Las rosas de la tarde: 17

el alba de la Vida, radiante de esplendor.

El despertar fue apacible y brumoso. Una vuelta a la vida, inconsciente y suave; el regreso de un viaje muy lejano; el despertar de un sueño sin recuerdos.

Hugo Vial abrió los ojos en su propio lecho, en medio de una luz discreta, en una atmósfera saturada de sales y substancias extrañas. Pero no se dio cuenta de ello;

paseó una mirada perezosa y lenta por toda su estancia, deteniéndose complacido en sus muebles y objetos familiares. Tenía ese amor que los solitarios poseen por el alma de las cosas que les hacen compañía. Un objeto de su uso, era un servidor fiel, a quien quería; un recuerdo de familia, era un hermano de su alma, a quien amaba; una sortija de las suyas, rara y caprichosa, era una querida letrada, que le hablaba de arte antiguo; sus frascos de perfume, eran como almas de sus poetas preferidos, que murmuraban para él solo rimas únicas en la muda vibración de sus ondas olorosas; las flores, eran cortesanas de un día, para las cuales tenía asiduidades de amante romántico, y gustaba deshojar sus pétalos en la noche, a una luz velada, herméticamente cerradas las puertas, para que el perfume no se evaporara: el perfume es el beso de las flores. Y dormía en aquel cementerio de corolas, como un sultán en un harén de vírgenes violadas. Para él no había placer igual a devorar, pétalo por pétalo, una rosa; con la voluptuosidad cruel de un tigre que devora una gacela, sentía como llorar la flor, y le parecía que su olor le perfumaba el alma. Los espejos, eran puertas abiertas sobre el miraje; evocaban a su antojo los horizontes más diversos y prolongaban su visión más allá del mundo real. Los cuadros vivían, para él, una vida viva, y las cabezas y bustos de mujeres, que adornaban su estancia, eran almas que le contaban el dolor o la dicha de su vida, corazones abiertos ante él, una clínica de almas, de la cual él solo era el médico; las consolaba, las apaciguaba, les concedía hasta días de nervios a aquellas telas queridas; las había comprado por la expresión de sus rostros, por la tristeza, por el dolor, por la alegría, por el impudor que revelaban; había vírgenes y bacantes, rostros de éxtasis y rostros ebrios; cabezas con hiedras perfumadas; novicias y cortesanas; mendigas y reinas. Una Mignon; la más encantadora cabeza bohemia, el más ideal rostro de niña hambrienta e impúber, ostentaba su flacura demacrada entre una Emperatriz, ya muerta, que había sido una obsesión de su lascivia, y un rostro ascético de monja ya madura, que miraba con envidia los senos cuasi desnudos de la Augusta coronada. Y, como toda reunión de mujeres, aquellos cuadros se odiaban entre sí; había miradas de odio, de cólera, de envidia, de celos, en todos aquellos ojos encantadores y perversos. Había mañanas en que ¡e parecía que algunas de ellas habían Dorado, otras estaban tristes, otras tenían ojeras violáceas, pecaminosas; y entonces abría las ventanas, para que entrara el sol a besarlas, el aire a acariciarlas, ¡las pobres enclaustradas adorables! y las dejaba libres, que sus almas volaran al encuentro de su sueño;

los instrumentos de música tenían el alma de sus tocadores, como suspendida a sus cuerdas, y preludiaban sólo para él, conciertos íntimos. Eran tres, clavados en la pared, en forma de escudo: una guzla mora que había comprado en Tánger, un tamboril, comprado en la Exposición de la India en Londres, y una vieja guitarra de su país que le había dejado un amigo de la juventud, poeta bohemio, muerto en un hospital, en un país limítrofe al suyo. ¡Qué orquesta fantasmal y múltiple, eran esos tres instrumentos mudos!... Las noches de su soirée filarmónica, las luces extinguidas, tendido en un sofá, las almas de esas tres cosas muertas venían a deleitarlo;

la guzla parecía desprenderse del muro y una forma blanca, muy blanca, como envuelta en un sudario, principiaba a templarla, mientras las facciones de un rostro moreno, con un brazo naciente, con dos ojos de antílope, ternísimos, se diseñaban entre el fez, bajo el turbante, y una voz triste, monótona, grave, como la queja del desierto, modulaba endechas extrañas, a cuyo conjuro parecían alzarse en el horizonte minaretes y mezquitas, agimeces y jardines, y tras una reja negra, aparecer un rostro circasiano, con ojos de gacela, que mandaba de sus labios, de sus labios de jacintos, besos apasionados al amante trovador;

