Las Maravillas Del Cielo
de Roque Gálvez y Encinar
Capítulo IV.



CAPÍTULO IV.



A la noche siguiente, después de cenar, subió D. Alberto con sus sobrinos á un espacioso terrado, situado en la parte superior de la linda casa que habitaba aquella estimable familia. Siguiendo las indicaciones de D. Alberto, habían subido los criados un anteojo astronómico de regulares dimensiones que aquél poseía, y que estaba colocado sobre un elegante trípode de metal. Los niños examinaron con viva curiosidad aquel aparato óptico, prometiéndose ver por su medio maravillas que ya antes de contempladas excitaban hasta el más alto grado su interés. Comprendiéndolo así D. Alberto, no quiso tenerles mucho tiempo á la expectativa, y comenzó su explicación en los términos siguientes:

—Os dije ayer que en lo sucesivo trataríamos de los problemas astronómicos sin salir de casa, y ahora comprenderéis el por qué. Afortunadamente, la noche está serena, el cielo azul y despejado, y el resplandor de la Luna, que se halla en su

Anteojo astronómico.

cuarto creciente, no ofusca la luz de las estrellas y es más favorable á la precisión de las observaciones.

Antes de que demos comienzo á éstas, creo de oportunidad deciros algo, siquiera sea muy á la ligera, acerca de los aparatos que tan poderosamente las facilitan, supliendo el limitado alcance de la vista natural.

Ya conocéis lo que es el microscopio, fundado en las propiedades de la lente, que, merced á la refracción ó desviación que al pasar por ella sufren los rayos luminosos, presenta aumentados los objetos. Pues bien; el anteojo astronómico, de que aquí tenéis un ejemplar, se funda á la vez en las propiedades de la lente y del disco de vidrio cóncavo. Las lentes son discos de vidrio tallados en forma convexa ó biconvexa; pero hay discos cóncavos, que tienen la propiedad de refractar los rayos luminosos de tal modo, que los objetos, vistos á través, se presentan extremadamente reducidos. Ejemplos de una y otra clase de vidrios tenéis en las antiparras que usan las personas de vista cansada ó miope: las primeras usan vidrios convexos, y las segundas cóncavos; de modo que las personas que tienen buena vista, si se ponen los anteojos que use una persona de vista cansada, ven los objetos mayores de lo que son, y menores si usan los anteojos de un miope ó persona corta de vista.

Hace ya cerca de tres siglos que dos niños de un vidriero descubrieron, por casualidad, las propiedades de ambas lentes combinadas. Colocaron un vidrio cóncavo á cierta distancia de otro convexo y mirando al través observaron que la torre de una iglesia cercana parecía aproximarse como si la estuviesen tocando, aunque se presentaba invertida, esto es, lo da arriba abajo y viceversa. Cundió la noticia, y poco después empezaron á fabricarse anteojos, llamados de larga vista por la propiedad que en ellos se observaba de hacer ver los objetos lejanos con la misma ó mayor claridad que si estuviesen muy cerca. Los más sencillos de estos anteojos constaban de tres lentes, encajadas en un tubo más ancho en la parte superior que en la inferior, que era por donde se aplicaba á la vista. La lente mayor era biconvexa, había luego otra convexa, y por último, una tercera cóncava, que era la que servía de ocular ó punto de mira, llamándose á la mayor objetivo y sirviendo la de en medio para que los objetos apareciesen en su verdadera posición y no invertidos, como sucedía con dos vidrios solos. Poco á poco fueron perfeccionándose estos aparatos, dividiéndose, según el uso á que se les destinaba, en anteojos de campaña ó catalejos, y en anteojos astronómicos, destinados, como su nombre lo indica, á la contemplación de los cuerpos celestes. La diferencia fundamental entre unos y otros es que en los astronómicos, y con objeto de evitar pérdidas de luz, falta el vidrio ó serie de vidrios intermedios que se necesitan para evitar que aparezcan las cosas del revés; de modo que al mirar la Luna, por ejemplo, con un anteojo astronómico, lo de arriba aparece abajo, y lo de la derecha á la izquierda: pero en cambio la imagen gana mucho en claridad y precisión.

