Marianela
de Benito Pérez Galdós
Capítulo XXI

Capítulo XXI

Los ojos matan


La habitación destinada a Florentina en Aldeacorba era la más alegre de la casa. Nadie había vivido en ella desde la muerte de la señora de Penáguilas; pero D. Francisco, creyendo a su sobrina digna de alojarse allí, arregló la estancia con pulcritud y ciertos primores elegantes que no se conocían en vida de su esposa. Daba el balcón al Mediodía y a la huerta, por lo cual la estancia hallábase diariamente inundada de gratos olores y de luz, y alegrada por el armonioso charlar de los pájaros. Florentina, en los pocos días de su residencia allí, había dado a la habitación el molde, digámoslo así, de su persona. Diversas cosas y partes de aquella daban a entender la clase de mujer que allí vivía, así como el nido da a conocer el ave. Si hay personas que de un palacio hacen un infierno, hay otras que para convertir una choza en palacio no tienen más que meterse en ella.

Era aquel día tempestuoso (y decimos aquel día, porque no sabemos qué día era: sólo sabemos que era un día). Había llovido toda la mañana. Después había aclarado el cielo, y por último, sobre la atmósfera húmeda y blanca apareció majestuoso un arco iris. El inmenso arco apoyaba uno de sus pies en los cerros de Ficóbriga, junto al mar, y el otro en el bosque de Saldeoro. Soberanamente hermoso en su sencillez, era tal que a nada puede compararse, como no sea a la representación absoluta y esencial de la forma. Es un arco iris como el resumen, o mejor dicho, principio y fin de todo lo visible.

En la habitación estaba Florentina, no ensartando perlas ni bordando rasos con menudos hilos de oro, sino cortando un vestido con patrones hechos de Imparciales y otros periódicos. Hallábase en el suelo, en postura semejante a la que toman los chicos revoltosos cuando están jugando, y ora sentada sobre sus pies, ora de rodillas, no daba paz a las tijeras. A su lado había un montón de pedazos de lana, percal, madapolán y otras telas que aquella mañana había hecho traer a toda prisa de Villamojada, y corta por aquí, recorta por allá, Florentina hacía mangas, faldas y cuerpos. No eran un modelo de corte, ni había que fiar mucho en la regularidad de los patrones, obra también de Florentina; pero ella, reconociendo los defectos de las piezas, pensaba que en aquel arte la buena intención salva el resultado. Su excelente padre le había dicho aquella mañana al comenzar la obra:

-Por Dios, Florentinilla, parece que ya no hay modistas en el mundo. No sé qué me da de ver a una señorita de buena sociedad arrastrándose por esos suelos de Dios con tijeras en la mano... Eso no está bien. No me agrada que trabajes para vestirte a ti misma, ¿y me ha de agradar que trabajes para las demás?... ¿para qué sirven las modistas?... ¿para qué sirven las modistas, eh?

-Esto lo haría cualquier modista mejor que yo -repuso Florentina riendo- pero entonces no lo haría yo, señor papá; y precisamente quiero hacerlo yo misma.

Después Florentina se quedó sola, no, no se quedó sola, porque en el testero principal de la alcoba, entre la cama y el ropero, había un sofá de forma antigua, y sobre el sofá dos mantas una sobre otra. En uno de los extremos asomaba entre almohadas una cabeza reclinada con abandono. Era un semblante desencajado y anémico. Dormía. Su sueño era un letargo inquieto que se interrumpía a cada instante con violentas sacudidas y terrores. Sin embargo, parecía estar más sosegada cuando al medio día volvió a entrar en la pieza el padre de Florentina, acompañado de Teodoro Golfín.

Golfín se dirigió al sofá, y aproximando su cara observó la de la Nela.

-Parece que su sueño es ahora más tranquilo -dijo-. No hagamos ruido.

-¿Qué le parece a usted mi hija? -dijo don Manuel riendo-. ¿No ve usted las tareas que se da?... Sea usted imparcial, Sr. D. Teodoro, ¿no hay motivos para que me incomode? Francamente, cuando no hay necesidad de tomarse una molestia, ¿por qué se ha de tomar? Muy enhorabuena que mi hija dé al prójimo todo lo que yo le señalo para que lo gaste en alfileres; pero esto, esta manía de ocuparse ella misma en bajos menesteres... en bajos menesteres...

