Lavalleja
de Juan Zorrilla de San Martín
Discurso pronunciado en la plaza de la ciudad de Minas, el 12 de octubre de 1902, al inaugurarse la estatua ecuestre del General Juan Antonio Lavalleja, Jefe de los Treinta y Tres.


Señores:

Hace veintitrés años, la patria oriental, templo entonces sin altares, erigía el primer monumento a su independencia en la plaza de la Florida.

Era aquel un monumento impersonal: era una sonora libertad vestida de blanco, que, sacudiendo en la una mano las anillas de una cadena, extendía los dedos crispados de la otra, en actitud de imprecación, y abría los labios para dar salida a un grito perdurable, mezcla de insulto y de rugido, lanzado contra un ser invisible y odioso, que parecía proyectarse en las honduras de los ojos resplandecientes de aquella resonante mujer de piedra.

Era aquel un espíritu de mármol; pero todos sabemos bien que el instinto popular, que no entiende de abstracciones, buscó y halló en aquel monumento un héroe; pronunció unánimemente su nombre; lo cantaron sus poetas; lo aclamaron sus multitudes. Tras la noble cabeza griega de aquella mujer vibrante, el pueblo veía una cabeza varonil, caucásica pero muy criolla, de rasgos duros pero muy serenos, viva, caliente, tostada por el sol de la patria, conocida de todos, familiar en las almas y en los hogares orientales; el grito que salía de la boca de la estatua era ya descifrado por el pueblo que lo escuchaba, que lo sentía, que lo aclamaba; en la piedra granítica que formaba el pedestal del monumento, comenzó desde aquel instante a modelarse por el tiempo la figura que estaba en todos los corazones: la del héroe de la patria designado y ungido por la multitud, que jamás se engaña, cuando, al través de las edades, levanta sobre el pavés a los hombres-símbolo, y promulga las sentencias irrevocables de la gloria.

Esa figura, señores, latente en el cívico altar de la Florida, ha brotado por fin de la tierra, o bajado del cielo, después de pasar por el fuego lustral que inmortaliza la forma heroica; se ha movido, buscando el sitio en que debía detenerse; ha atravesado, jinete en su caballo de batalla, las melodiosas colinas de nuestra tierra; ha reconocido en estos cerros, en estos horizontes, en el perfume de la gramilla y del trébol de estos campos, el aliento de su niñez, el sitio bendecido en que se meció su pobre cuna, en que aprendió de los labios de su madre a pronunciar el nombre de Dios, en que sintió por vez primera el amor a su patria, y por primera vez oyó el mandato de lo alto que lo predestinaba a salvarla, y se ha detenido aquí, y ha sofrenado aquí, entre nosotros, su caballo de bronce, y... ahí está. Para que lo reconozcamos, no ha tenido que pronunciar su nombre; le ha bastado con hacer rodar sobre nuestras cabezas ese grito secreto que brota de sus labios calientes, recién salidos de la fragua: ¡Carabina a la espalda y sable en mano!

Oh, te hemos reconocido, vieja y querida figura protagonista de nuestra leyenda patria. ¿Cómo no reconocerte, si, más que del suelo de tu tierra, has brotado del fondo de nuestras entrañas, como un florecimiento musical de nuestra sangre?

Te hemos reconocido, ¡oh el bravo entre los bravos, oh el bueno entre los buenos! Eres el adolescente aquel que salió de entre estos cerros, para formar entre los primeros en la legión de 1811; eres el más temerario y el más humano al par de los capitanes del padre Artigas; eres el coplero aquel que iba a cantar, al son de la guitarra campesina, los retos de la patria reflexiva al pie de los bastiones españoles, en las noches estivales del primer asedio de la ciudad cautiva; eres el que, luchando contra ciento, sintió, como en su propia carne, el abrazo de las boleadoras portuguesas en las patas de su caballo, que sólo conocía el temerario camino del peligro; eres el del reto de la Agraciada, el del grito al Sarandí.

Sí, eres tú, viejo amigo, viejo símbolo...

¡Presentes, mi general!

Has escuchado el himno de la patria con que acabamos de darte la bienvenida; ese canto litúrgico de nuestras glorias ha cobrado, al resonar en tu honor, una cadencia nueva, como si se hubiera transformado en un himno de justicia. Y has escuchado el canto de los cantos, el aliento sonoro de esa muchedumbre que te aclama enternecida y delirante, para que suba muy alto, para que suba hasta ti, y aun más allá, la primera oración de gratitud que alza tu pueblo al congregarse ante su altar.