Hoy, así los anteojos terrestres ó de larga vista, como los astronómicos, tienen muchos más vidrios que los dos ó tres indispensables, y además son de

una construcción muy complicada; pero fundamentalmente
Anteojo astronómico.
descansan, como os he dicho, en la

adecuada combinación de la lente convexa y de la cóncava. Los hay de muchos tamaños; desde los pequeños gemelos de teatro, que conocéis perfectamente y que parecen aproximar cuatro ó seis veces los objetos, hasta los grandes anteojos de campaña, que son mayores que el que véis, y se sostienen también sobre trípodes. En cuanto á los anteojos astronómicos, el que veis aproxima unas cien veces los objetos, pero no sirve sino para observaciones de puro entretenimiento ó curiosidad, pues los que se utilizan en los observatorios verdaderamente bien montados, para sondear las profundidades del cielo, parecen aproximar los astros de mil quinientas á dos mil veces. Debo haceros notar, sin embargo, que estas grandes aproximaciones son más bien teóricas que reales, pues lo cierto es que con esos grandes anteojos se presenta bastante borrosa la superficie de los astros, y no se descubren detalles que no se puedan ver con anteojos de una potencia bastante menor; por ejemplo, de 600 ú 800 diámetros ó aproximaciones.

Añadiré que los grandes anteojos astronómicos miden muchos metros de longitud, de modo que vienen á ser verdaderos edificios, para subir á los cuales hay que utilizar escaleras.

Hay también otros aparatos de la misma naturaleza que los anteojos astronómicos, y que reciben el nombre de telescopios, de dos palabras griegas, teleos, que significa lejano, y scopos. que quiere decir ver ó mirar. Los telescopios presentan una forma que recuerda algo la del obús ó mortero, y consisten principalmente en un gran espejo metálico muy bien pulimentado, en que se refleja muy amplificada la imagen del astro que se quiere examinar; además, hay en los telescopios un anteojo astronómico de regulares dimensiones, con el que se mira la imagen ya reflejada en el espejo de metal. Con los telescopios se llega á la misma ó algo mayor potencia de aproximación que con los anteojos, pero son de estructura más complicada.

Los mayores vidrios objetivos que se han llegado á tallar tienen cerca de un metro de diámetro, pero su confección es dificilísima; de modo que cada uno de ellos cuesta muchos miles de duros. En cambio las lentes pequeñas se tallan con mucha facilidad.

El gran problema de la óptica está en obtener grandes aproximaciones sin necesidad de tallar objetivos desmesuradamente anchos. Algo se ha logrado en este sentido, pero falta mucho para llegar á la solución.

Para que por medio de un anteojo astronómico pudiésemos ver la Luna á la distancia de un kilómetro se necesitaría, dentro de los actuales recursos de la óptica, tallar un objetivo de 12 á 15 metros de diámetro, lo que hoy puede considerarse absolutamente imposible. El coste de semejante objetivo, suponiendo que se pudiera construir, se elevaría á muchos millones de pesetas; pero ¡qué maravillas descubriríamos por medio de

un anteojo de tan formidable potencia! Todos los
Telescopio astronómico
secretos de la vida lunar aparecerían á nuestra

vista; veríamos los árboles, las casas y aun los animales y personas si los hubiera; nada escaparía á nuestras investigaciones. El Sol, con un aparato tan poderoso, aparecería á unas 70 leguas de nosotros; Marte á 28 leguas; Venus á 110 kilómetros; Júpiter á 1.600, y Saturno á 3.000. ¡Qué de misterios insondables aún para la ciencia se explicarían entonces! Pero debemos renunciar, al menos en mucho tiempo, á que tan hermoso sueño se realice. Es fácil imaginar estas

Una porción de cielo estrellado,
á simple vista.

cosas, y punto menos que imposible llevarlas á la práctica.