-Déjela usted -replicó Golfín, contemplando a la señorita de Penáguilas con cierto arrobamiento-. Cada uno, Sr. D. Manuel, tiene su modo especial de gastar alfileres.

-No me opongo yo a que en sus caridades llegue hasta el despilfarro, hasta la bancarrota -dijo D. Manuel paseándose pomposamente por la habitación con las manos en los bolsillos-. ¿Pero no hay otro medio mejor de hacer caridades? Ella ha querido dar gracias a Dios por la curación de mi sobrino... muy bueno es esto, muy evangélico... pero veamos... pero veamos.

Detúvose ante la Nela para obsequiarla con sus miradas.

-¿No habría sido más razonable -añadió- que en vez de meternos en la casa a esta pobre muchacha, hubiera organizado mi hijita una de esas útiles solemnidades que se estilan en la corte, y en las cuales sabe mostrar sus buenos sentimientos lo más selecto de la sociedad? ¿Por qué no te ocurrió celebrar una rifa? Entre los amigos hubiéramos colocado todos los billetes reuniendo una buena suma que podrías destinar a los asilos de Beneficencia. Podías haber formado una sociedad con todo el señorío de Villamojada y su término, o con todo el señorío de Santa Irene de Campó, y celebrar juntas y reunir mucho dinero... ¿Qué tal? También pudiste idear una corrida de toretes. Yo me hubiera encargado de lo tocante al ganado y lidiadores... ¡Oh! Anoche hemos estado hablando acerca de esto la señora doña Sofía y yo... Aprende, aprende de esa señora. A ella deben los pobres qué sé yo cuántas cosas. ¿Pues y las muchas familias que viven de la administración de las rifas? ¿Pues y lo que ganan los cómicos con estas funciones? ¡Oh!, los que están en el Hospicio no son los únicos pobres. Me dijo Sofía que en los bailes de máscaras dados este invierno sacaron un dineral. Verdad que se llevaron gran parte la empresa del gas, el alquiler del teatro, los empleados... pero a los pobres les llegó su pedazo de pan... O si no, hija mía, lee la estadística... o si no, hija mía, lee la estadística.

Florentina se reía, y no hallando mejor contestación que repetir una frase de Teodoro Golfín, dijo a su padre:

-Cada uno tiene su modo de gastar alfileres.

-Señor D. Teodoro -indicó con desabrimiento D. Manuel- convenga usted en que no hay otra como mi hija.

-Sí, en efecto -manifestó Teodoro con intención profunda, contemplando a la joven- no hay otra como Florentina.

-Con todos sus defectos -dijo el padre acariciando a la señorita- la quiero más que a mi vida. Esta pícara vale más oro que pesa... Vamos a ver ¿qué te gusta más, Aldeacorba de Suso o Santa Irene de Campó?

-No me disgusta Aldeacorba.

-¡Ah!, picarona... ya veo el rumbo que tomas... Bien, me parece bien. ¿Saben ustedes que a estas horas mi hermano le está echando un sermón a su hijo? Cosas de familia: de esto ha de salir algo bueno. Mire usted, D. Teodoro, cómo se pone mi hija; ya tiene en su cara todas las rosas de Mayo. Voy a ver lo que dice mi hermano... a ver lo que dice mi hermano.

Retirose el buen hombre. Teodoro se acercó a la Nela para observarla de nuevo.

-¿Ha dormido anoche? -preguntó a Florentina.

-Poco. Toda la noche la oí suspirar y llorar. Esta noche tendrá una buena cama, que he mandado traer de Villamojada. La pondré en ese cuartito que está junto al mío.

-¡Pobre Nela! -exclamó el médico-. No puede usted figurarse el interés que siento por esta infeliz criatura. Alguien se reirá de esto; pero no somos de piedra. Lo que hagamos para enaltecer a este pobre ser y mejorar su condición, entiéndase hecho en pro de una parte no pequeña del género humano. Como la Nela hay muchos miles de seres en el mundo. ¿Quién los conoce?, ¿dónde están? Están perdidos en los desiertos sociales... que también hay desiertos sociales; están en lo más oscuro de las poblaciones, en lo más solitario de los campos, en las minas, en los talleres. Frecuentemente pasamos junto a ellos y no les vemos... Les damos limosna sin conocerles... No podemos fijar nuestra atención en esa miserable parte de la sociedad. Al principio creí que la Nela era un caso excepcional; pero no, he meditado, he recordado y he visto que es un caso de los más comunes. Este es un ejemplo del estado a que vienen los seres moralmente organizados para el bien, para el saber, para la virtud y que por su abandono y apartamiento no pueden desarrollar las fuerzas de su alma. Viven ciegos del espíritu, como Pablo Penáguilas ha vivido ciego del cuerpo teniendo vista.