¡Presentes, mi general!

Aquí estamos: somos los mismos que te vimos y te aclamamos en la blanca mujer sin nombre de la Florida; si nuestros padres, que entonces lloraban a nuestro lado al aclamarte con nosotros, no están hoy aquí, es porque todos eran viejos, y hoy casi todos han muerto; pero aquí vienen con nosotros nuestros hijos, que han nacido después, y que significan el triunfo de tu nombre y el de tu gloria al través del tiempo; la marcha triunfal de tu recuerdo hacia el porvenir.

Señores:

Saludemos en Lavalleja la encarnación más pura y más genuina de las tradiciones nacionales.

Las patrias, como los mundos, nacen del fondo de los nublados y de las tempestades. Son primeramente una materia cósmica luminosa, un instinto que brota de leyes misteriosas, leyes étnicas, geológicas, sociológicas, históricas, todas ellas emanadas del Supremo Legislador. Son después un hombre, brotado de las entrañas del pueblo y arraigado en ellas, que concentra y que acaudilla esos instintos; son, por fin, una multitud que, empujada por una ley superior a su voluntad, ajusta el ritmo de su alma colectiva al del alma del héroe, afinada a su vez con la divina armonía universal, realiza hazañas legendarias, e impone al fin por la fuerza su voluntad, órgano inconsciente de la voluntad de Dios.

Nuestra patria, señores, la república atlántica sub­tropical, arranca quizá del instinto innato de libertad salvaje de nuestros primitivos aborígenes. Trozo del continente separado de la región tropical por el clima, y segregado también de la región andina por la formación geológica, tenía que ser el núcleo de una nacionalidad independiente. Esa es la armonía.

Bien sabéis vosotros cómo nació. No es el momento de recordar los detalles de nuestra tempestuosa aparición ante el mundo, porque ellos cantan en ese momento en vuestra memoria.

Mirad, sin embargo, mirad cómo pasa el viejo Artigas por el fondo de aquel resplandor crepuscular, llevando la bandera azul y blanca, cruzada diagonalmente por un golpe sangriento de su espada.

El es el mensajero, es el patriarca; él es el grande, él es el genio, solitario como todos los astros, poseedor del secreto del porvenir oriental, que se movía en la oscuridad de su alma, como se mueve el hombre en las sagradas tinieblas de las entrañas maternales.

El fue el primero que sintió la ley providencial que decretaba la existencia de una patria independiente en este territorio que bañan el Uruguay, el Plata y el Atlántico: una patria que, siendo subtropical, era al mismo tiempo, atlántica. El fue el primero que vio, con la clarividencia del que cierra fuertemente los ojos para ver, cómo se desprenden los grandes ríos meridionales de las entrañas de la América, para venir a desembarcar en el Plata, formando dos regiones distintas, dos patrias, hermanas pero diferentes, a ambos lados de esos ríos. El comprendió, o más bien dicho, sintió en el fondo de su ser, cómo, por una ley, no sólo sociológica sino también geológica y etnológica, este pedazo de suelo americano tenía que ser el territorio de una patria independiente. Porque si según las leyes sociológicas, estábamos unidos, por la lengua y las tradiciones españolas, a nuestros hermanos de allende el Plata, que tienen por núcleo geológico el levantamiento de los Andes, según las leyes étnicas pertenecíamos a la formación atlántica del Brasil. Y si éstas nos unían etnológicamente a las antiguas posesiones portuguesas, de ellas nos separaban, no sólo las tradiciones de lengua y de costumbres, no sólo la rivalidad secular de los dos pueblos descubridores, sino también nuestra posición geográfica, que nos separa de los dominios del trópico, y nos marca como el núcleo inconmovible de los pueblos atlánticos subtropicales de la América Meridional.

Si así como los orientales, señores, amamos fieramente nuestra independencia, dejáramos de amarla algún día, tendríamos que sobrellevarla. Seríamos independientes con nuestra voluntad, sin nuestra voluntad, y aun contra nuestra voluntad. Y el oriental que renegara de la independencia de su patria, iría a ocupar el sitio más lóbrego del infierno del Dante: aquel en que residen los que "non hanno speranza di marte", los que no tienen ni la esperanza de morir.

Así sintió a nuestra patria el viejo Artigas; recibió una revelación de lo alto; oyó y cumplió un decreto de Dios.

¡Y cómo cumplió, señores, ese decreto irrevocable!

