La victoria de Lepanto

El Tesoro de la Juventud (1911)
El libro de la Poesía, Tomo 17
La victoria de Lepanto
de Fernando de Herrera

Nota: se ha conservado la ortografía original.


LA VICTORIA DE LEPANTO

Por las consecuencias que tuvo, cabe decir que la batalla naval de Lepanto, dada en 1571, cambió el curso de la historia, pues con ella concluyó el predominio turco en el Mediterráneo y recibió un golpe de muerte el Imperio de la Media Luna, que amenazaba extenderse por el mediodía y centro de Europa. El héroe de esta gran victoria fué D. Juan de Austria, hermano natural de Felipe II, teniendo parte en la misma el inmortal autor del « Quijote ». El poeta español Fernando de Herrera (1534—1597) la celebra en esta canción, que es una de las mejores de la poesía clásica castellana.

C

ANTEMOS al Señor, que en la llanura

Venció del ancho mar al Trace fiero:
Tú, Dios de las batallas, tú eres diestra,
Salud y gloria nuestra:
Tú rompiste las fuerzas y la dura
Frente de Faraón, feroz guerrero:
Sus escogidos príncipes cubrieron
Los abismos del mar, y descendieron
Cual piedra en el profundo: y tu ira luego
Los tragó como arista seca el fuego.

El soberbio tirano, confiado
En el grande aparato de las naves.
Que de los nuestros la cerviz cautiva
Y las manos aviva
Al ministerio injusto de su estado.
Derribó con los brazos suyos graves
Los cedros más excelsos de la cima;
Y el árbol que más yerto se sublima,
Bebiendo ajenas aguas, y atrevido
Pisando el bando nuestro y defendido.

Temblaron los pequeños, confundidos
Del impío furor suyo: alzó la frente
Contra ti. Señor Dios, y con semblante
Y con pecho arrogante
Y los armados brazos extendidos.
Movió el airado cuello aquel potente:
Cercó su corazón de ardiente saña
Contra las dos Hesperias que el mar baña,
Porque en ti confiadas le resisten
Y de armas de tu fe y amor se visten.

Dijo aquel insolente y desdeñoso:
« ¿No conocen mis iras estas tierras
Y de mis padres los ilustres hechos?
¿O valieron sus pechos
Contra ellos, contra el húngaro medroso
Y de Dalmacia y Rodas en las guerras?
¿Quién los pudo librar? ¿Quién de sus manos
Pudo salvar los de Austria y los germanos?
¿Podrá su Dios, podrá por suerte ahora
Guardallos de mi diestra vencedora?

» Su Roma, temerosa humillada.
Los cánticos en lágrimas convierte:
Ella y sus hijos tristes mi ira esperan
Cuando vencidos mueran.
Francia está con discordia quebrantada,
Y en España amenaza horrible muerte
Quien honra de la luna las banderas,
Y aquellas en la guerra gentes fieras
Ocupadas están en su defensa:
Y aunque no, ¿quién hacerme puede ofensa?

» Los poderosos pueblos me obedecen,
Y el cuello con su daño al yugo inclinan,
Y me dan por salvarse ya la mano,
Y su valor es vano,
Que sus luces cayendo se obscurecen.
Sus fuertes a la muerte ya caminan;
Sus vírgenes están en cautiverio;
Su gloria ha vuelto al cetro de mi imperio;
Del Nilo a Eufrates fértil e Istrio frío,
Cuanto el Sol alto mira, todo es mío.»

Tú, Señor, que no sufres que tu gloria
Usurpe quien su fuerza osado estima,
Prevaleciendo en vanidad y en ira,
Este soberbio mira,
Que tus aras afea en su victoria:
No dejes que los tuyos así oprima,
Y en sus cuerpos crüel las fieras cebe,
Y en su esparcida sangre el odio pruebe.
Que hecho ya su oprobio dice: « ¿Dónde
El Dios de éstos está? ¿De quién se esconde? »

Por la debida gloria de tu nombre.
Por la justa venganza de tu gente,
Por aquel de los míseros gemido,
Vuelve el brazo tendido
Contra éste, que aborrece ya ser hombre,
Y las honras, que celas tú, consiente;
Y tres y cuatro veces el- castigo
Esfuerza con rigor a tu enemigo,
Y la injuria a tu nombre cometida
Sea el hierro contrario de su vida.

Levantó la cabeza el poderoso,
Que tanto odio le tiene: en nuestro estrago
Juntó el consejo, y contra nos pensaron
Los que en él se hallaron.
« Venid, dijeron, y en el mar ondoso
Hagamos de su sangre un grande lago:
Deshagamos a éstos de la gente,
Y el nombre de su Cristo juntamente;
Y dividiendo de ellos los despojos,
Hártense en muerte suya nuestros ojos.»