y, el tamboril tenía un sonido ronco de himno de guerra salvaje, entre las manos de ébano de una virgen nubia, cuyas formas de Venus Calipigia se contorsionaban provocadoras y terribles en una danza de guerra, embriagada de coraje, golpeando su seno de basalto, de amazona invencible, sus dos pechos amenazantes, como escudos de acero, y sus ancas de quimera de bronce, terminando la danza en un grito ronco, voluptuoso y bélico, semejante al beso de una tigre y al estertor de un moribundo: el beso de una virgen conquistada, violada por el Amor o por la Muerte;

y la forma de su amigo, de su amigo de infancia, de aquel adolescente soñador, descolgaba la guitarra muda, se sentaba cerca de él, mirándolo con aquellos ojos fraternales y tristes, ¡ojos inolvidables!, y arpegios dulcísimos, y con aquella voz de adolescencia prematura, voz amada que él no había olvidado nunca, empezaba a preludiar serenatas enamoradas, cantos de su país, agrestes y tristes como el canto de un pájaro en la selva, romo el rumor del viento en la floresta... y, al conjuro del mancebo selvático, se alzaban en lontananza los mirajes del país lejano, del brumoso país hostil... Las sabanas infinitas, los cielos límpidos, metálicos, inclementes, y en ese paisaje de acuarela invernal, el pueblo nativo, entre sauces melancólicos, flores odorantes y fuentes rumorosas. Y, más lejos, la casa paterna, la mansión señorial y austera, toda su infancia. Y, las fiestas de la iglesia, y las mozas de la aldea, y el amor, el amor de los quince años, que envenenó por siempre su existencia...

y, con la luz del alba, el trovador huía. Y quedaban los instrumentos quietos, y sin voces, clavados en el muro, en medio de los retratos somnolientos;

era tal su poder de evocación, tan fuerte la vida que daba a sus creaciones, que hacía de su quimera una realidad cuasi palpable;

hacía muchos años que en la inclemencia de un destierro hostil, le habían comunicado la muerte de su madre. Rebelde aún contra la muerte, se negó a admitir la verdad. No, su madre no había muerto, Era que su madre no podía escribirle. No era huérfano. Después trajo su retrato. Y, desde entonces, vivió en comunión diaria con ella. No salió nunca de su cuarto, no entró nunca en él, sin darle un beso. No se acostó jamás, no fue a su lecho nunca, sin cumplir ese rito sagrado. Y, en su vida de lucha tempestuosa, no intentó nada, no hizo nada, que no fuera dictado por los pálidos labios del retrato;

¡oh, poder de las almas de los muertos!

¡oh, el alma infinita de las cosas!...

así, su primera mirada, al volver a la vida, fue para sus objetos adorados.

un rayo de sol, pálido y blondo, iluminaba la estancia, arrastrándose por sobre los lirios azules, que bordeaban la alfombra blanca.

en los muros, su harén pictórico lo miraba, los rostros queridos lo veían inquietos, sonriendo al mirar que abría los ojos. Mignon' parecía haber llorado ¡la pobre niña! y la reclusa triste, la de los ojos sombríos, tenía un esplendor perverso en las pupilas.

al frente, el armario de nogal tallado, con sus tres puertas de espejos venecianos, ante el cual acostumbraba vestirse siempre. A la derecha, la cómoda sobre cuyo mármol gris lucían y brillaban la cepillería, los candelabros y los frascos, en plata antigua, cincelado todo por un grande artista florentino; en el ángulo, una chiffonière, encima de la cual, en pequeñas tablillas pintadas al óleo, con grandes marcos antiguos, estaban los retratos de su madre, pálida y triste como una alba de invierno, con su severidad altiva y melancólica, su belleza seria y doliente, su gravedad radiosa de crepúsculo; el de su padre, conservando toda su marcialidad, todo su aire de guerrero tempestuoso, bajo la apacibilidad lúgubre de sus vestidos civiles; y en medio uno suyo en su uniforme diplomático, muy reciente obsequio de un pintor de genio, que había creído halagarlo, pintándolo así, enchamarrado como un general de América, galoneado como un lacayo de casa principesca. Sonrió como siempre que se veía así. Hacia la izquierda, el sofá forrado en tela china, con grandes pájaros acuáticos bordados en oro pálido y suave, que casi se borraba en las perspectivas florecidas de lotos y juncos de ribera; dos cojines, caprichosos y obscuros, que manos cariñosas habían bordado para él; y muy cerca, la chaise longue, sobre cuyas almohadas rojas, de un rojo de llama, reposaba indolente, en la opulencia soberbia de sus formas, el cuerpo de una mujer, apenas dormitada. Su cabeza blonda y maravillosa emergía de la almohada roja, como un sol de ocaso sobre una nube purpúrea. La palidez lilial de su rostro y de su cuello resaltaba en el carmín de los cojines, como un lirio en un mar de sangre; y sus formas de estatua, fuertes, incitantes, se diseñaban bajo su traje verde obscuro, con una exuberancia pudorosa.