No lo recordemos cuando levanta el espíritu de la revolución americana en los campos de Las Piedras; no lo miremos cuando traza las líneas fundamentales de la democracia del Plata, en sus instrucciones del año 13; no exaltemos tampoco su fe inquebrantable en la existencia de un patrimonio de orientales, que no podía tocarse, que no podía venderse, ni aun al precio de la necesidad. Recordémoslo más bien cuando, acosado, perseguido, sintiendo que todo vacilaba en torno suyo, huye de la patria en que ya no encuentra sitio para posar el pie; pero huye con el alma y con el cuerpo del Uruguay; con su visión interna que lo envuelve en un nimbo luminoso, como el reflejo de un inmenso sol poniente; con sus hijos, con todos sus hijos, y sus familias, y su pobre patrimonio; con toda la patria que lo sigue en sus marchas interminables a la luz de las estrellas australes, que marchan presididas por la misteriosa Cruz del Sud que bendice nuestro polo.

Entonces se le ve grande como ninguno entre los héroes de la historia americana. Es la leona herida que va a echarse jadeante, lejos, en el fondo del bosque, al que ha llevado entre los dientes y dando cortos rugidos a sus cachorros, que amamanta para la venganza; es el águila que esconde su nido en las grietas de los picachos inaccesibles, y grazna siniestramente desde allí, con las plumas erizadas por los vientos de tempestad que sacuden los horizontes; que mira, con los ojos encendidos, a sus crías, su esperanza, sus aiglons, que un día saldrán de allí para la conquista del porvenir, cuando el águila caudal se haya perdido en las infinitas transparencias del azul. Recordémoslo, por fin, cuando, después de terminar su tarea de sembrador de patria, siente que debe cubrir el surco en que queda la semilla, y, para arrojar sobre ella el último riego, inicia su defensa heroica y desesperada, y lanza, como último proyectil, un puñado caliente de la sangre de su pueblo casi extinguido al rostro del invasor innumerable. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Artigas se ha ido, señores, y se ha ido para no volver; se ha puesto en los horizontes de la patria. Esta parece borrarse para siempre en la mirada que su profeta le dirige al transponer la frontera. La soñada patria atlántica subtropical es sólo una vasta soledad, atada a las regiones del trópico con cadenas de hierro; una lengua extraña se habla oficialmente en nuestro altivo Montevideo; nuestras glorias son delitos, nuestros libertadores son bandidos condenados a muerte, contra los cuales se han de envenenar hasta las fuentes de la historia.

Nuestras colinas han quedado solitarias; se alargan bajo el peso de la tristeza. Nuestro gaucho heroico no las recorre ya, cantando a media voz una canción de guerra o de amor, y buscando su incorporación al ejército de la patria, conductor del arca santa de nuestra alianza con la libertad y con la gloria; las inmensas yeguadas, y las tropillas de potros salvajes recorren sin jinetes nuestros campos, atronando la soledad con el choque de sus cascos; las manadas de perros cimarrones vagan hambrientas a lo largo de nuestras cañadas, o se las ve cruzar en largas hileras famélicas, con las cabezas bajas y las colas lacias, por el lomo de nuestras cuchillas desiertas, coronada alguna de ellas por la copa redonda del ombú; el grito del terutero, el pájaro vigilante de nuestros aires, resuena en el viento como llamados angustiosos de la patria criolla a los que nadie contesta; el carancho se posa en la osamenta; en la cumbre de la colina, o sobre la línea del monte, a orillas del río que blanquea, se ve el es­queleto del pobre hogar campesino, la tapera desierta en que ya no se enciende el fogón; y el espíritu de esa patria, personificado en algún paisano viejo, o en alguna pobre mujer, parece que se agazapa en los ba­jos, y sube de vez en cuando silencioso a la cuchilla, para mirar primero hacía el Sur, a ver si viene ya a aniquilarlo el enemigo ensoberbecido y prepotente, que impera en Montevideo, y para mirar después hacia el Norte por ver si efectivamente se ha perdido para siempre, o si vuelve a reaparecer, allá, sobre la última cuchilla, el poncho blanco de Artigas, único símbolo de nuestra libertad y de nuestra esperanza.