Florentina, vivamente impresionada, parecía haber comprendido las observaciones de Golfín.

-Aquí la tiene usted -añadió este-. Posee una fantasía preciosa, sensibilidad viva; sabe amar con ternura y pasión; tiene su alma aptitud maravillosa para todo aquello que del alma depende; pero al mismo tiempo está llena de las supersticiones más groseras; sus ideas religiosas son vagas, monstruosas, equivocadas; sus ideas morales no tienen más guía que el sentido natural. No tiene más educación que la que ella misma se ha dado, como planta que se fecunda con sus propias hojas secas. Nada debe a los demás. Durante su niñez no ha oído ni una lección, ni un amoroso consejo, ni una santa homilía. Se guía por ejemplos que aplica a su antojo. Su criterio es suyo, propiamente suyo. Como tiene imaginación y sensibilidad, como su alma se ha inclinado desde el principio a adorar algo, ha adorado la Naturaleza lo mismo que los pueblos primitivos. Sus ideales son naturalistas, y si usted no me entiende bien, querida Florentina, se lo explicaré mejor en otra ocasión.

«Su espíritu da a la forma, a la belleza una preferencia sistemática. Todo su ser, sus afectos todos giran en derredor de esta idea. Las preeminencias y las altas dotes del espíritu son para ella una región confusa, una tierra apenas descubierta, de la cual no se tienen sino noticias vagas por algún viajero náufrago. La gran conquista evangélica, que es una de las más gloriosas que ha hecho nuestro espíritu, apenas llega a sus oídos como un rumor... es como una sospecha semejante a la que los pueblos asiáticos tienen del saber europeo, y si no me entiende usted bien, querida Florentina, más adelante se lo explicaré mejor...

»Pero ella está hecha para realizar en poco tiempo grandes progresos y ponerse al nivel de nosotros. Alúmbresele un poco y recorrerá con paso gigantesco los siglos... está muy atrasada, ve poco; pero teniendo luz andará. Esa luz no se la ha dado nadie hasta ahora, porque Pablo Penáguilas, por su ignorancia de la realidad visible, contribuía sin quererlo a aumentar sus errores. Ese idealista exagerado y loco no es el mejor maestro para un espíritu de esta clase. Nosotros enseñaremos la verdad a esta pobre criatura, resucitado ejemplar de otros siglos; le haremos conocer las dotes del alma; la traeremos a nuestro siglo; daremos a su espíritu una fuerza que no tiene; sustituiremos su naturalismo y sus rudas supersticiones con una noble conciencia cristiana. Aquí tenemos un admirable campo, una naturaleza primitiva, en la cual ensayaremos la enseñanza de los siglos; haremos rodar el tiempo sobre ella con las múltiples verdades descubiertas; crearemos un nuevo ser, porque esto, querida Florentina (no lo interprete usted mal), es lo mismo que crear un nuevo ser, y si usted no lo entiende, en otra ocasión se lo explicaré mejor.»

Florentina, a pesar de no ser sabihonda, algo creyó entender de lo que en su original estilo había dicho Golfín. También ella iba a hacer sus observaciones sobre aquel tema; pero en el mismo instante despertó la Nela. Sus ojos se revolvieron temerosos observando toda la estancia, después se fijaron alternativamente en las dos personas que la contemplaban.

-¿Nos tienes miedo? -le dijo Florentina dulcemente.

-No señora, miedo no -balbució la Nela-. Usted es muy buena. El Sr. D. Teodoro también.

-¿No estás contenta aquí? ¿Qué temes?

Golfín le tomó una mano.

-Háblanos con franqueza -le dijo- ¿a cuál de los dos quieres más, a Florentina o a mí?

La Nela no contestó. Florentina y Golfín sonreían; pero ella guardaba una seriedad taciturna.

-Oye una cosa, tontuela -prosiguió el médico-. Ahora has de vivir con uno de nosotros. Florentina se queda aquí, yo me marcho. Decídete por uno de los dos. ¿A cuál escoges?