la reconoció: era Ada.

en la palidez mortal de su rostro; en sus facciones, martirizadas por la angustia y el insomnio; en el círculo morado que rodeaba sus ojos cerrados, en cuyas pestañas se veía aún la humedad de las lágrimas recientes, había tal aire de desolación y de pena, las huellas de una inquietud tan dolorosa, que invitaban a consolarla, al llegar con respeto hasta su infortunio, como hasta una ara consagrada y besar, como los de una santa, sus manos y su rostro, que emergían del fondo verde de su traje, como de un tallo sagrado las corolas mágicas de flores inmaculadas.

Hugo Vial quiso alzarse, llamarla acaso, ir hacia ella; debió moverse, porque el dolor de su brazo vendado le arrancó un gemido.

Ada abrió sus grandes ojos, de luces tristes, otoñales, y con una premura fraternal fue hacia el enfermo.

él quiso hablar.

–Chit..., murmuró ella. ¡No habléis, amor mío! estáis muy débil. ¿Vais mejor? dijo, inclinándose sobre el lecho, y acariciando la cabeza del herido con su mano delgada y pálida, cuasi ideal, como arrancada a un cuadro de Madonna de la escuela de Umbría, en tiempos de Perugino.

a esa caricia, el enfermo sintió como si una ola de vida nueva circulara por sus venas: una extraña sensación de ventura; una acalmia bienhechora, y estrechando con su mano libre la mano de su amiga, la miró con tanta intensidad, tan hondo ruego, que ella, comprendiendo lo que deseaba, se inclinó de nuevo sobre él, y apartando la venda que le cubría la frente, puso en ella un beso, beso triste, casto, impecable, como un beso de una madre a un hijo salvado de la muerte.

a la caricia de aquellos labios, al aliento de aquella boca, ánfora inagotable de consuelo, a la presión de aquella mano, suave y temblorosa, como el pecho de una tórtola sorprendida, sintió una beatitud infinita deslizarse por su corazón, una irradiación de ventura en todo su ser, y como en virtud de un sortilegio sus ojos se cerraron; su espíritu apaciguado entró en un limbo radioso de visiones de ventura; el olvido de la vida que envolvió su ser y el sueño de la fiebre le sellaron los labios y los párpados...

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Fue tres días después, que supo por Ada misma cómo ella había sabido la trágica noticia, leyéndola en un diario de la tarde.

el periódico hablaba del duelo con detalles muy precisos, lamentando el hecho, dando al conde por herido de muerte, y a su adversario herido de mucha gravedad, y tenía frases reticentes para hablar de aquel encuentro, en que la política estaba de hecho excluida, y no podía atribuirse sino a causas de orden íntimo, y terminaba con insinuaciones de una indiscreción lamentable, en que cuasi se decía el nombre de la artista, en cuyo camerino había tenido lugar la escena inicial del hecho cruento.

Ada no se había engañado. Comprendía bien que la cantante no era sino un pretexto; ella, era la razón verdadera de aquel duelo, ella la que había llevado a aquellos dos hombres al odio, a la venganza y a la muerte.

y, su corazón de sacrificio y de amor tembló ante la idea del dolor, del peligro y de la muerte, que amenazaban al Amado.

y, corrió a su casa, y fue hasta él y se postró al pie de su lecho, y restañó su sangre, y vendó sus heridas, y a la cabecera de su cama se estableció solícita como una hermana y contó con angustia indefinible los grados de fiebre, y soportó con un valor estoico las largas, las interminables horas de la vela solitaria...

y allí estaba, asesinada por la vida, atropellada por el dolor aquella alma sangrienta...

allí estaba aquel corazón desgarrado, cruzado de dardos como el de la Madre Dolorosa. Allí estaba la pobre mujer, herida por la brutalidad del Destino cruel, por la suerte ilógica y hostil. Y, sus llagas no podían ser vendadas, la sangre de sus heridas no podía ser restañada, corría hacia adentro, hacia adentro, ahogándose lentamente. Allí estaba, resignada y doliente...

y, viéndola sentía que una piedad infinita invadía su corazón, una tristeza pavorosa ante la inanidad de aquel sacrificio, ante la esterilidad de aquella pasión, que corroía sus corazones.

y no quería ver el porvenir, y cerraba los ojos y se refugiaba en el seno de la Amada, bajo su caricia piadosa, como bajo un escudo, e imploraba ser amado y esperaba como ser protegido por la grandeza inconmensurable de aquel amor, más grande que la Muerte.