No, buena patria: Artigas ha muerto; ha ido a morir durante treinta años en los bosques del Paraguay, y a extinguir su lumbre bajo la ceniza de sus laureles calcinados; ha muerto, como el profeta conductor de los hebreos sobre el monte Nebo, sin haber podido alcanzar la tierra de promisión. Pero él ha recibido las tablas de piedra de nuestra ley, en la cumbre tempestuosa del Sinaí de nuestras primitivas glorias; él ha pensado en el Josué de nuestro éxodo, al trasponer para siempre, con la frente inclinada, la frontera de la patria; él, sabiendo que el capitán Lavalleja, el bizarro, el temerario, el casi atolondrado capitán Lavalleja, está prisionero con algunos compañeros en los calabozos de Río Janeiro, y allí tiene hambre quizá, hambre de pan y de gloria, le ha enviado las últimas monedas de su escarcela de derrotado, yéndose él a vivir de limosna, para que Lavalleja coma de su pan, y para que reciba en él su espíritu, y, con su espíritu, su ley, su mensaje sagrado.

Es una vocación, señores, Lavalleja es el elegido, es el ungido; Lavalleja es el hijo primogénito de Artigas. Tiene ya en la frente la luz profética inconfundi­ble; el ascua ardiente lo ha tocado en la boca.

Con sólo montar a caballo y presentarse en la patria, ostentando su mensaje luminoso, la patria lo reconocerá, y lo seguirá como siguió al viejo Artigas: lo seguirá porque sí.

Pero es preciso que Lavalleja monte a caballo, con diez, con veinte, con treinta y dos hombres; no importa el número; pero es preciso que venga él; porque es él el que lleva el resplandor sobre la frente.

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Y ya está ahí, señores; está en una playa desierta y primitiva; ha pisado de nuevo el suelo sojuzgado de la patria. Están con él treinta y dos hombres... Son treinta y tres. Es la cifra, es la hora, señores... La visión ha descendido a nuestra tierra.

Estamos, por fin, en la aurora de la Agraciada, ¡La aurora! Pero esa no fue sólo una aurora, señores: fue también una verdadera noche triste, triste como la noche sin luna de las vísperas de Otumba.

Vosotros sabéis, señores, que, al desembarcar Lavalleja en la Agraciada con sus treinta y dos compañeros, todos contaban con encontrar caballos prontos al pisar las playas de la patria. El caballo es, para nosotros, algo más que un noble bruto: el debiera figurar en todos los escudos americanos, como símbolo de la libertad de este continente; el caballo fue el baluarte movible de la patria; fue el nervio vibrante de la ballesta oriental, que despedía, como proyectil mortífero, al gaucho centauro, armado de su lanza primitiva.

Lavalleja contaba con encontrar su caballo en el arenal de la Agraciada.

Don Tomás Gómez estaba avisado; él debía traer los caballos de la legión libertadora.

Y sin embargo, Lavalleja y sus compañeros se hallaron a pie, en medio de un arenal. Estaban a merced de la primer partida enemiga que pasara. ¡Y eran las once de la noche!

El héroe ordenó, a pesar de todo, y sin vacilar, que las tres lanchas que los habían conducido se volviesen inmediatamente a su punto de partida.

Y quedaron solos, y a pie, en medio del arenal, y en el corazón de una noche que pareció eterna, treinta y dos hombres... y uno más: Lavalleja.

Uno de nuestros héroes, el coronel don Atanasio Sierra, nos ha narrado la impresión de esos momentos; nos ha pintado las largas horas de esa noche, triste, con la ingenua sencillez, que nada puede sustituir, del que es héroe sin darse cuenta de ello, del brazo de Dios. Homero habla como él.

"Estábamos, nos dice, en una situación singular. A nuestra espalda el monte; a nuestro frente, el caudaloso Uruguay, sobre cuyas aguas batían los remos las tres barcas que se alejaban; en la playa yacían recados, frenos, armas de diferentes formas y tamaños: aquí dos o tres tercerolas, allá un sable, aquí una espada, más allá un par de pistolas. Este desorden, agregado a nuestros trajes completamente sucios, rotos en varias partes, y que naturalmente no guardaban la uniformidad militar, nos daba el aspecto de verdaderos bandidos."

