La torería : 04
Capítulo IV
- Que ta bouche soit bénie, car elle est adultere;
- Elle a le gout des roses nouvelles et dela vielle terre;
- Elle a sucé les sucs, obscurs des fleurs et des roseaux;
- Quand elle, parle, en entand comme un bruit trés lotain de roseaux,
- Et cet rubis impie du volupté, toute sanglat et tout froid
- C'est la dernière blessure de Jésus sur la croix.
La voz pastosa de Julito remató prosopopéyica la sacrílega poesía de Gourmond. Después se hizo un silencio poblado de cuchicheos, y luego sonó un chasquido, y otro, y otro. Era doña Egilona Romo del Bengali, la «Virgen del Chulampo», que aplaudía.
De todas las personas congregadas en el «amable nido de soltero» que habitaba Calabrés, la poetisa nicaragüense era la única que tomaba en serio los desplantes poético-decadentes del elegante. Sentada junto a la condesa viuda de la Campanada, profanando con el roce de su impermeable a cuadros verdes y amarillos el superbo brocado recamado de oro que tapizaba el diván, gorda, baja, bigotuda, el sombrero en una oreja y las gafas en la punta de la nariz, ponía sus cinco sentidos en los versos, mientras repetía mentalmente una «improvisación» (que llevaba aprendida de memoria) con que pensaba obsequiarles, y aplaudía con sus manos de fregatriz, enriquecidas de sortijas de pacotilla.
¡¡La «Virgen del Chulampo»!! Ella, en misión redentorista y educadora, había luchado con los salvajes; a caballo sobre un potro, en pelo, había corrido por los bosques inexplorados y las landas inmensas, y había lanzado flechas y dormido al arrullo de las alimañas feroces, hasta que un día... ¡horror!, los pieles rojas la habían violado. Como por las ciudades arrasadas, un escuadrón entero pasó sobre ella. Heroica, indomable, volvió a empezar sus luchas, pero la naturaleza fue cruel, y la «Virgen del Chulampo» hubo de cambiar el caballo por la hamaca, el rifle por el abanico, el pantalón por la falda de vuelo; ¡la «Virgen del Chulampo» dio a luz un niño muerto! Desengañada se retiró a su país, y bajo el peso de su escarmiento, en lo que a las condiciones para la civilización de los pieles rojas se refería, dedicó sus esfuerzos al feminismo y fundó un periódico, «Encajes y Filigranas». Desde entonces la «Virgen roja (había añadido el rojo para matizar algo, el blanco virgen) del Chulampo» fue portaestandarte del feminismo.
En aquel momento desarrollaba un curso sobre poesía ante la condesa viuda de la Campanada, que daba cabezadas aprobadoras, sonriendo con el aire inteligente de quien llegó al cabo de la calle, obligada como estaba a entretener su fama erudita y «dilettanti» de las letras, mientras se zampaba una tostada pensando en su fuero interno en el procedimiento que usaría Julito para untar de aquel modo, la manteca que daba por resultado tan ricas tostadas.
Reinaba en el despacho una atmósfera tibia, cargada de aroma de rosas y de humo de cigarrillos turcos. En chinescos vasos, en canastillas de Sajonia, en altos búcaros de Venecia y Bohemia se deshojaban rosas de tenues coloraciones de carne. Alto zócalo de caoba cercaba el cuarto, y de él al techo tendía su acuosa irisación rico brochado verde pálido. En dorados marcos de barroca talla retratos del siglo XVIII lucían su frívola elegancia; marquesas de Versalles deshojaban, sobre las faldas huecas, pálidas flores, mientras, tendido el cuello que había de segar la guillotina, reían con los labios pintados su risa de muñecas. Junto a ellos las acuarelas de Moreau daban al través del deslumbramiento de un ensueño de poeta la visión prodigiosa del vivir remoto -danzantes princesas consteladas de joyeles y cortejos de insólita magnificencia-, y las aguafuertes de Goya, encerradas en cuadros de ébano, producían un escalofrío de horror de monstruosas obsesiones.
Sobre aquel fondo de estética rebuscada, que denunciaba al artista y al «poseur», reuníanse aquella tarde hasta unas veinte personas. Mujeres «chics», literatos, pintores, cómicos y aventureros se confundían en el híbrido decamerón, donde ponía, por raro capricho de Julito, siempre a caza de contrastes, una nota castiza la presencia del «Lucero», el astro taurino que prometía en la próxima temporada emular las glorias de los héroes del toreo. A la sombra de colosal palmera, moldeada en los pliegues de la túnica de terciopelo mirto, Floria Acebedo escuchaba, con su impasibilidad de esfinge, las apasionadas razones de Jaime Sigüenza que, extraño en su exageradísima elegancia 1830 y su melena nazarena, le hablaba, lívido el demacrado rostro, con el fondo de las pupilas que el éter había cernido de anulados abismos, un fulgor de pasión y de locura. Sonreía ella, tenuemente, los ojos inmensos, negros, profundos y misteriosos fijos en el vacío, la frente de niña pura bajo los bandos hieráticos, sin una arruga de preocupación, y en los labios, muy finos, muy delgados, muy rojos, un no sé qué de cruel.