Y ahora entremos en materia, que bastante tiempo he defraudado vuestra impaciencia con estas consideraciones. Aproximaos y mirad uno tras otro, por medio del anteojo, el punto del cielo en que a primera vista aparezcan menos estrellas. ¿Qué es lo que observas, Adela?

—Veo un número grandísimo de luceros allí donde apenas se veían á simple vista tres ó cuatro. Estos me parecen mucho más separados que antes, y entre ellos y en todas direcciones aparecen centenares de nuevas estrellas muy brillantes.

—Bien. Sepamos ahora qué es lo que observa tu hermano.

Acercóse Luis al anteojo, y durante algunos momentos guardó silencio, abstraído ante el hermoso espectáculo que por primera vez en su vida contemplaba. Al fin, dijo:


La misma porción de cielo examinada con un anteojo astronómico.
—Me parece extraño que las estrellas no presenten con el anteojo los rayos que antes las rodeaban.

—Es que esos rayos no son más que una ilusión— repuso D. Alberto. —Se producen aparentemente por la refracción de la luz en la atmósfera, pero en realidad no existen. Los cuerpos celestes tienen forma esférica y no estrellada, como sin duda creías.

—Además —añadió Luis— veo ahora muchísimas estrellas más que antes; pero me parecen todas sumamente pequeñas; de tal modo, que las tres ó cuatro que antes miraba á simple vista, me parecían mayores que ahora, aunque mucho menos claras.

—Eso consiste —dijo D. Alberto— en que la atmósfera viene á hacer sobre los astros el efecto de una lente convexa, y los presenta muy amplificados; de modo que vemos el Sol, la Luna y las estrellas mucho mayores que si no existiera esa transparente capa de aire. Este aumento es mucho más notable cuando un astro se aproxima al horizonte, porque entonces la refracción es mayor, y por eso habréis observado que en las noches en que hay luna llena, al salir y al ponerse presenta un diámetro mucho más extenso que al llegar al cenit, que es el punto del cielo situado sobre nuestras cabezas. Con el Sol ocurre exactamente lo mismo; en algunas tardes calurosas habréis visto que al ponerse no presenta rayos y puede mirarse sin que hiera mucho la vista, y en cambio su disco, de un color rojo encendido, ofrece un tamaño aparente tres ó cuatro veces mayor que al mediodía.

El hecho, pues, de ver las estrellas lejanas más pequeñas con el anteojo que á simple vista, responde á que el anteojo reconcentra la luz y quita el efecto de los vapores atmosféricos, que, al mismo tiempo que hacen mayor la imagen, la presentan más enrarecida y confusa.

De todos modos, vemos en realidad con este anteojo casi cien veces mayores las estrellas que á simple vista, aunque otra cosa nos parezca. Ahora os persuadiréis de esa verdad, cuando os enseñe algunos de los planetas que en este momento son visibles.

Os dije ya que cuantas estrellas observamos á simple vista en el cielo son soles, á excepción de cinco, que son, en el orden de distancia al sol: Mercurio, una estrella pálida y pequeña que se ve por las tardes pocos momentos después de ponerse el sol y á poca distancia de éste, ó por las mañanas poco antes de salir; Venus, que os es ya bien conocido, pues es la hermosa y brillante estrella que recibe los nombres de lucero del alba y estrella matutina, y también el de lucero de la tarde, pues según las estaciones, aparece antes ó después de ponerse el sol; en el verano se le ve sólo por la madrugada. Siguen después la Tierra que habitamos y la Luna, que es un satélite nuestro, y más allá se encuentran Marte, que es aquella estrellita de color rojizo que veis allá: Júpiter, lucero de gran brillo, que también es visible en estos momentos á alguna distancia de la Luna, y por fin, Saturno, que recibe este nombre por el fulgor plomizo y débil de su luz.

