Los siete locos/La circular

El secuestro se llevó a cabo diez días después de la fuga del Elsa. El día catorce de agosto Erdosain recibió la visita del Astrólogo, mas, como había salido, al regresar encontró tirado bajo la puerta un sobre. Este contenía una circular falsificada, del Ministerio de Guerra, comunicándole a Erdosain de la supuesta dirección del capitán Belaunde y una curiosa posdata que decía así:

«Lo esperaré hasta el día veinte todas las mañanas de diez a once, en compañía de Barsut. Llame y entre sin esperar. No venga a visitarme solo».

Erdosain leyó la carta del Astrólogo y quedó pensativo. Se había olvidado de Barsut. Sabía que tenía que matarlo, luego tal determinación se cubrió de tinieblas, y los días que ocupaban el intervalo, y que transcurriera embotado, se fueron para siempre. «Tenía que matarlo a Barsut». La explicación de la palabra «tenía» podría encontrarse como la característica de la locura de Erdosain. Cuando le interrogué a ese respecto, me contesto: «Tenía que matarlo, porque si no, no hubiera vivido tranquilo.

Matar a Barsut era una condición previa para existir, como lo es para otros el respirar aire puro». Así, no bien hubo recibido la carta, se dirigió a la casa de Barsut. Este vivía en una pensión de la calle Uruguay, cierto departamento oscuro y sucio ocupado por un fantástico mundo de gente de toda calaña. La patrona de tal antro se dedicaba al espiritismo, tenía una hija bizca y en cuanto a los pagos era inexorable. Pensionista que se retrasaba veinticuatro horas en pagarle, estaba seguro que al llegar la noche encontraba sus baúles y trastos arrojados en el centro del patio.

Llegó atardecido a la casa del otro. Precisamente estaba Gregorio afeitándose cuando entró Erdosain a su pieza. Barsut se detuvo pálido, con la navaja sobre la mejilla, luego mirándolo de pies a cabeza a Erdosain, exclamó:

–¿Qué es lo que querés vos aquí?

«Otro se hubiera indignado –comentaba más tarde Erdosain–. Yo le miré sonriendo 'amistosamente', porque me sentía amigo de él en aquellos momentos, y sin decir palabras le alcancé la carta del Ministerio de Guerra. Una alegría inexplicable me mantenía inquieto, recuerdo que estuve un minuto sentado en la orilla de su cama, luego me levanté poniéndome a pasear nerviosamente por la pieza».

–Así que está en Temperley. ¿Y vos querés que vayamos a buscarla?

–Sí, eso es lo que quiero. Y que vos vayas a buscarla.

Barsut murmuró algo que Erdosain no entendió, luego con las manos empezó a friccionarse los músculos de los brazos y la epidermis se sonrojó suavemente. Iba a afeitarse los bigotes, sostuvo la navaja en el aire y volviendo la cabeza, dijo: –¿Sabes? Creí que nunca tendrías el coraje de visitarme.

Erdosain sostuvo la estriada mirada verde, realmente aquel hombre tenía la faz de un tigre, y después de cruzarse de brazos, arguyó:

–Es cierto, yo también creía eso, pero ya vez, las cosas cambian...

–¿Tenés miedo de ir vos solo?

–No, lo que tengo es interés de verte a vos en la aventura...

Barsut apretó los dientes. Con el mentón empapado de espuma jabonosa y la frente arrugada poderosamente consideró a Erdosain y terminó por decir:

–Mirá, yo me creía un canalla, pero creo que vos... vos sos peor que yo. En fin, que sea lo que Dios quiera.

–¿Por qué decís que sea lo que Dios quiera?

Barsut se detuvo frente al espejo, apoyó los puños en la cintura, y lo que dijo no le sorprendió a Erdosain, que con el semblante sereno escuchó estas palabras:

–¿Quién me dice que esta circular no esté falsificada y que vos me tiendas una «cama» para asesinarme?

«¡Qué curiosa es el alma del hombre! –comentaba luego Erdosain–. Yo escuché esas palabras y ni un solo músculo del semblante se me alteró. ¿Cómo Gregorio había adivinado la verdad? No lo sé.

¿O es que él tenía también la mala imaginación mía?»

Encendió un cigarrillo y le contestó estas únicas palabras:

–Hacé lo que quieras.

Pero Barsut, que estaba en vena de conversar, repuso:

–¿Pero por qué no? Decíme: ¿Por qué no? ¿Qué tendría de extraño que vos me quisieras matar? Es lógico. Te quise robar la mujer, te denuncié, te di una paliza, ¡qué diablos!, tendrías que ser un santo para que no tuvieras ganas de matarme.

–¿Un santo? No, m'hijo, no lo soy. Pero te juro que mañana no te mataré. Algún día sí, pero mañana no. Barsut se echó a reír alegremente.

–¿Sabes que sos notable, Remo? Algún día me matarás. ¡Qué curioso! ¿Sabes lo que me interesa de todo eso? La cara que pondrás al matarme. Decíme, ¿vas a estar serio o te vas a reír?

Las preguntas habían sido hechas con gravedad amistosa.

–Posiblemente esté serio. No sé. Creo que sí. Vos comprenderás que matarlo a otro no es juguete.

–¿Y no tenés miedo a la cárcel?

–No, ya que si te matara tomaría antes mis precauciones, y tu cadáver lo destruiría con ácido sulfúrico.

–Sos un bárbaro... A propósito, yo tengo una memoria más floja: ¿pagaste en la Azucarera?

–Sí.

–¿Quién te dio el dinero?

–Un rufián.

–Tenés pocos amigos, pero buenos... Entonces, ¿a qué hora me vas a venir a buscar mañana?

–A las ocho va ese hombre al comando... así es que...

–Mirá, no termino de creer que sea cierto, pero si Elsa está allá le voy a dar tantos sopapos que te prevengo que tendrán que pasar muchos años para que se los olvide.

Cuando Erdosain salió se dirigió a una oficina de correos y le hizo un telegrama al Astrólogo.