La prueba
de Emilia Pardo Bazán
- XIX -

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Serían las doce de la mañana cuando empecé a despertarme, con acíbares en la boca, las sienes estallando de jaqueca, el hígado pesado como plomo, y en el alma esa inexplicable desolación, ese pesimismo obscuro y hondo de los días que siguen a las noches orgiásticas. En medio de mi sopor oía un ruidito semejante al que hacen las teclas del piano cuando se las hiere en seco estando el instrumento desencordado del todo; eran los tacones de la pecadora, que daba mil vueltas por el cuarto, en puntillas, y entraba de vez en cuando, para volver a salir con algún objeto en las manos o en la falda. Sin duda a cada salida cuidaba de mirar hacia mí, pues al punto se dio cuenta de que yo estaba despierto, y llegándose e inclinándose a mi oído murmuró: «No hagas caso... Duerme más si se te antoja. Están ahí las prenderas, y les voy sacando a la sala las cosas, para que las vean y las ajusten... ¡Infundiosas como ellas, venir a tales horas! Si te incomodan, mira... las plantifico en la calle».

No contesté. Me levanté como si me impulsase un resorte. ¡Yo sí que quería plantarme donde la perdiese de vista! Su pelambrera enredada; su bata de rica seda, con el encaje hecho jirones; el chapaleteo de su calzado; su misma hermosura, su frescor intacto después de la noche toledana, me empalagaban como empalaga el último bocadillo de piña de América o de otro dulce muy rápido y gustoso. Bascas de la materia, ¡cómo asombráis el espíritu! ¡Cómo le recordáis su origen, su fin, su esencia divina! ¡Lástima que algunas veces os retraséis en el camino, y llegaréis solo en buena sazón para chapuzarnos en las amargas aguas de arrepentimiento de que hablaba el Salmista!

Necesité violentarme para no tratar mal a la desdichada. Comprendí la brutalidad que les entra de sobremesa a ciertos hombres. Me disculpé con jaquecas y molestias gástricas, y ella empeñándose en llamar a un médico, en aplicarme compresas de agua de colonia, en darme calcio... Por fin logré zafarme, y en mi casa me lavé de pies a cabeza, me cambié de ropa, y me juré a mí mismo ir a la calle de Claudio Coello a borrar la mala impresión de la comida... «Salustio, ahora veremos si eres hombre o pelele. Anoche te portaste... Vergüenza debías tener. ¡Para eso tanto bravucar con el Padre Moreno, tanto echártela de redentor y hermano de Carmen... y ayer, sólo con la idea de que el enfermo bebía en aquel mismo vaso, ya no pudiste catar bocado, ya te pusiste a soñar disparates y acabaste por hacer de una pendanga nada menos que la encarnación de la vida!... No tienes tú, no, el coraje de esa mujer sencilla y modesta... Y lo que es ella te ha calado... Anoche es seguro que le infundiste lástima. ¡Rehabilítate hoy!».

Cuando el propósito de rehabilitación me llevó a casa de mi tío, eran las cinco de la tarde, y la criada, al abrirme la puerta, me indicó que en el corredor encontraría a su señora.

Allí me dirigí, y esta vez Carmen, al verme, no mostró aquella extraña emoción de otras veces, cuando impensadamente me presentaba. Saludome muy cordial, y su fisonomía no perdió la irradiación dulce y serena que ya había notado en ella el domingo anterior. Estaba en pie, de bata floja, recogido el pelo al descuido, y arreglando loza en el chinero.

-¡Qué milagro! -la dije-. ¿Cómo no te encuentro al lado del tío Felipe? Me han dicho que no sales de allí.

-Es una exageración -contestó tranquilamente, y sonriendo sin interrumpir su tarea-. El mal no requiere estar siempre allí, como no sea para que no se aburra de verse solo. ¡Viene tan poca gente! Pero hoy casualmente ha llegado de Pontevedra Castro Mera, y me lo entretendrá un ratito. Yo, con eso, me he escapado a dar una vuelta por aquí.

Continuó arreglando. Las tazas, las copas, bajo su mano inteligente, se situaban en orden y con lucimiento, y en su bolsillo, a cada movimiento del brazo, se oía, sonoro y claro más que nunca, el tilinteo de las llaves.