Tales son los planetas visibles sin necesidad de anteojo ó telescopio; pero existen dos más: Urano y Neptuno, que han sido descubiertos con ayuda

de esos aparatos, y el último, además, por el
El sistema planetario.
cálculo. Ahora, y antes de que los examinéis, creo

indispensable daros alguna idea acerca de nuestro sistema planetario. Comprendo bien y me explico vuestra impaciencia; quisierais pasar la noche viendo astros á través del anteojo; pero esto satisfaría sólo vuestra curiosidad v nada diría á vuestro entendimiento. Cuando al mirar un astro sepáis algo acerca de él, vuestra satisfacción será más grande.

La Tierra forma parte de un sistema planetario que tiene por centro al Sol. Este enorme astro, cuyo volumen es un millón y cuatrocientas mil veces mayor que el de la Tierra, y que está encendido como un inmenso globo de fuego, atrae con poderosa fuerza á los astros colocados cerca de él, y los hace girar en torno suyo. Debo advertiros que todos los cuerpos celestes están solicitados por dos fuerzas contrarias: la de atracción, que los dirige hacia el centro del astro que los atrae, y la centrífuga ó de repulsión, que los lleva á alejarse de ese centro. Si predominara cualquiera de las dos fuerzas, los planetas caerían en línea recta sobre el Sol, ó por el contrario, se alejarían de él indefinidamente; pero la combinación de ambas hace que el planeta describa una circunferencia en torno del Sol, y á esa circunferencia se le da el nombre de órbita. Las orbitas no son curvas cerradas, porque el Sol cambia á cada momento de posición en el espacio, sino epicicloides ó espirales, que van extendiéndose en el espacio á modo de tirabuzón.

El planeta más cercano al Sol es Mercurio, que dista, por término medio, del astro del día 56 millones de kilómetros. Digo por término medio, pues su órbita no es circular, sino de forma elíptica muy prolongada, de modo que unas veces se aproxima al Sol hasta 44 millones de kilómetros y otras se aleja hasta 68. Os extrañará que haya podido determinarse la distancia de varios astros al Sol ó á la Tierra, y me limitaré á deciros que no hay en esto nada de arbitrario, pues esas distancias se conocen por medio de procedimientos muy exactos y precisos, que no estáis aún en situación de comprender, y que enseña una ciencia llamada Trigonometría. Conocida la distancia de un astro á la Tierra, por ejemplo, y determinado además el tamaño aparente que desde aquí presenta, fácil es deducir su tamaño verdadero; y por otros procedimientos que, una vez conocidas á fondo las matemáticas, son sencillos, pero que sería largo y poco útil explicaros ahora, se puede precisar también, no sólo la masa de un astro, sino el peso específico que tiene y la velocidad con que caen los objetos al suelo en su superficie. Basta á mi propósito haceros estas indicaciones para que no os extrañe la facilidad con que se habla de la distancia, dimensiones y peso de algunos astros, alejados en muchos millones de leguas de nuestro mundo.

Se llama año de cada planeta al transcurso de tiempo que emplea en completar su vuelta alrededor del Sol, ó sea en recorrer toda la órbita que traza en torno de ese astro. Mercurio hace este movimiento en ochenta y ocho días, y tiene estaciones algo más pronunciadas que las de la Tierra, pero cada una de las cuales dura poco más de tres semanas. Cuando Mercurio llega á su mayor proximidad del Sol , recibirá de ese astro diez veces más luz y calor que nosotros, pero es probable que tenga una atmósfera muy espesa, que temple tan excesivos ardores; además, á los cuarenta y cuatro días ese calor disminuirá en la mitad, para volver á elevarse luego rápidamente. No está ahora Mercurio sobre nuestro horizonte, y no podemos examinarlo; os diré, pues, que se han observado en su disco señales de montañas muy elevadas, y manchas obscuras, que deben ser mares.

Mercurio comparado con la Tierra.

Es próximamente diez veces más pequeño que la Tierra, y su movimiento de rotación, ó sea el que hace sobre ai mismo, dura casi veinticuatro horas, de modo que los días vienen á ser allí iguales á los nuestros.

—¿Y no habrá allá personas? —preguntó con la más viva curiosidad Luis.

