La revolución de la medallita

Tradiciones peruanas: Cuarta serie (1894)
de Ricardo Palma
La revolución de la medallita


El marqués de Santa Sofía del Real Secreto y barón de Bobaliche era una copia exacta del niño Goyito, tan espiritualmente pintado por Pardo en su Espejo de mi tierra. Por fortuna, el tipo de esos limeños cándidos de empollar huevos ha desaparecido hasta el punto de que nuestra generación lo juzga inverosímil, no embargante el testimonio de gente que alcanzó a conocer prójimos de esa cría.

Don Chombo (que así lo llamaremos para evitar que, apuntando el verdadero nombre y título, nos armen camorra sus descendientes) seguía en política la bandera del más fuerte.

Cuando en 1821 entró San Martín en Lima, retirándose los realistas a espeta-perros, nuestro marquesito se declaró furioso insurgente, y decía: -¡Hasta cuándo, pues, querían los chapetones que les durase la mamandurria? ¡No, señor: de una vez salgamos de capa rota y seamos dueños de lo nuestro! ¡Viva la patria y mueran los godos!

Cuando en 1824, perdidos los castillos del Callao y en posesión de ellos Rodil, la anarquía entre rivagüeristas y torretaglistas y una larga serie de contrastes pusieron de mal cariz la causa de la república, se apresuró don Jerónimo a voltear casaca, y frecuentando los círculos realistas, decía muy exaltado:

-¡Qué canejo! ¡No puede tolerarse que estos negruscos de insurgentes vengan con sus manos lavadas a hacer cera y pábilo de lo que pertenece a nuestro amo y señor don Fernando VII, que Dios guarde! ¡Viva el rey y muera la patria!

A principios de diciembre de ese año súpose vagamente en Lima que el ejército republicano había sufrido un descalabro en Corpahuaico y Matará, noticia que alentó mucho a los realistas de la capital.

Punto de tertulia para éstos era la tienda de Orcacitas, en la calle del Arzobispo.

Allí se arreglaba la suerte del país a qué quieres boca, y se hacían y deshacían reputaciones, y se inventaban y echaban a rodar bolas estupendas.

A manos del dueño de la tienda había llegado una medalla de las que, con el busto del monarca, se acuñaron en España para conmemorar el restablecimiento del régimen absoluto, y mostrábala el mercader a sus correligionarios don Valerio Tamarite y don Alejo Chamichumi, cuando acertó a entrar el barón de Bobaliche; y los tres amigos, fingiendo un airecito de sorpresa, se confabularon para hacerlo comulgar con una rueda de molino.

-¡Hola, caballeros! ¿De qué se trata?

-De nada, marqués, de nada.

-¿Cómo de nada? ¿Y lo que han escondido ustedes al entrar yo? Me parece, señor Orcacitas, que soy de fiar, y que la justa causa tiene en mí un leal servidor.

-Mire usted, marqués, es que la cosa es muy importante -contestó el tendero.

-Y nos va el pellejo, si los patriotas gulusmean lo que traemos entre manos -agregó Chamichumi.

-Claro como el agua -añadió Tamarite-. El número uno es mucho número y hay que cuidarlo, y los tiempos andan como para no tener confianza ni con el cuello de la camisa.

-¡Pues, hombre! ¡Véngame usted con tapujos, a mí..., al marqués de Santa Sofía del Real Secreto!... ¡No faltaba más! Pues sépase usted, amigo Tamarite, que soy de la logia de Aznapuquio, y que estoy en el intríngulis de las cosas -dijo don Chombo golpeándose el hecho con grotesca fatuidad.

-¡Ah! Si está usted en autos y pertenece a la logia de Laserna y Canterac, no tenemos para qué jugar al escondite -repuso Orcacitas, y sacando la medalla se la enseñó a don Jerónimo.

Éste la miró y remiró, la tomó al peso, la golpeó con la uña para oír el sonido metálico, y devolviéndola a su dueño dijo:

-Plata es. Bien valdrá dos duros. ¿Quiere usted que la juguemos a cara o sello?

-¡Hombre, no hable usted herejías! -interrumpió Tamarite-. Bésela usted para que Dios lo perdone.

-Venga -contestó el marqués-. Nada se pierde con besar, por si es reliquia de algún santo y gano indulgencias.

-No, señor, es más que reliquia -dijo Chamichumi fingiendo indignación.

-¡Bueno! ¡Bueno! No hay que incomodarse, caballeros; que quien peca por ignorancia, venialmente peca.

-Su majestad -continuó Chamichumi- para recompensar a sus fieles vasallos de Lima ha creado una nueva orden con más privilegios que las de Isabel la Católica, San Hermenegildo y Carlos III, y ha mandado cincuenta medallas con su real imagen para que se distribuyan entre otros tantos del partido.

-¡Cómo es eso! ¿Y de mí no se ha acordado el rey, cuando soy más godo que cristiano? -exclamó, entre envidioso y picado, el buen marqués.

