan pronto como pudieron después de la acción desaparejaron sus buques de guerra, for­mando con los masteleros y berlingas una doble cadena colo­cada al través del surgidero para impedir la entrada.

Los españoles ignoraban entonces que era yo quien man­daba la escuadra chilena; pero luego que lo supieron me confirieron el título poco lisonjero de El Diablo, con el cual se me conocía después entre ellos. El epíteto habría sido más apropiado si me hubieran ayudado mejor los otros buques.

Al día siguiente, habiendo reparado nuestros daños, vol­vieron a entrar la almiranta y el Lautaro y comenzaron un fuego destructivo sobre las cañoneras españolas; los buques neutrales que había en el puerto se retiraron fuera de tiro de bala. Como las lanchas cañoneras fuesen a colocarse más cerca de las baterías, adonde sólo podíamos hacerles poco da­ño, recibiendo nosotros mucho más del fuego de las forta­lezas, nos contentamos con esta demostración.

El día 2 de Marzo despaché al capitán Foster con la cañonera española capturada, las lanchas del O'Higgins y del Lautaro, para que se apoderase de la isla de San Lorenzo, en donde se presentó a la vista un vil dechado de cruel­dad española en treinta y siete soldados chilenos hechos pri­sioneros hacía ocho años. Aquellos infelices habían estado todo ese tiempo obligados a trabajar con cadena, bajo la vi­gilancia de una guardia militar, que ahora se hallaba prisionera a su vez; el sitio en que durmieron durante este período era un sotechado lleno de inmundicias, en donde cada noche se les encadenaba de una pierna a una barra de hierro. La alegría que aquellos desgraciados tuvieron al recobrar su li­bertad, contra toda esperanza, con dificultad puede conce­birse.

Estos patriotas libertados y los españoles prisioneros me dijeron haber en Lima gran número de oficiales y marine­ros chilenos en una condición todavía más lastimosa, habien­do los grillos de sus piernas carcomido la carne de los tobi­llos hasta el hueso, y que a su comandante, por un exceso de crueldad, hacía más de un año le tenían condenado a muerte por rebelde. En vista de esto envié un parlamentario al vi­rrey, don Joaquín de la Pezuela, pidiéndole permitiese a los prisioneros volverse al seno de sus familias, en cambio de los españoles prisioneros que había a bordo de la escuadra y en Chile, los que eran muy numerosos y estaban comparativa­mente bien tratados. El virrey denegó la acusación de mal tratamiento, alegando tenía derecho de tratar a los prisione­ros como a piratas si así lo creyese oportuno, rearguyendo que después de la batalla de Maipo, el general San Martín había tratado de espía al comisionado español, y repetidas veces amenazándole con la muerte. El canje de prisioneros fue descortésmente rehusado, concluyendo el virrey su respuesta con manifestar sorpresa de que un noble inglés mandase las fuerzas marítimas de un Gobierno “que ningún país del globo había reconocido”. A esta última observación creí de mi deber responderle que “un noble británico era un hom­bre libre, teniendo, por lo tanto, derecho de adoptar a cual­quier país que se esforzare en restablecer las prerrogativas de la humanidad ultrajada, y que por esto había abrazado la causa de Chile con el mismo libre arbitrio que había ejer­cido cuando rehusé el ofrecimiento que me había hecho, po­co hacía, el embajador español en Londres del empleo de almirante de España”. Este ofrecimiento me lo hizo el du­que de San Carlos en nombre de Fernando VII.

Siendo nuestros medios verdaderamente inadecuados pa­ra dar un ataque decisivo contra los buques de guerra españoles, resolví ensayar el efecto de un brulote, con cuyo objeto establecí un laboratorio en la isla de San Lorenzo, bajo la dirección del mayor Miller, comandante de Marina. Pero mientras se hallaba desempeñando este cometido, una explo­sión casual tuvo lugar, quemando gravemente a aquel hábil y esforzado oficial y privándonos de sus servicios en esta oca­sión.