Vinieron de Asia y portentosa Egipto
Los árabes y leves africanos,
Y los que Grecia junta mal con ellos.
Con los erguidos cuellos,
Con gran poder y número infinito;
Y prometer usaron con sus manos
Encender nuestros fines y dar muerte
A nuestra juventud con hierro fuerte,
Nuestros niños prender y las doncellas,
Y la gloria manchar y la luz de ellas.

Ocuparon del piélago los senos,
Puesta en silencio y en temor la tierra,
Y cesaron los nuestros valerosos,
Y callaron dudosos:
Hasta que al fiero ardor de sarracenos,
El Señor, eligiendo nueva guerra,
Se opuso el Joven de Austria generoso
Con el clero español y belicoso:
Que Dios no sufre ya en Babel cautiva
Que su Sión querida siempre viva.

Cual el león a la presa apercibido.
Sin recelo los impios esperaban
A los que tú, Señor, eras escudo:
Que el corazón desnudo
De pavor, y de fe y amor vestido.
Con celestial aliento confiaban;
Sus manos a la guerra compusiste,
Y sus brazos tortísimos pusiste.
Como el arco acerado, y con la espada
Vibraste en su favor la diestra armada.

Turbáronse los grandes, los robustos
Rindiéronse temblando y desmayaron;
Y tú entregaste, Dios, como la rueda.
Como la arista queda
Al ímpetu del viento, a estos injustos.
Que mil huyendo de uno se pasmaron.
Cual fuego abrasa selvas cuya llama
En las espesas cumbres se derrama.
Tal en tu ira y tempestad seguiste,
Y su faz de ignominia convertiste.

Quebrantaste al crüel dragón, cortando
Las alas de su cuerpo temerosas
Y sus brazos terribles no vencidos:
Que con hondos gemidos
Se retira a su cueva, do silbando
Tiembla con sus culebras venenosas,
Lleno de miedo torpe sus entrañas,
De tu león temiendo las hazañas;
Que saliendo de España dió un rugido,
Que lo dejó asombrado y aturdido.

Hoy se vieron los ojos humillados
Del sublime varón a su grandeza.
Y tú solo, Señor, fuiste exaltado;
Que tu día es llegado,
Señor de los ejércitos armados,
Sobre la alta cerviz y su dureza,
Sobre derechos cedros y extendidos,
Sobre empinados montes y crecidos,
Sobre torres y muros y las naves
De Tiro, que a los tuyos fueron graves.

Babilonia y Egipto amedrentada
Temerá el fuego y la asta violenta
Y el humo subirá a la luz del cielo:
Y faltos de consuelo,
Con rostro obscuro y soledad turbada,
Tus enemigos llorarán su afrenta.
Mas tú, Grecia, concorde a la esperanza
Egipcia, y gloria de su confianza,
Triste, que a ella pareces, no temiendo,
A Dios, y a tu remedio no atendiendo,

¿Por qué ingrata tus ojos adonaste
En adulterio infame a una irnpia gente
Que deseaba profanar tus frutos,
Y con ojos enjutos
Sus odiosos pasos imitaste.
Su aborrecida vida y mal presente?
Dios vengará sus iras en tu muerte;
Que llega a tu cerviz con diestra suerte
La aguda espada suya: ¿quién, cuitada,
Reprimirá su mano desatada?

Mas tú, fuerza del mar, tú, excelsa Tiro,
Que en tus naves estabas gloriosa
Y el término espantabas de la tierra;
Y si hacías guerra.
De temor la cubrías con suspiro,
¿Cómo acabaste, fiera y orgullosa?
¿Quién pensó a tu cabeza daño tanto?
Dios, para convertir tu gloria en llanto
Y derribar tus ínclitos y fuertes.
Te hizo perecer con tantas muertes.

Llorad, naves del mar, que es destruida
Vuestra vana soberbia y pensamiento.
¿Quién ya tendrá de ti lástima alguna,
Tú, que sigues la Luna,
Asia adúltera, en vicios sumergida?
¿Quién mostrará un liviano sentimiento?
¿Quién rogará por ti? Que a Dios enciende
Tu ira y la arrogancia que te ofende:
Y tus viejos delitos y mudanza
Han vuelto contra ti a pedir venganza.

Los que vieron tus brazos quebrantados
Y de tus pinos ir el mar desnudo,
Que sus ondas turbaron y llanura,
Viendo tu muerte obscura,
Dirán, de tus estragos espantados:
¿Quién contra la espantosa tanto pudo?
El Señor, que mostró su fuerte manen
Por la fe de su príncipe cristiano
Y por el nombre santo de su gloria,
A su España concede esta victoria.

Bendita, Señor, sea tu grandeza;
Que después de los daños padecidos,
Después de nuestras culpas y castigo,
Rompiste al enemigo
De la antigua soberbia la dureza.
Adórente, Señor, tus escogidos:
Confiese cuanto cerca el ancho cielo
Tu nombre, ¡oh nuestro Dios, nuestro consuelo!
Y la cerviz rebelde condenada
Perezca en bravas llamas abrasada.