"Desde las once de la noche del 19, hasta las nueve de la mañana del 20, nuestra ansiedad fue extrema. Continuamente salíamos a la orilla del monte, y aplicábamos el oído a la tierra, por ver si sentíamos el trote de los caballos que esperábamos. Lavalleja se paseaba tranquilamente al lado de un grupo de sarandíes; y habiéndosele acercado don Manuel Oribe y Zufriategui, diciéndole que eran las seis de la mañana, y Gómez no llegaba con los caballos, les respondió sonriéndose: "Puede ser que Gómez no venga, porque los brasileros lo tienen apurado; pero Cheveste volverá, y volverá con caballos; es capaz de sacarlos de la misma caballada de Laguna". Cheveste, como sabéis, era el baqueano de la legión heroica, el gaucho instintivo que lee su rumbo en el viento que pasa, en la hierba, en las estrellas, y, sobre todo, dentro de sí mismo: oye el rumbo en la circulación de su sangre.

Ahí está Lavalleja, señores: desde el primer momento reaparece la vieja fe inquebrantable de Artigas: no venderé el patrimonio de los orientales al bajo precio de la necesidad.

"Cuando don Tomás Gómez, agrega el héroe narrador con su sencillez homérica, cuando don Tomás Gómez, acompañado de Cheveste y de don Manuel Lavalleja, llegó con los deseados caballos, (eran las nueve de la mañana) hubo muchos de nosotros que se abrazaron al pescuezo de los animales, dándoles besos, como si fueran sus queridas."

¡Oh! y lo eran, señores; eran mucho más que eso; los generosos animales tenían que ser casi una parte integrante de aquellos hombres, porque ellos eran los centauros de la patria, que debían dominar como señores la extensión de nuestras sagradas colinas; porque ellos eran la libertad americana, la libertad a caballo.

Lavalleja está por fin en los estribos, señores; ahora sí, saludemos la aurora de la Agraciada. Lavalleja está por fin a caballo; ahora sí, por fin, tenemos patria. El héroe no se apeará de él en tres años. Ese caballo es el mismo, señores, que acaba de ser sofrenado entre nosotros por la mano pujante del hijo y del sucesor de Artigas. Ha llegado hasta aquí, conduciendo orgulloso su preciosa carga de gloria, después de haber recorrido por todas partes las colinas de la patria, sembrando por todas ellas las victorias; él sintió las espuelas de su jinete en los primeros choques que despejaron el camino a la legión heroica para introducirla a la patria, que abría los ojos resplandecientes en que llameaba la aurora; él oyó el relincho del caballo de Rivera, cuando el que debía ser el héroe del Rincón y de las Misiones, vino a unir sus armas y su corazón al corazón y a las armas del jefe de los Treinta y Tres; él condujo a Lavalleja, bajo una lluvia torrencial, a deponer su espada ante la majestad de la ley, sin cambiarse sus ropas empapadas, y cubierto del barro del camino, en la memorable asamblea de la Florida; él oyó, relinchando de júbilo, el clarín de Sarandí; él salvó nuestras fronteras, y penetró con su jinete al corazón del territorio enemigo, para escuchar allí alborozado las dianas de Ituzaingó; y él nos lo ha conducido, señores, hasta aquí, vencedor no sólo del espacio, sino también del tiempo, vencedor de los desdenes, de las ingratitudes, de los envenenamientos de la historia, para que ese jinete de hierro estremezca nuestro corazón al desenvainar la espada de Sarandí, y al hacer rodar sobre nuestras cabezas, como un trueno musical, ese grito rechinante que brota de sus labios modelados por el fuego: ¡Carabina a la espalda y sable en mano!

Y ahí, quedará, señores, y quedará para siempre envuelto en el nimbo de la perdurable apoteosis; arraigado en las entrañas de nuestra tierra, cuya vida circulará por las arterias de ese bronce sagrado y melodioso; erguido en los estribos, y alta, muy alta la frente, para que todos veamos en ella el sitio en que fue tocada por el dedo del viejo Artigas: la unción de la patria, la predestinación luminosa de la gloria.

Artigas se alzará en Montevideo con los ojos clavados en el Cerro, dominador de nuestro Atlántico; Rivera debe levantarse allá, en la frontera, mirando siempre hacia el Norte, hacia el linde verdadero de la patria, a que él se aferró muchas veces, y que sólo abandonó rugiendo; Lavalleja quedará aquí, en el centro, junto a su cuna. Dejémoslo aquí, señores, dejémoslo aquí.

Y los fulgores de esas tres espadas se cruzarán al través de nuestro sagrado territorio, como los fuegos de inexpugnables baterías combinadas; como las luces de faros-estrellas que alumbrarán nuestra ruta, si alguna vez cae la noche sobre el alma de los orientales; como los vértices del cuadro que debe formar nuestro Uruguay, el día en que el alma de la patria vuelva a tocar a llamada en el viejo clarín de Sarandí.