El 22 de Marzo, hallándose concluidos nuestros prepa­rativos, nos dirigimos de nuevo hacia las baterías, pasando la almiranta muy cerca del fuego combinado de los fuertes y embarcaciones, a fin de distraer la atención del enemigo y de que no apercibiera el brulote, el cual habíamos dejado ir a merced de las olas con dirección a las fragatas; pero cuando estaba a distancia de ellas como cosa de un tiro de fusil vino desgraciadamente una bala rasa y lo echó a pique, frustrán­dose así nuestro objeto. El San Martín y el Lautaro hallában­se muy atrás, y no hubo más remedio que hacer cesar todo ataque, abandonando el brulote a su suerte.

Como otras tentativas, con la escasez que teníamos de recursos, no hubiesen producido más que inútiles demostra­ciones, y como los buques estuviesen faltos de agua y provi­siones, nos vimos en la necesidad de retirarnos a Huacho, de­jando a la Chacabuco para observar los movimientos del ene­migo.

Los habitantes de Huacho [1], que estaban bien dis­puestos a prestar su concurso en favor de la emancipación del Perú, nos franquearon toda clase de auxilio para abas­tecer de agua y víveres nuestros buques, por lo que el co­mandante de armas Cevallos mandó fusilar a dos personas influyentes que se habían señalado en ayudarnos, y castigó severamente a otras, embargando al propio tiempo nuestros cascos de agua y enviándome un insolente cartel, en vista de lo cual mandé desembarcar una partida de hombres, que pusieron en fuga a la guarnición; el oficial que la mandaba, empero, dejó de perseguirla por motivo de haber oído un cañoneo que él tomó por un encuentro con un enemigo re­cién llegado, pero que sólo eran salvas que se hacían por la llegada del almirante Blanco con el Galvarino y Pueyrredón.

Todo cuanto se halló perteneciente al Gobierno en la aduana española fue apresado.

Habiéndonos informado voluntariamente los habitantes de Huacho de que una gran cantidad de dinero pertenecien­te a la Compañía de Filipinas había sido conducida, para mayor seguridad, a bordo de una embarcación que había en el río Barranca, al punto fue registrada y el tesoro transpor­tado a la almiranta.

Dejando al almirante Blanco en Huacho con el San Mar­tín y el Pueyrredón, el 4 de Abril navegamos para Supe con el O’Higgins y el Galvarino, habiendo sabido de antemano que una suma de dinero para pagar a las tropas españolas estaba en camino de Lima para Huanchaco; al día siguiente se desembarcó un destacamento de marinos en Pativilca [2] los cuales se apoderaron del caudal, que ascendía a 70.000 pe­sos, juntamente con una porción de municiones. El 8, te­niendo aviso que la Compañía de Filipinas había embarca­do otro tesoro a bordo del bergantín francés Gazelle, surto en Huanchaco, nos dimos a la vela para aquel paraje, y el 10 fueron a. registrarlo los marinos del O’Higgins y se traje­ron otra cantidad de 60.000 pesos.

El medio que yo tenía para apoderarme de éstos y otros convoyes de dinero perteneciente a los españoles era el pa­gar largamente la confidencia que me traían los habitantes relativa a su transmisión, facilitándome así los medios de aprehender aquél aun cuando fuese en lo interior del país. Y como después el Gobierno chileno rehusara acordarme “fondos de servicio reservado”, tuve que hacer esos desem­bolsos a mis expensas.

Era también mi objeto el granjearme la amistad del pue­blo peruano, usando hacia él de medios conciliadores y po­niendo el más escrupuloso cuidado en que se respetara su propiedad, no cogiéndose ninguna que no fuese española. De este modo inspiraba confianza, y el descontento universal que causaba la dominación colonial española bien pronto se cambió en un ardiente deseo de emanciparse de ella. A no haber sido por esta buena inteligencia con los habitantes, con dificultad me habría arriesgado a destacar gente a lo le­jos para operar en el país, como después sucedió, informán­dose fielmente aquéllos de cada movimiento del enemigo.

El 13 llegamos a Paita, en donde habían establecido guar­nición los españoles. Aquí también se envió a tierra una par­tida, a cuya vista abandonaron el fuerte los enemigos, co­giéndoseles cantidad de cañones de bronce, aguardiente y pertrechos de guerra.