-¡Hombre, calma y no sulfurarse! ¡Caramba con el geniecito! Las medallas han venido consignadas al conde de San Isidro, y no tiene usted más que hacérsele presente para que en un santiamén lo condecore.

-Pues donde él me voy, antes que por falta de diligencia me vaya a dejar en claro, diciendo qué ocurrí tarde y que espere a la otra remesa.

-Eso es, marqués, así sobre calentito... ¡Pero por Dios!, guárdenos usted secreto y que nuestros nombres ni suenen ni truenen.

-Pierdan cuidado, caballeros, que mi boca es una alcancía.

Y don Chombo, desempedrando calles, se dirigió a la de Gremios, donde vivía el conde de San Isidro, jefe de una antigua e importante casa de comercio y a la sazón patriota tibio, aunque había estampado su garabato en el acta de la jura de la independencia.

Estaba el señor conde en su escribanía, muy ocupado en confrontar unas cuentas, cuando se presentó el marqués y le dijo:

-Señor conde, aquí estoy porque he venido.

El de San Isidro, que era hombre seriote y de malas pulgas, le contestó sin dejar de examinar papeles:

-Pues ha venido usted, señor marqués, sin ser llamado; y haría bien en salir por donde entró, que ahora estoy rodeado de ocupaciones que no admiten espera.

-El servicio del rey es ante todo, señor mío -repuso Chombito ahuecando la voz-, y sépase usted que estoy inteligenciado del negocio. La prueba es que vengo por la mía.

El conde de San Isidro, que sus razones tenía para andar escamado con la política, dejó la pluma, y poniéndose de pie, balbuceó:

-No entiendo lo que quiere decirme, señor don Chombo.

-Eso es, hágase usted ahora de los del limbo; pero no sabe que tengo muchas agallas. Venga la que el rey me ha mandado, con su correspondiente diploma, y cuente usted con mi silencio, y con que yo y los míos haremos todo lo que de nosotros exija para que el diablo acabe de llevarse a este pícaro de Bolívar, que está con el agua hasta el pescuezo.

-¡Vamos, señor marqués, usted ha almorzado fuerte, y que me aspen si comprendo jota de lo que tan sin ton ni son está ensartando!

-¡Hola! ¡Sigue usted negativo y contumaz, como si yo no fuera hombre de guardar un secreto! Pues mire usted lo que hace, señor mío; porque si no me entrega mi medalla, suelto lengua y se lleva el diablo la pipa. Conmigo no juega usted ni nadie, y puede que la torta le cueste un pan, y que Bolívar lo fusile sin misericordia. ¡Hombre! ¡Estamos frescos! ¡Habrase visto pechuga de la laya!

Y don Chombo salió viendo lucecitas de rabia de casa del de San Isidro, dejando a éste metido en un mar de confusiones y con un susto mayúsculo dentro del cuerpo.

El marquesito fue refiriendo a cuantos encontró por el camino (por supuesto, recomendándoles el secreto) que consignado al conde de San Isidro había enviado su majestad el Borbón un cargamento de condecoraciones, y que el zamarro encargado de repartirlas entre los leales se había propuesto hacer serrucho con ellas, traicionando el propósito del monarca.

Con más velocidad que si hubiera venido impresa en la Gaceta de Madrid, corrió la especie entre los partidarios de España, y la casa del conde de San Isidro fue un jubileo de entradas y salidas de hombres, y hasta de mujeres, que iban a reclamarle la medalla; pues estaban segurísimos de no haber sido olvidados por don Fernando VII el Deseado en la distribución de sus reales mercedes, que debía correr parejas con las llamadas mercedes enriqueñas repartidas a manos llenas por el de Trastamara entre los que lo ayudaron a derrocar al rey don Pedro y usurparle la corona.

El malaventurado conde, que sin saber cómo se encontraba en un laberinto peligroso, sólo pudo escapar de los pedigüeños y del conflicto que preveía refugiándose en una hacienda a cinco leguas de Lima.

Coincidió su repentina ausencia con la fausta noticia de la gran victoria alcanzada por el ejército independiente en Ayacucho; y algunos de los afanosos antes por la medalla, se volvieron al sol naciente, y para congraciarse con el Libertador le denunciaron que el de San Isidro poseía los hilos de un plan diabólico que si a tiempo no se destruía pondría infaliblemente la República al borde del abismo.

A ser menos circunspecto Bolívar, habrían ido a chirona todos los acusados como cómplices en el nefando y misterioso proyecto. Por fortuna, el Libertador era hombre de no asustarse con duendes ni musarañas, y fue tan sagaz y hábilmente desenredando la madeja, que a la postre llegó a sacar en limpio que el origen de todo el caramillo estaba en la candorosidad del marqués de Santa Sofía del Real Secreto y barón de Bobaliche, quien de una hormiga había hecho un elefante.

Desde entonces, siempre que le hablaban a Bolívar de maquinaciones contra el gobierno, contestaba sonriendo:

-¡La pim... pinela! ¿Si será esto como la revolución de la medallita?