Marianela dirigió sus miradas de uno a otro semblante, sin dar contestación categórica. Por último se detuvieron en el rostro de Golfín.

-Se me figura que soy yo el preferido... Es una injusticia, Nela; Florentina se va a enojar.

La pobre enferma sonrió entonces, y extendiendo una de sus débiles manos hacia la señorita de Penáguilas, murmuró:

-No quiero que se enoje.

Al decir esto, María se quedó lívida; alargó su cuello, sus ojos se desencajaron. Su oído prestaba atención a un rumor terrible. Había sentido pasos.

-¡Viene! -exclamó Golfín, participando del terror de su enferma.

-Es él -dijo Florentina, apartándose del sofá y corriendo hacia la puerta.

Era él. Pablo había empujado la puerta y entraba despacio, marchando en dirección recta, por la costumbre adquirida durante su larga ceguera. Venía riendo, y sus ojos, libres de la venda que él mismo se había levantado, miraban hacia adelante. No habiéndose familiarizado aún con los movimientos de rotación del ojo, apenas percibía las imágenes laterales. Podría decirse de él, como de muchos que nunca fueron ciegos de los ojos, que sólo veía lo que tenía delante.

-Primita -dijo avanzando hacia ella-. ¿Cómo no has ido a verme hoy?, yo vengo a buscarte. Tu papá me ha dicho que estás haciendo trajes para los pobres. Por eso te perdono.

Florentina no supo qué contestar. Estaba contrariada. Pablo no había visto al doctor ni a la Nela. Florentina para alejarle del sofá, se había dirigió hacia el balcón, y recogiendo algunos trozos de tela, se había sentado en ademán de ponerse a trabajar. Bañábala la risueña luz del sol, coloreando espléndidamente su costado izquierdo y dando a su hermosa tez moreno-rosa el realce más encantador. Brillaba entonces su belleza como personificación hechicera de la misma luz. Su cabello en desorden, su vestido suelto llevaban al último grado la elegancia natural de la gentil doncella, cuya actitud casta y noble superaba a las más perfectas concepciones del arte.

-Primito- dijo contrayendo ligeramente el hermoso entrecejo- D. Teodoro no te ha dado todavía permiso para quitarte hoy la venda. Eso no está bien.

-Me lo dará después -replicó el mancebo riendo-. No me puede suceder nada. Me encuentro bien. Y si algo me sucede algo, no me importa. No, no me importa quedarme ciego otra vez después de haberte visto.

-¡Qué bueno estaría eso!... -dijo Florentina en tono de reprensión.

-Estaba en mi cuarto solo; mi padre había salido, después de hablarme de ti... Tú ya sabes lo que me ha dicho...

-No, no sé nada -replicó la joven, fijando sus ojos en la costura.

-Pues yo sí lo sé... Mi padre es muy razonable. Nos quiere mucho a los dos... Cuando mi padre salió, levanteme la venda y miré al campo... Vi el arco iris y me quedé asombrado, mudo de admiración y de fervor religioso... No sé por qué aquel sublime espectáculo, para mí desconocido hasta hoy, me dio la idea más perfecta de la armonía del mundo... No sé por qué, al mirar la perfecta unión de sus colores, pensaba en ti... No sé por qué, viendo el arco iris, dije: «yo he sentido antes esto en alguna parte...» Me produjo sensación igual a la que sentí al verte, Florentina de mi alma. El corazón no me cabía en el pecho: yo quería llorar... lloré mucho y las lágrimas cegaron por un instante mis ojos. Te llamé, no me respondiste... Cuando mis ojos pudieron ver de nuevo, el arco iris había desaparecido... Salí para buscarte, creí que estabas en la huerta... bajé, subí, y aquí estoy... Te encuentro tan maravillosamente hermosa que me parece que nunca te he visto bien hasta hoy... nunca hasta hoy, porque ya he tenido tiempo de comparar... He visto muchas mujeres... todas son horribles junto a ti... Si me cuesta trabajo creer que hayas existido durante mi ceguera... No, no, lo que me ocurre es que naciste en el momento en que se hizo la luz dentro de mí, que te creó mi pensamiento en el instante de ser dueño del mundo visible... Me han dicho que no hay ninguna criatura que a ti se compare. Yo no lo quería creer; pero ya lo creo, lo creo como creo en la luz.

Diciendo esto puso una rodilla en tierra. Alarmada y ruborizada Florentina dejó de prestar atención a la costura.