—¿Quién será capaz de contestar con seguridad á esa pregunta?— repuso D. Alberto.—Nada se opone á que las haya, siempre que estén organizadas de tal manera, que puedan resistir un calor vivísimo y unos bruscos cambios de temperatura que nos matarían á nosotros. No hay razón alguna para que la Tierra, que, en comparación con otros, es un astro de escasa importancia, sea el único mundo que tenga el privilegio de la vida, y sobre todo de la vida inteligente, simbolizada en la humanidad. Además, la idea de que todos los mundos estén poblados, parece mucho más conforme á la bondad y grandeza de Dios, que la de limitar la vida á uno solo, y así lo declaran escritores religiosos de gran ciencia y mérito. Pero no es posible afirmar nada en este asunto con entera certidumbre; hay que limitarse á suposiciones más ó menos probables, y tener de todos modos en cuenta que, en el caso de que en los otros planetas haya seres vivientes, se diferenciarán mucho de los de aquí, pues estarán organizados con arreglo á las condiciones especiales de su mundo, de igual manera que los seres que poblaban la Tierra en los primeros períodos geológicos se diferenciaban mucho de los que hoy la habitan.

Después de Mercurio sigue, en el orden de distancia al Sol, el planeta Venus, situado á 108 millones de kilómetros del Sol y á 40 de la Tierra; de modo que es el planeta más próximo á nuestro mundo. Da la vuelta al Sol en doscientos veinticuatro días, y su eje de rotación se inclina en más de 60 grados, de modo que sus estaciones serán mucho más violentas que las nuestras, y á un verano abrasador sucederá un invierno sumamente frío. Las dimensiones de Venus se aproximan mucho á las de nuestro mundo, pues tiene algo más de las nueve décimas partes del volumen de la Tierra. Examinado al telescopio, presenta manchas obscuras, que deben ser mares, y otras más luminosas, que sin duda son tierras; se ha calculado que algunas de sus montañas deben tener más de 40.000 metros de altura, esto es, cinco veces la elevación del pico

Un hemisferio de Venus.

del Everest en el Himalaya, que es la montaña más alta del la Tierra.

Venus recibe del Sol próximamente el doble de calor y luz que nosotros, Temperatura que podrá ser soportable si tiene una atmósfera mucho más densa y elevada que la nuestra, como parece indicarlo la altura de sus montañas. Sus días tienen casi veinticuatro horas, como los terrestres.

A simple vista aparece como una estrella muy blanca y brillante, y cuando está más próxima á la Tierra, basta mirarla con un anteojo que aproxime treinta veces para que aparezca tan grande como la Luna. De igual modo que ésta y que todos los planetas ó astros sin luz propia, presenta fases; de modo que tiene cuarto creciente y cuarto memniante, y se le ve también completamente iluminado por el Sol, aunque esto sucede cuando se halla más lejos de nuestro globo.

Después de haber hablado de Venus, me correspondería ahora deciros algo de la Tierra, que es el planeta que le sigue en distancia al Sol; pero reservo para más adelante hablaros de nuestro globo y de la Luna, que le sirve de satélite. Me limitaré, pues, á deciros que la Tierra está, por término

Un hemisferio de Venus.

medio, á 148 millones de kilómetros del Sol (unas veces á 144 millones, y otras á 152), y que hace su movimiento de traslación en torno de ese astro en trescientos sesenta y cinco días y seis horas próximamente.

Ocupémonos ahora de Marte, que es el cuarto de los planetas que giran alrededor del Sol, del que dista, por término medio, 224 millones de kilómetros. Ese planeta, visible en estos momentos, y que se distingue fácilmente por su color rojizo, da la vuelta al Sol en seiscientos ochenta y siete días, y su

volumen no llega á la mitad del de la Tierra.
La Tierra antes de la aparición del hombre.
Voy á mostrárosle á través del anteojo, y deseo que me comuniquéis vuestras impresiones.

Luis fué el primero que se acercó el aparato con una curiosidad vivísima, y no pudo reprimir un grito de asombro.

