Lección
de Emilia Pardo Bazán


Se les ocurrió aquella noche a los moradores de la quinta de los Granados comer, o mejor se dijera cenar, al aire libre, instalados en la glorieta del jardín, alumbrada por un aro de bombillas eléctricas.

La idea era, a decir verdad, encantadora. En la templanza de los últimos días de septiembre; en aquel clima de Levante, con la deliciosa humedad ligera de sus noches; con el olor a jazmines y a rosas no agostadas, porque el riego conservaba su vida; a la luz de la luna, que emperlaba con tonos nacarados el jardín, parecían doblemente gustosos los manjares, servidos como en el restaurante de un gran casino internacional, por criados de rigurosa etiqueta, sin más techo que el follaje de los árboles, entre cuyos claros palpitaba el cielo, puntilleado de estrellas... Todo contribuía a hacer deleitosa la humorada, idea de gente joven, rica, algún tanto aburrida de las cosas corrientes y curiosa de sensaciones nuevas, que realzasen las conocidas ya.

La familia de los dueños de la quinta se componía de un matrimonio joven, un hermano del marido, dos primas que pasaban temporada allí, y otro huésped, mozo también, Juanito Lucena, recién llegado de París, hijo de un opulento banquero. Las dos niñas, graciosas, semejantes a típicas figuras de Zuloaga, «ponían los puntos», como se decía en España, o «flirteaban», como dicen hoy, con el forasterito. Algo de lo mismo hacía, sin mala intención en el fondo, la señora de la casa. Las tres mujeres que iban a sentarse a la mesa en el embalsamado cenador estaban todas chorreando pendencia, y esto las volvía más guapas y las obligaba a componerse y a cuidar de su belleza, haciéndola resaltar por el adorno y el arte. Porque llega una hora en que la mujer, como el gusano de luz en la estación amorosa, brilla en todo su esplendor; en que de ella parece desprenderse electricidad, en que todos sus movimientos son ritmo, y sus palabras gorjeo, y sus gestos monerías, y a su lado no es posible el fastidio ni la indiferencia. Y en este estado se encontraban las tres que Juanito Lucena tenía en jaque.

Se afanaban y se desvivían por atraer su atención: las jóvenes viendo en él a un brillante partido; la dueña de la casa, porque encontraba a un representante de cierta alta vida que no era la suya, puesto que ella no vivía en París ni estaba relacionada en los varios «mundos» que frecuentaba Juanito. Y su vanidad femenina la sugería la comparación que Juanito estaría haciendo entre sus toilettes y las de otras mujeres chic de la gran ciudad; entre sus costumbres y hábitos y los de las mundanas y «cremosas», actrices y Aspasias; entre su picoteo donosamente meridional y la charla más desenfrenada y libre, o más etérea, más saturada de esprit, de aquellas que atrás dejaba. Así es que se esmeraba en parecerle al parisiencito desaprensiva, superior, y no encogida, ñoña -burguesa, en suma.

La noche de la cena al aire libre las tres mujeres habían ideado vestirse como para casino, con trajes escotados de gasa y seda liberty y sombreros de los de enormes plumas y ala formidable. Bajo la claridad viva de las bombillas, semiocultas entre el follaje, que se combinaba con la lunar, estaban con aquel atavío, seductoras, habiendo echado el resto en peinado, joyas, perfumes, guanteado flexible hasta el codo y calzado finísimo sobre medias exquisitamente caladas. Era todo rugir de sedas, parloteo de excitación, rechispeo de diálogo, escaramuzas de coquetería. Lola y Jacinta, las dos muchachas, aportaban al coqueteo su frescura juvenil y su ingenuo descaro. Micaela, la dueña de la casa, su experiencia ya mayor, su leve madurez dorada de alma y cuerpo. Marido y cuñado, por su parte, se prestaban al juego de sociedad, no viendo en él nada de malo, sino «cosa admitida». Y en medio de las tres, Juanito, incensado como un ídolo blanco de tantas flechas, sonreía, tratando de repartirse equitativamente y no dejar descontenta a ninguna de las tres; lo cual, si ellas hubiesen tenido advertencia, bastaría para demostrarles que de ninguna le importaba, en realidad, un rábano...

Pero todo lo achacaban las damas a galantería de la más fina, exquisita y elevada, quedándoles el recurso de creer que las únicas atenciones sinceras y en las cuales entraba verdadero interés eran las que a cada una personalmente se dirigían. Y con este ensueño se derretían cada vez más, se animaban en la dulce guerra y entre risas, gaterías y pequeñas locuras insinuantes -a la hora en que del cubo de hielo salieron las botellas de argentada cápsula-, la alegría de la linda cena adquirió algo de insensiblemente pecaminoso, un tinte de elegante orgía, el que toman los fines de fiesta en los clubs de hombres, cuando se invita y obsequia a señoras de alta sociedad. Juanito, sin poderlo remediar, miraba con mayor complacencia a Micaela, que, de las tres, era, sin género de duda, la más picante, la más análoga a otras que allá en la gran urbe habían entretenido gratísimamente sus ocios de soltero...

La pendiente era resbaladiza y peligrosa. Un soplo de brisa le despejó la cabeza, algo aturdida por los vapores del espumoso, y sus ojos, demasiado lucientes, se amortiguaron y acertaron a ver claramente adónde le guiaba la senda emprendida. Miró despacio a su huésped, Manolo Camino -dueño de la hermosa quinta y de la antojadiza mujer-, y en un instante de humorismo, sintió el deseo de pagar la hospitalidad con un favor. Tomó la palabra, y, sonriente, declaró:

-¡Qué pocas de estas cenas tan deliciosas tendré ya en lo porvenir... cuando me case!

Cinco bocas a un tiempo, en tonos que hubiesen sido significativos para quien los analizase detenidamente, exclamaron:

-¿Casarte has dicho?

-Casarme... ¿Qué tiene de particular? ¡Cómo os asombráis! He venido a España para eso.

Aquí a las solteras les chispearon las pupilas negras y se les agitó el aliento. ¡Claro es que con ellas iban los planes del parisiense!

-Y... -preguntó Manolo- ¿tienes ya elegida la venturosa cónyuge?

Juanito, que veía delinearse su idea, respondió con cierta negligencia franca:

-Creo que sí... Al menos, si no mienten los informes que traigo. Se trata de una muchacha que reúne todas las condiciones por mí apetecidas.

-¿Muy elegante? -preguntó Lola con una vislumbre de esperanza dudosa.

-No, por cierto.

-Entonces... ¿Muy rica?

-¡Bah! Yo no necesito el dinero de mi futura...

-¿Muy guapa?

-Regular. Mona, interesante.

-Pues no veo las condiciones -arguyó despechada Jacinta, mordiéndose los labios, en vez de morder la rebanada de piña que embalsamaba su plato.

-Las condiciones -y Juanito dejó caer las cláusulas como dejaría caer agua helada sobre aquellas carnes húmedas de un sudor que ya traspasaba la capa de polvos de arroz-. Las condiciones... Que se parezca lo menos posible a las mujeres que he conocido hasta el día... y que no piense nunca en imitarlas... Eso es lo que busco y creo haber encontrado. ¿Verdad que tengo razón?

Callaron todas. Un estremecimiento agitó los cuerpos de las tres, que se habían disfrazado para asemejarse más a las mujeres que Juanito había conocido hasta el día... Sintieron vergüenza de sus escotes, de sus sombreros de postal, de su jugueteo provocativo... Y la cena terminó entre una frialdad repentina de desilusión.