-Primo... ¡por Dios!... -murmuró.

-Prima... ¡por Dios! -exclamó Pablo con entusiasmo candoroso- ¿por qué eres tú tan bonita?... Mi padre es muy razonable... no se puede oponer nada a su lógica ni a su bondad... Florentina, yo creí que no podía quererte; yo creí posible querer a otra más que a ti... ¡Qué necedad! Gracias a Dios que hay lógica en mis afectos... Mi padre, a quien he confesado mis errores, me ha dicho que yo amaba a un monstruo... Ahora puedo decir que idolatro a un ángel. El estúpido ciego ha visto ya y al fin presta homenaje a la verdadera hermosura... pero yo tiemblo... ¿no me ves temblar? Te estoy viendo y no deseo más que poder cogerte y encerrarte dentro de mi corazón, abrazándote y apretándote contra mi pecho... fuerte, muy fuerte.

Pablo, que había puesto las dos rodillas en tierra, se abrazaba a sí mismo.

-Yo no sé lo que siento -añadió con turbación, torpe la lengua, pálido el rostro-. Cada día descubro un nuevo mundo, Florentina. Descubrí el de la luz, descubro hoy otro... ¿Es posible que tú, tan hermosa, tan divina, seas para mí? ¡Prima, prima mía, esposa de mi alma!

Parecía que iba a caer al suelo desvanecido. Florentina hizo ademán de levantarse. Pablo le tomó una mano; después, retirando él mismo la ancha manga que lo cubría, besole el brazo con vehemente ardor, contando los besos.

-Uno, dos, tres, cuatro... ¡Yo me muero!

-Quita, quita -dijo Florentina, poniéndose en pie, y haciendo levantar tras ella a su primo-. Señor doctor, ríñale usted.

Teodoro gritó:

-¡Pronto... esa venda en los ojos, y a su cuarto, joven!

Confuso volvió el joven su rostro hacia aquel lado. Tomando la visual recta vio al doctor junto al sofá de paja cubierto de mantas.

-¿Está usted ahí, Sr. Golfín? -dijo acercándose en línea recta.

-Aquí estoy -repuso Golfín seriamente. Creo que debe usted ponerse la venda y retirarse a su habitación. Yo le acompañaré.

-Me encuentro perfectamente... Sin embargo, obedeceré... Pero antes déjenme ver esto.

Observaba la manta y entre las mantas una cabeza cadavérica y de aspecto muy desagradable. En efecto, parecía que la nariz de la Nela se había hecho más picuda, sus ojos más chicos, su boca más insignificante, su tez más pecosa, sus cabellos más ralos, su frente más angosta. Con los ojos cerrados, el aliento fatigoso, entreabiertos los cárdenos labios, la infeliz parecía hallarse en la postrera agonía, síntoma inevitable de la muerte.

-¡Ah! -dijo Pablo- mi tío me dijo que Florentina había recogido una pobre... ¡Qué admirable bondad!... Y tú, infeliz muchacha, alégrate, has caído en manos de un ángel... ¿Estás enferma? En mi casa no te faltará nada... Mi prima es la imagen más hermosa de Dios... Esta pobrecita está muy mala, ¿no es verdad, doctor?

-Sí -dijo Golfín-, le conviene estar sola y no oír hablar.

-Pues me voy.

Pablo alargó una mano hasta tocar aquella cabeza que le parecía la expresión más triste de la miseria y desgracia humanas. Entonces la Nela movió los ojos y los fijó en su amo. Pablo se creyó Pablo mirado desde el fondo de un sepulcro; tanta era la tristeza y el dolor que en aquella mirada había. Después la Nela sacó de entre las mantas una mano flaca, tostada y áspera y tomó la mano del señorito de Penáguilas, quien al sentir su contacto se estremeció de pies a cabeza y lanzó un grito en que toda su alma gritaba.

Hubo una pausa angustiosa, una de esas pausas que preceden a las catástrofes del espíritu, como para hacerlas más solemnes.

Con voz temblorosa, que en todos produjo trágica emoción, la Nela dijo:

-Sí, señorito mío, yo soy la Nela.

Lentamente y como si moviera un objeto de mucho peso, llevó a sus secos labios la mano del señorito y le dio un beso... después un segundo beso... y al dar el tercero, sus labios resbalaron inertes sobre la piel del mancebo.