Un poco más allá Rolando Fuensanta, el poeta admirable, el creador de la nueva escuela, el que en sus versos, sonoros como melodías de órgano, había encontrado notas imprevistas de inaudita magnificencia, el peregrino evocador del mundo antiguo peroraba con su altiva prosopopeya habitual. En otro grupo del ferial cosmopolitismo, cuyos integrantes habíanse encontrado en aquella plataforma social unos a fuerza de subir, los otros a fuerza de bajar, el vizconde de Malibrán hablaba de sus ascendientes, según él, los heroicos capitanes, y que efectivamente debieron serlo, pero de bandoleros en las montañas de Calabria. Y por fin, junto a la chimenea, en otra peña de hombres en que se fumaba y se bebía té a la rusa, Tina Rosalba hacía chistes capaces de avergonzar a un autor sicalíptico; chistes que acogían con entusiamo los oyentes, más por venir de quien venían, y por el gusto de presumir luego de intimidad con aquella extraña mujer, que por su gracia.
Hacía ya un rato que la vena de la Rosalba iba en decadencia. Vio a Julito perderse por la puerta de la biblioteca con el torero, e impaciente por reunirse a ellos para la ansiada declaración, empezó a buscar un pretexto decoroso para escabullirse. Al fin, no pudiendo aguantar más, acercose a la mesa de té y se puso a servirse otra taza.
La «Virgen del Chulampo» habíase puesto en pie ante la condesa, que daba cabezadas en los horrores de la digestión, comenzando a recitar una poesía:
- Por la Pampa solitaria, que se extiende vagorosa,
- van los gauchos, caballeros en sus potros arrogantes.
- .............................................................
Y su brazo se tendía en un gesto que ella soñaba escultural, bajo la manga del impermeable a cuadros verdes y amarillos.
Tina se deslizó hacia la puerta.
Sobre el severo fondo de la biblioteca, decorada según el gusto del reinado de Enrique IV... altas estanterías de tallado nogal, butacones de enorme respaldo con antiguas tapicerías, grandes mesas de labrados soportes y gran chimenea, en que lucía entre ricas tallas el retrato de un pálido adolescente de aterciopelado traje negro, ojos de violeta y manos de marfil (un príncipe inglés o algún flamenco prócer fanático de la Reforma), el «Lucero», de palique con Julito, destacaba la popular arrogancia de su persona.
Se había afinado mucho en los diez meses transcurridos desde la juerga de los Viveros. Más delgado, menos tosco de ademán, sus ojos parecían agrandados al contacto de no sé qué cansancio impreso en su rostro marchito. La Rosalba habíale vuelto su perdón, pero no su amistad, y menos aún su amor.
La existencia había cambiado por entero para él. Rosita, empujada por su desdén, arrastrada por los consejos de los demás, se había echado «a la vida». No fue una «cocotte» de fama, porque demasiado castiza para los sombreros de plumas y los automóviles, prefirió los mantones de Manila y las «manuelas» de alquiler; pero fue una hembra de trapío que llevó solitarios en las orejas y supo gastarse mil duros en regalar a su chulo un brillante como una avellana. Tenían dinero y... no eran felices.
Habían huido las noches con sueño y las mañanas triunfales en su despertar inundado de sol, de risas y de besos. Vivían su nocturna vida cada cual por su cuenta para caer a la alborada el uno en brazos del otro, no entre caricias, sino entre amenazas, reproches y desdenes.
Entró, pues, Tina en la biblioteca con su aire varonil y resuelto, fuese a ellos y tendió la mano al torero:
-Aquí me tiene usted.
Él calló, presa de mal disimulada emoción.
Julito, siempre discreto, se despidió:
-Vaya, hechas las paces, no me necesitan. Me voy a hacer los honores. -Y salió.
La Rosalba aproximose a la chimenea, tomó asiento en un amplio sofá de cuero estilo Maplé, cruzó una pierna sobre otra con despreocupado gesto, y cogiendo de una caja de plata dos pitillos, encendió uno, ofreció otro al torero y luego, haciendo sitio en el diván, invitó:
-Siéntese usted aquí.
Obedeció él, siempre callado, en contemplación fervorosa de la dama.