—¿Qué es lo que ves?—le preguntó su hermana,
Marte en su cuarto menguante.
deseosa de participar de aquel espectáculo.

—Un astro tan grande ó mayor que la Luna cuando la faltan dos ó tres días para estar llena, de color amarillento que tira á rojizo, y lleno de manchas muy extrañas y quebradas. En la parte superior y en la inferior presenta unas manchas redondeadas y blanquecinas.

—Esas manchas son hielos —dijo D. Alberto;— y si desde Marte viesen la Tierra con un buen anteojo astronómico, también observarían hacia los polos grandes extensiones heladas.

No hay que decir que Adela satisfizo también su curiosidad y observó durante muy largo rato esa hermosa estrella rojiza, que tantas veces había llamado su atención. Don Alberto siguió diciendo:

—Ahora que habéis ya contemplado á Marte, llamado así por su color, pues los griegos daban aquel nombre al dios de las batallas, añadiré algunas nociones á las que ya tenéis de ese astro. Se ha demostrado que el peso en su superficie es una mitad menor que en la de la Tierra; de modo que objetos que pesan aquí un kilogramo, transportados allá pesarían escasamente 500 gramos, y con el mismo esfuerzo que necesitamos para saltar una zanja de dos metros, saltaríamos allá otra de doble anchura. Con los excelentes anteojos y telescopios de que dispone la ciencia astronómica se ha podido estudiar muy bien la superficie de Marte y se han trazado mapas de la misma, en que están escrupulosamente representados sus mares y sus tierras. Así como nosotros tenemos una Luna, Marte tiene dos, que se descubrieron hace pocos años y son muy pequeñas. Una de ellas gira tan de prisa en torno de Marte, que sólo invierte en su revolución ocho horas, de modo que se la ve salir y ponerse tres veces cada día. Si este planeta tuviera habitantes, podrían ser muy parecidos á los de la Tierra, pues Marte recibe del Sol la mitad del calor que nosotros; de modo que sus veranos resultarían excelentes primaveras, de temperatura muy grata; y en cuanto á los inviernos, no bay razón para que sean mucho mis rigurosos que los de por aquí.

—¿Y se sabe en qué consiste ese color rojizo de Marte?—preguntó Adela.

—Unos lo atribuyen á que las tierras de ese

Un aspecto de Marte.
Otro aspecto de Marte en su rotación.

astro serán rojizas; otros creen que consistirá en que los campos y las bojas de los árboles serán rojas allá, en vez de ser verdes como en la tierra, y no falta quien lo atribuya á la coloración de la atmósfera, que, en lugar de azul como la nuestra, podría presentar un matiz encarnado, en cuyo caso las estrellas parecerían de oro; pero lo cierto es que no se conoce la verdadera causa de su coloración.

Es ya muy tarde y nuestra conferencia se ha prolongado hoy mucho más de lo que yo creía. La suspendo, pues, aquí, y mañana terminaré la explicación que os vengo haciendo sobre los planetas de nuestro sistema solar.

No sin sentimiento renunciaron los niños a seguir mirando los astros á través del anteojo; pero realmente la hora era ya bastante avanzada, y aunque con gusto se habrían pasado la noche mirando el cielo, comprendieron que su tío tenía razón. Bajaron, pues, á la habitación donde sus papás les esperaban; les contaron todo cuanto habían escuchado y visto, y D. Alberto tuvo la satisfacción de observar que habían seguido sus explicaciones con tanta atención como aprovechamiento. Aquella noche, así Luis como Adela, soñaron con el cielo, creyendo ver astros que se acercaban á ellos con rapidez ó que chocaban entre sí, partiéndose en trozos encendidos, que al caer á la Tierra resultaban ser de oro. Al siguiente día se consagraron á sus ocupaciones y juegos de costumbre, pero deseando con el más vivo afán que llegase la noche, pues el estudio, bien entendido, encierra mayores atractivos y encantos que las distracciones más gratas.