Algunos marineros, en contravención a las más estrictas órdenes, robaron varios ornamentos costosos de Iglesia; pero tan luego como me dieron parte las autoridades, mandé res­tituirlos, castigando a los delincuentes y dando al propio tiempo mil pesos a los sacerdotes para que repararan el daño causado en sus iglesias; este acto, aunque estaba lejos de atraernos al clero, que veía con zozobra el triunfo de los chi­lenos, aumentó nuestra popularidad entre los habitantes. El ver abstenemos así del pillaje era casi incomprensible para un pueblo que tenía dura experiencia de la rapacidad española, en tanto que los indisciplinados chilenos, quienes formaban la mayor parte de la escuadra, podían apenas conce­bir se les coartasen sus propensiones al robo.

El 5 de Mayo, me adelanté solo con la almiranta a reconocer el Callao, habiendo sabido que las fragatas españolas hicieron huir cerca del puerto a la Chacabuco y Puey­rredón, Hallando que aquéllas estaban otra vez amarradas al abrigo de las baterías, nos volvimos a Supe [3]; convencidos de que nuestra anterior visita al Callao había tenido la eficacia de disuadirlas de salir a la mar a proteger sus cos­tas, siendo ciertamente ésta la principal razón que me indujo a dar ataques, que vista nuestra pequeña fuerza no podían producir otro mejor resultado; pero esto sólo era una ventaja ganada, pues nos ponía en caso de comunicar libremente con los habitantes de la costa y de averiguar su sentir, el que, a causa de nuestra moderación no menos que por ser due­ños de la mar, estaba casi unánime en cooperar con Chile a su emancipación.

La proclama siguiente produjo el mejor efecto, tanto en Lima como en la costa:

"¡Compatriotas! Los repetidos ecos de libertad que reso­naron en la América del Sur fueron oídos con placer por do­quiera en la esclarecida Europa, y muy especialmente en la Gran Bretaña, en donde, no pudiendo yo resistir al deseo de unirme a esa causa, determiné tomar parte en ella. La Repú­blica de Chile me ha confiado el mando de sus fuerzas navales. A ella corresponde el cimentar la soberanía del Pacífico. Con su cooperación serán rotas vuestras cadenas. No lo du­déis: próximo está el día en que, derrocado el despotismo y la condición degradante en que yacéis sumidos, seréis eleva­dos al rango de una nación libre, al cual naturalmente os llama vuestra posición geográfica y el curso de los aconte­cimientos.
Pero debéis coadyuvar a la realización de este objeto arrostrando todo peligro, en la firme inteligencia de que ten­dréis el más eficaz apoyo del Gobierno de Chile y de vuestro amigo, Cochrane".

Esta proclama fue acompañada con otra del Gobierno chileno manifestando la sinceridad de sus intenciones; de manera que todo esto combinado hizo que por todas partes se nos recibiera como a libertadores.

El 8 nos volvimos a Supe y, como se nos dijera haber en sus inmediaciones una fuerza española, se hizo desembar­car, a pesar de una fuerte resaca, a un destacamento de ma­rinos, quienes saltaron a tierra después de anochecer, con objeto de sorprenderla. Pero el enemigo estaba vigilante, y a la mañana siguiente nuestra pequeña fuerza cayó en una emboscada que le hubiere sido fatal si no fuera por la pres­teza con que el mayor Miller, que mandaba los marinos, for­mó su gente, la que, atacando a su vez, pronto hizo correr al enemigo a la punta de la bayoneta, cogiéndole su bandera y la mayor parte de sus armas. El 13 llegó de Lima un desta­camento de tropas españolas al mando del comandante Camba, quien a pesar de la superioridad de su número, no se atrevió a atacar a nuestra pequeña fuerza, la que se retiró a los buques con una porción de ganado cogido a los españo­les; Camba escribió después al virrey una famosa descripción, en que le daba parte de haber “arrojado al enemigo a la mar”, por lo que al punto recibió un ascenso.