-Hablemos como buenos amigos -prologó ella con voz serena-. Me ha dicho Julito que quería verme, que si no se iba, que... ¡qué sé yo cuántas cosas!
Su palabra era tranquila, clara, bien matizada, sin trémolos de emoción ni opacidades de disimulo; su gesto mesurado, un poco sobrio, como suyo; sólo los ojos la traicionaban, sus ojos de golfa o de princesa lejana, ojos desvergonzados y tristes, burlones y soñadores, que ahora lucían agobiados de deseos.
Él permaneció en un mutismo fosco, de salvaje prisionero.
-Sea franco conmigo, como yo lo soy con usted. Me ha dicho Calabrés que está usted como loco, que lo va a echar todo a rodar, que se vuelve al campo sin la alternativa... -y alzando sobre él la mirada, en que temblaba ahora la rojiza llamarada del hogar, interrogó osada:
-¿Qué quiere usted?
Cerró los ojos como si fuese a arrojarse en un abismo, y sombrío, casi trágico, murmuró:
-¡Te quiero a ti!
Esta vez no protestó ella, no se enfadó. Dejó vagar una sonrisa enigmática por los rojos labios, apoyó su mano en el hombro del torero, y los ojos bajos, comenzó a hablarle con el tono persuadido que emplearía con un niño caprichoso:
-¿No ves -también ella le tuteaba ahora- que eso no puede ser? Mira -siguió cada vez más insinuante, mientras su mano hacía dulce presión sobre su espalda-, tú tienes una querida, de quien estás enamorado...
-¡Maldita sea! -rumió en voz concentrada.
-Eso lo dices porque estoy yo aquí -rió ella frívola-. Pero la quieres...
-¡Mentira!
-Pero si eso no importa, no seas chiquillo; si hay algo peor. Tú -prosiguió persuasiva- no quieres pensar que yo soy una mujer casada y que lo que quieres no puede ser.
-¡Valiente cosa te importa! -murmuró en voz muy baja.
El fino oído de la dama cogió la frase al vuelo.
-¡No había de importarme!... Ahora, ya ves, debía enfadarme contigo por decirme una impertinencia, pero no quiero. -Y después, con esa ligereza de las mundanas, proyectó:
-Vamos a ser muy amigos, pero muy amigos, los dos. Yo te ayudaré; mis ojos te seguirán siempre y triunfarás. -Y como él callase tercamente, en un silencio casi amenazador: -¡Seremos más que amigos! ¡Como hermanos! -y nostálgica: -¡Tú no sabes qué cosa tan hermosa es la amistad!
-¡Pamplinas! -exclamó estallando en ira y pasión-. ¡Pamplinas «to» eso! ¡Yo te quiero! ¡Te quiero más que a mi «vía »! ¡No hago más que penar por ti; ni como, ni duermo, ni vivo! ¡Te quiero, y tú vas a ser mi perdición!
Ante la pasional avalancha, la turbadora sintió una sensación deliciosa, y la fina garra estrechó la mano del amado.
-¿Me oyes? ¡Te quiero, y no quiero pamplinas! -reanudó exaltándose-. ¡Te quiero y me has de querer!
Su mano apretaba rudamente el brazo de dama. Ella murmuró:
-¡Me haces daño!
-¡Mejor! ¡Te mataré si no me quieres!... ¿Me quieres, di, me quieres? -y apretaba el brazo brutalmente.
Tina sentía un desfallecimiento delicioso, un temeroso deseo de que la brutalizasen, una perversa voluptuosidad al doblegarse a la caricia del macho, e incapaz de resistir, inclinose sobre el respaldo del sofá. «El Lucero» la estrechó entro sus brazos con fiero transporte de pasión.
-¿Me quieres, di, me quieres?
Tina hizo un esfuerzo, y rompiendo el nudo de los brazos, escapó junto a la chimenea; tornó a alcanzarla, y sus brazos la hicieron prisionera nuevamente:
-¿Me quieres, di, me quieres?
La miró al fondo de los ojos; en el dorado abismo de las pupilas lucía una llamarada de pasión, la hoguera maldita que brilló un día fatal en los ojos de la hija del rey de Is. Fundió en un beso inacabable las bocas, y susurró sobre sus labios:
-¿Me quieres, di, me quieres?
Desfallecida suspiró:
-Sí.
-¡Por Dios!... ¡Julito! -protestá ella, y luchó por desasirse. Al fin lo consiguió en el instante en que el dueño de la casa, abriendo la puerta, aparecía en el umbral. Al verlos sonrió, y encarándose con su amiga bromeó:
-¡Te harás violar!
Ella chasqueó la lengua y luego rió cínica:
-¡Puede!