Después callaron todos. Callaban mirándola. El primero que rompió la palabra fue Pablo, que dijo:

-Eres tú... ¡Eres tú!...

Después le ocurrieron muchas cosas, pero no pudo decir ninguna. Era preciso para ello que hubiera descubierto un nuevo lenguaje, así como había descubierto dos nuevos mundos, el de la luz, y el del amor por la forma. No hacía más que mirar, mirar y hacer memoria de aquel tenebroso mundo en que había vivido, allá donde quedaban perdidos entre la bruma sus pasiones, sus ideas y sus errores de ciego.

Florentina se acercó derramando lágrimas, para examinar el rostro de la Nela, y Golfín que la observaba como hombre y como sabio, pronunció estas lúgubres palabras.

-¡La mató! ¡Maldita vista suya!

Y después mirando a Pablo con severidad le dijo:

-Retírese usted.

-Morir... morirse así sin causa alguna... Esto no puede ser -exclamó Florentina con angustia, poniendo la mano sobre la frente de la Nela-. ¡María!... ¡Marianela!

La llamó repetidas veces, inclinada sobre ella, mirándola como se mira y como se llama desde los bordes de un pozo a la persona que se ha caído en él y se sumerge en las hondísimas y negras aguas.

-No responde -dijo Pablo con terror.

Golfín tentaba aquella vida próxima a su extinción y observó que bajo su tacto aún latía la sangre.

Pablo se inclinó sobre ella, acercó sus labios al oído de la moribunda y gritó:

-¡Nela, Nela, amiga querida!

Entonces ella se agitó, abrió los ojos, movió las manos. Parecía que había vuelto desde muy lejos. Al ver que las miradas de Pablo se clavaban en ella con observadora curiosidad, hizo un movimiento de vergüenza y terror, y quiso ocultar su pobre rostro como se oculta un crimen.

-¿Qué es lo que tiene? -exclamó Florentina con ardor-. D. Teodoro, no es usted hombre si no la salva... Si no la salva usted es usted un charlatán.

La insigne joven parecía colérica en fuerza de ser caritativa.

-¡Nela! -repitió Pablo, traspasado de dolor y no repuesto del asombro que le había producido la vista de su lazarillo-. Parece que me tienes miedo. ¿Qué te he hecho yo?

La enferma alargó entonces sus manos, tomó la de Florentina y la puso sobre su pecho; tomó después la de Pablo y la puso también sobre su pecho. Después las apretó allí desarrollando un poco de fuerza. Sus ojos hundidos les miraban; pero su mirada era lejana, venía de allá abajo, de algún hoyo profundo y oscuro. Hay que decir como antes que miraba desde el lóbrego hueco de un pozo que a cada instante era más hondo. Su respiración fue de pronto muy fatigosa. Suspiró varias veces, oprimiendo sobre su pecho con más fuerza las manos de los dos jóvenes.

Teodoro puso en movimiento toda la casa; llamó y gritó; hizo traer medicinas, poderosos revulsivos, y trató de suspender el rápido descenso de aquella vida.

-Difícil es -exclamó- detener una gota de agua que resbala, que resbala ¡ay!, por la pendiente abajo y está ya a dos pulgadas del Océano; pero lo intentaré.

Mandó retirar a todo el mundo. Sólo Florentina quedó en la estancia. ¡Ah!, los revulsivos potentes, los excitantes nerviosos mordiendo el cuerpo desfallecido para irritar la vida, hicieron estremecer los músculos de la infeliz enferma; pero a pesar de esto se hundía más a cada instante.

-Es una crueldad -dijo Teodoro con desesperación, arrojando la mostaza y los excitantes- es una crueldad lo que estamos haciendo. Echamos perros al moribundo para que el dolor de las mordidas le haga vivir un poco más. Afuera todo eso.

-¿No hay remedio?

-El que mande Dios.

-¿Qué mal es este?

-La muerte -vociferó con cierta inquietud delirante, impropia de un médico.

-¿Pero qué mal le ha traído la muerte?

-La muerte.

-No me explico bien. Quiero decir que de qué...

-¡De muerte! No sé si pensar que ha muerto de vergüenza, de celos, de despecho, de tristeza, de amor contrariado. ¡Singular patología! No, no sabemos nada... sólo sabemos cosas triviales.

-¡Oh!, ¡qué médicos!

-Nosotros no sabemos nada. Conocemos algo de la superficie.