–¡Béseme, bésame, Amada mía! ¡que sienta yo tus labios, fuente inexhausta de la Vida, que los sienta en mi frente y en mi boca! ¡Úngeme con tus besos! ¡Santifícame! Tú, mi Égida amorosa, ¡resucítame!

y temblaba a la llamada del Amor, como el joven aquel de que habla la Escritura, que lloraba a la llamada del Cristo.

y ambos se abismaban en la sensación desconocida de este dolor sin nombre.

esta atmósfera enfiebrante de cuarto de convaleciente, cargada de deseos y de éxtasis, los hacía ardientes hasta el delirio, y la majestad del silencio los turbaba hasta el paroxismo, y su voluptuosidad burlada se disolvía en una tristeza amarga y rencorosa.

y sus conversaciones se hacían melancólicas, y sus besos se hacían tristes, huérfanos de la caricia definitiva.

una ventura dolorosa les venía de estar solos, de poder decirle su amor, pero hablaban asaltados por una inquietud tremenda: la de violar su secreto, el secreto pavoroso de su angustia.

y las manos enlazadas, los corazones juntos, permanecían largas horas, como anonadados, en esa atmósfera de enfermedad y de deseos, que penetraba en sus almas y las postraba y, ponía el silencio como un sello, sobre sus labios ardorosos.

en esa reacción dolorosa en que los sumía la embriaguez de sus propios besos ¿en qué pensaban?

en el conmovedor misterio de la estancia, los movimientos de sus cuerpos estremecidos, sus conversaciones tristes y apasionadas, sus caricias lentas y sabias, sus besos enervantes y cuasi brutales, los arrojaban en verdaderas crisis de pasión, en que suspiraban rendidos, quebrantados, bajo la mordedura brutal de los deseos.

el sufrimiento exaspera la voluptuosidad. La caricia hace sufrir a veces, como una garra.

y el enfermo sentía a la Amada palpitar entre sus brazos, los labios entreabiertos, bajo la caricia de sus labios, los ojos obscurecidos, en éxtasis, las carnes palpitantes de emoción, prontas al sacrificio, y la creía suya, y la estrechaba contra el corazón y ensayaba la caricia suprema en el cuerpo estremecido ... Y, ella escapaba del lecho como loca, y abría el balcón, y se refugiaba en la sombra como si fuese a pedir calma y fuerza a la gran noche taciturna, como si quisiese en la atmósfera límpida bañarse, purificarse de la mancilla de los besos voraces, que la habían quemado como ascuas cuando temblaba bajo el aliento abrasador, al soplo ronco, los abrazos brutales, los gestos violentos, las manos profanadoras del Amado.

¡oh, las horas ardientes en que se abrazaban a plenos brazos, las bocas unidas, unidos los pechos, los cuerpos uno contra otro, aspirando sus alientos, sintiendo el temblor de sus carnes y el latir de sus arterias, penetrándose del calor de sus cuerpos y la llama brutal de sus deseos!...

y se separaban inapaciguados, febricitantes, casi coléricos.

¡oh la tristeza del adiós diario, a la hora del crepúsculo!

como a la muerte de la tarde el azul y la púrpura del cielo se hacen grises, de un gris de ceniza y de sudario, así la felicidad escasa de los besos del día se tornaba en tristeza muda y hosca, cuando la noche llegaba, y por la ventana abierta entraban perfumes húmedos del jardín próximo, y del cielo aún luminoso de la tarde las palpitaciones de las primeras estrellas caían temblando en las semitinieblas del parque, donde se veían, lácteas en la penumbra, como un último fulgor, macetas de rosas blancas perfumar la atmósfera, cayendo lentamente en el suave pudor de su agonía.

...y sus almas entraban como los cielos en la sombra, y tocaban las rosas las fronteras de la muerte...

y todo se hacía fantasmal en torno de ellos ...

y, se inmovilizaban en su dolor, frente a su pasión triste, en el éxtasis amargo de sus sueños de Amor.

y se refugiaban el uno en el otro, y lloraban en silencio, y temblaban ante el fantasma pavoroso que avanzaba.

¡oh, lo inevitable!...