Mañas que pasarán

Mañas que pasarán
de Rafael Barrett


Entró de pupila pobre de uno de los numerosos colegios del Sagrado Corazón que hay por ahí. Pagaba quince pesos mensuales. Tenía doce años, y su padre, que ciertamente no brillaba por su intelecto, la venía a ver de cuando en cuando. Las hermanitas la hacían limpiar la cocina, lavar los pisos. Empezó a toser, demacrarse, siguieron obligándola a lavar pisos, lo cual no la alivió. Apenas ya podía tenerse en pie. Se arrastraba. Sus compañeros abogaron por ella ante la madre superiora, pero la santa mujer contestó: «Son mañas que pasarán».

Sí, la niña no tenía nada. Un poco de tisis. Cuando al fin, no hace muchos días, el padre la sacó del venerable establecimiento, y la hizo reconocer, supo que estaba tuberculosa en último grado. Mañas que pasan... que quizá hayan pasado con la mártir para siempre en la hora en que mi pluma la recuerda.

¿Habría sido menos cruel su destino en un colegio laico? No sé... no creo que haya gran diferencia entre ser sierva de laicos o de religiosos. ¿Y en una casa particular? Lo dudo. ¡Hay tantas damas excelentes que buscan con ansia una huerfanita que criar, un pequeño organismo a quien hacer sufrir, sin desembolso y en propiedad absoluta! Y no olvidemos que las niñas muy pobres son todas huérfanas. Si resucitara Dickens, el pintor de la infancia perseguida y torturada, o le faltarían asuntos.

Tener padres es cuestión de dinero. Y tener hermanas. Las del Sagrado Corazón reserva su fraternidad para las pupilas ricas. No nos indignemos; se figuran que Dios existe separado de los hombres y le consagra la mayor parte de su lástima, repartiendo el exiguo resto entre los privilegiados pecadores con cuyos fondos se alimenta el culto. Da gozo ver esas fotografías de Caras y Caretas y del P.B. T., donde aparecen los obispos rodeados de sus devotas amigas, sudando lujo, o donde se nos muestra un elegante sacerdote, invitado a una partida de caza, y ocupado en bendecir a los perros. La Iglesia concede a los ricos el cielo y la tierra. En cuanto a los pobres, que se contenten con el paraíso.

Niña mía, si los tormentos de la tisis, que se te habrá enseñado a aprovechar, te aseguran la salvación eterna, ¿qué más puedes pedir? No te engañaron; Dios habita tu ulcerado pecho, y subirás al paraíso. Pero no encontrarás allí a las hermanitas del Sagrado Corazón, ni a la madre superiora. Quisiera que estuvieran contigo, y no es posible. No es que sean perversas, no... Tienen mañas que pasarán. Es que no saben. Es que adoran el ro y la fuerza; es que están todavía engañadas por simulacros. Compadécelas. ¡Hace tanto tiempo que se fue tu padre Jesús! Él te hubiera dicho: «anda, hija mía: tu fe te ha sanado». Y correrías al sol, entre las flores, y serías feliz. Te hacían lavar pisos, hacían poner en cuatro patas tu cuerpo flaco, porque no conocen a Jesús, las desdichadas idólatras de un corazón pintado no reconocen a Jesús...

Y, sin embargo, Cristo, en punto a cristianismo, es también una autoridad. Pero no está a la moda. Los cristianos de hoy le consultan poco. Suelen preferir otros directores. Se han hecho materialistas, se han rodeado de fetiches, necesitan pedazos de palo que adorar, que besar, y en su odio a todo lo que sea espíritu, han cubierto de tatuajes la bella tradición. No han leído a San Pablo. Y sus plegarias chorrea un meloso prosaísmo que sublevaría, no digo a los dioses, sino a cualquier mortal de buen gusto; no han conservado la pureza primitiva de su credo, y pretenden refrescarlo con alucinaciones de semiimbéciles como la Alacoque; no recuerdan que los preceptos del Fundador se reducen a uno: amar, y envenenados de política, de codicia y de ambición, o sea de odio, practican una beneficencia que es la caricatura siniestra de la caridad. Y los no cristianos me inquietan doblemente, pues difícil es volver la espalda al cristianismo sin volvérsela al amor. ¿Y qué será de nosotros sin amor...?

¿Vives aún, niña doliente? Te irás; llegará un instante en que el fatigado fuelle de tus pulmoncitos echará su último soplo. Sí; esta atmósfera es aún irrespirable. Quizá no seamos tan malos como lo parecemos, pero parecemos muy malos, parecemos demonios, y entre nosotros los ángeles se enferman y huyen espantados, perdónanos, niña, y desde el seno de la infinita sombra, que para ti será la infinita luz, ruega porque nuestros vicios pasen, ruega para que pasen nuestras mañas...



Publicado en "La Razón", Montevideo, 28 de octubre de 1909.