-¿Esto qué es?

-Parece una meningitis fulminante.

-¿Y qué es eso?

-Cualquier cosa... ¡La muerte!

-¿Es posible que se muera una persona sin causa conocida, casi sin enfermedad?... ¿Señor Golfín, qué es esto?

-¿Lo sé yo acaso?

-¿No es usted médico?

-De los ojos, no de las pasiones.

-¡De las pasiones! -exclamó hablando con la moribunda-. Y a ti, pobre criatura, ¿qué pasiones te matan?

-Pregúntelo usted a su futuro esposo.

Florentina se quedó absorta, estupefacta.

-¡Infeliz! -exclamó con ahogado sollozo-. ¿Puede el dolor moral matar de esta manera?

-Cuando yo la recogí en la Trascava, estaba ya consumida por una fiebre espantosa.

-Pero eso no basta ¡ay!, no basta.

-Usted dice que no basta. Dios, la Naturaleza dicen que sí.

-Si parece que ha recibido una puñalada.

-Recuerde usted lo que han visto hace poco estos ojos que se van a cerrar para siempre. Considere usted que la amaba un ciego y que ese ciego ya no lo es, y la ha visto... ¡la ha visto!... ¡la ha visto!, lo cual es como un asesinato.

-¡Oh!, ¡qué horroroso misterio.

-No, misterio no -gritó Teodoro con cierto espanto- es el horrendo desplome de las ilusiones, es el brusco golpe de la realidad, de esa niveladora implacable que se ha interpuesto al fin entre esos dos nobles seres. ¡Yo he traído esa realidad, yo!

-¡Oh!, ¡qué misterio! -repitió Florentina, que no comprendía bien por el estado de su ánimo.

-Misterio no, no -volvió a decir Teodoro, más agitado a cada instante- es la realidad pura, la desaparición súbita de un mundo de ilusiones. La realidad ha sido para él nueva vida, para ella ha sido dolor y asfixia, ha sido la humillación, la tristeza, el desaire, el dolor, los celos... ¡la muerte!

-Y todo por...

-¡Todo por unos ojos que se abren a la luz... a la realidad!... No puedo apartar esta palabra de mi mente. Parece que la tengo escrita en mi cerebro con letras de fuego.

-Todo por unos ojos... ¿Pero el dolor puede matar tan pronto?... ¡casi sin dar tiempo a ensayar un remedio!

-No sé -replicó Teodoro inquieto, confundido, aterrado, contemplando aquel libro humano de caracteres oscuros, en los cuales la vista científica no podía descifrar la leyenda misteriosa de la muerte y la vida.

-¡No sabe! -dijo Florentina con desesperación-. Entonces ¿para qué es médico?

-No sé, no sé, no sé -exclamó Teodoro, golpeándose el cráneo melenudo con su zarpa de león-. Sí, una cosa sé, y es que no sabemos más que fenómenos superficiales. Señora, yo soy un carpintero de los ojos nada más.

Después fijó los suyos con atención profunda en aquello que fluctuaba entre persona y cadáver, y con acento de amargura exclamó:

-¡Alma! ¿qué pasa en ti?

Florentina se echó a llorar.

-¡El alma -murmuró, inclinando su cabeza sobre el pecho- ya ha volado!

-No -dijo Teodoro, tocando a la Nela-. Aún hay aquí algo; pero es tan poco, que parece ha desaparecido ya su alma y han quedado sus suspiros.

-¡Dios mío!... -exclamó la de Penáguilas, empezando una oración.

-¡Oh!, ¡desgraciado espíritu! -murmuró Golfín-. Es evidente que estaba muy mal alojado...

Los dos la observaron muy de cerca.

-Sus labios se mueven -gritó Florentina.

-Habla.

Sí, los labios de la Nela se movieron. Había articulado una, dos, tres palabras.

-¿Qué ha dicho?

-¿Qué ha dicho?

Ninguno de los dos pudo comprenderlo. Era sin duda el idioma con que se entienden los que viven la vida infinita.

Después sus labios no se movieron más. Estaban entreabiertos y se veía la fila de blancos dientecillos. Teodoro se inclinó, y besando la frente de la Nela, dijo así con firme acento:

-Mujer, has hecho bien en dejar este mundo.

Florentina se echó a llorar, murmurando con voz ahogada y temblorosa:

-Yo quería hacerla feliz, y ella no quiso serlo.