Sin entrar en mayores detalles acerca de las visitas que hicimos a otros puntos de la costa, en donde también cogi­mos provisiones y otros pertrechos militares, etc., pues era mi costumbre obligar a los españoles a suplirnos con todo lo que necesitaba la escuadra, no tomando nunca nada de los natu­rales sin ser pagado, resolví, puesto que nuestros medios eran claramente insuficientes a nuestro objeto principal, volvernos a Valparaíso, a fin de organizar una fuerza más efectiva; y el 16 de junio llegué a aquel puerto, en donde encontré al almi­rante Blanco con el San Martín y la Chacabuco, habiéndose visto obligado a levantar el bloqueo del Callao por falta de provisiones; paso que desagradó muchísimo al Gobierno, que era quien, con mayor razón, debía censurar su propia negli­gencia o falta de previsión al no proveerles de lo necesario.

Los objetos de la primera expedición se habían realizado plenamente, a saber: el hacer reconocimiento con la mira de operaciones futuras, cuando la escuadra estuviese en buena condición; pero más especialmente para asegurarnos de las inclinaciones de los peruanos respecto a si deseaban emanci­parse, lo que era de la mayor importancia para Chile, pues éste estaba obligado a mantener una perpetua vigilancia, a fin de conservar sus libertades recientemente adquiridas, mientras los españoles poseyesen tranquilamente el Perú. Hacia el logro de aquellos objetos se añadía el haber obli­gado a las fuerzas navales españolas a mantenerse tranquilas al abrigo de sus fuertes, el derrotar sus fuerzas militares en dondequiera que se les encontraba y el capturar sumas no poco considerables de dinero.

Estaba, sin embargo, convencido de que el sistema pasivo o de defensa adoptado por los españoles en el Callao, haría fuese empresa de gran dificultad el acercarse a ellos sin otros medios más eficaces que los cañones de los buques, los cuales eran muy inferiores en número a los que el enemigo tenía en las fortalezas y embarcaciones combinadas, en tanto que su experiencia en el manejo de la artillería era mayor que el de nuestras tripulaciones. Como viniese a revistar la escuadra el supremo director, le dirigí el 21 de junio una carta mani­festándole, temía que los recursos del Gobierno fuesen muy limitados y que cedería gustoso para subvenir a las exigencias de la República, mi parte de premio de las presas hechas durante nuestro reciente corso, con tal que se emplease en manufacturar cohetes a la Congreve. Este ofrecimiento fue rehusado, felicitándoseme de parte del supremo director por las ventajas ya obtenidas en haber obligado a los españoles “a encerrarse ignominiosamente en su puerto, a pesar de su superioridad numérica”.

También me presentó el pueblo una profusión de expo­siciones llenas de cumplimiento, y en el Instituto Nacional de la capital se pronunció en público un panegírico enco­miando los servicios prestados; pero como esto no es más que una recapitulación de lo que llevo dicho, me abstendré de repetirlo aquí. Baste decir que el pueblo no estaba poco contento con los hechos patentes, pues no hacía aún ocho meses que sus puertos estaban bloqueados y ahora podían acometer al enemigo en su mejor fortaleza, que hasta enton­ces españoles y chilenos habían creído inexpugnable; con sólo cuatro buques que teníamos se había obligado al virrey espa­ñol a encerrarse en su capital, interceptando por mar y tierra sus convoyes, en tanto que sus buques de guerra no se atre­vían a abandonar el abrigo de las baterías del Callao.

La manufactura de los cohetes iba ahora adelante bajo la dirección del señor Goldsack, distinguido ingeniero, a quien se había contratado en Inglaterra con este objeto. Por una economía mal entendida se asignó a los prisioneros espa­ñoles el trabajo de hacer y cargar aquéllos, cuyo resultado más adelante se verá.

Dos meses se consumieron en éste y otros preparativos, durante cuyo tiempo se añadió a la escuadra una corbeta construida en América, que el supremo director llamó La Independencia.


[1]Huacho: puerto pequeño, al norte de Lima, muy cercano a ella.

[2]Pativilca: un poco más al norte de Huacho.

[3]Supe: puerto y pueblo, dos poblaciones distintas, entre Huacho y Pativilca. Pertenece al departamento de Lima, provincia de Chancay.