-Carmen -pregunté tomando una silla-: ¿y qué te parece a ti del estado del enfermo? ¿Le encuentras alguna mejoría? ¿Esperas que sanará? Nadie puede saberlo mejor que tú, que le cuidas.

Se volvió hacia mí con un plato de china en la mano, y antes de responder, lo pensó un poco. Luego dijo lentamente, con voz nublada y sinceramente dolorida:

-No le encuentro mejoría ninguna. Al contrario. Tiene unos dolores horribles, y cada día se le presenta en alguna parte del cuerpo nueva llaga. Estos días empieza la garganta a afectársele. No: lo que es mejorar, no mejora. Se me figura, al contrario, que pierde más terreno del que el médico sospecha o da a entender.

-¿Y tú... -murmuré acercándome a ella y hablando muy bajito- sé franca... sabes... lo que tiene?

El plato chocó con las otras piezas de loza al depositarlo en el estante, y ella respondió tan bajo como había hablado yo mismo:

-Sí.

Callamos los dos un instante. Ella arreglaba, pero ya alterada y febril, y la loza y el cristal se embestían con frecuencia. Fui el primero a recobrar el uso de la palabra, y acercándome y tomándole las manos según acostumbraba otras veces, exclamé:

-Carmiña, mira, tengo que pedirte un favor... pero un favor muy grande... Ya te suelto, mujer... Yo te he obedecido siempre que me leas suplicado alguna cosa... ahora compláceme tú... ¿me complacerás? ¿me lo prometes? Si ya has adivinado de lo que se trata, si ya lo entendiste... ¡A mí no me digas!... Atiende; por ahora sufres con mucho valor la asistencia... estás empezando, como quien dice... Lo que llevas bregado, no es nada para lo que te queda por bregar... Tú no te formas ni idea de cómo va a ponerse ese hombre... Tu marido llegará a criar gusanos en vida -murmuré estremeciéndome y temblando con solo el pensamiento-. ¡Ay! Día vendrá, Carmen, en que no podrás resistir, en que llegarás al límite de tus fuerzas, porque todo en el mundo tiene límites... Pues... yo... yo puedo prescindir de estudios y de todo... escucha... y ayudarte, ayudarte... Verás cómo me vengo aquí y me porto... Te respondo de mi estómago y de mi voluntad... No llevo mira interesada alguna... quiere decir que no soy el de antes... ¿me comprendes? Si falto a mi programa... échame a la calle. Y esto no te lo ofrezco como favor, no: te lo ruego... será una satisfacción inmensa para mí. Es la única felicidad a que aspiro. Tití... anda... ¡no me lo niegues!

Interrumpida su labor, se quedó ante mi reflexionando, mirándome fijamente al fondo de las pupilas. Y al cabo, con voz apacible, pronunció:

-Salustio, te lo agradezco muchísimo. Tienes muy buen corazón, y no dudo que me lo ofreces de verdad, con el mejor deseo del mundo: además, siendo pariente tan próximo de Felipe, yo no había de impedirte que te acercases a su cama cuando está enfermo. Pero en cuanto a que llegue a fatigarme la asistencia... en eso, te equivocas. No me cansará, aunque dure diez años. Tengo muchísima mayor provisión de energía de la que tú te figuras. Mi energía aumenta con las circunstancias. Desde que Felipe está así, me he vuelto más robusta, más comedora; cuatro lunas de sueño me bastan... En fin, que estoy desconocida.

-Supongamos -insistí- que tú enfermases, que esa provisión de fuerzas se agotase... ¿Qué harías? ¿No me permitirías auxiliarte, ni siquiera a ratos? ¡Ay, Carmen! No tienes para mí buena voluntad...

-Sí la tengo, sí la tengo -respondió ella-. Sólo que tú tampoco te fijas en las circunstancias. ¿Crees que los enfermos se acostumbran a todas las personas indistintamente: ¡Quia, hijo! Nones. Se les forma hábito de una persona... y ha de ser precisamente aquella, y no otra, la que los cuide. Con Felipe me está pasando esto. Si le falto yo, se halla sin sombra. Poco me puedo desviar de su lado. A los dos minutos me llama. Desengáñate, los pobres enfermos se habitúan... ¡y quítales de la cabeza la afición o la costumbre, o como tú quieras calificar esa manera de ser!

-¿Por qué no dices el cariño? -respondí irónicamente.

-¡Pues sí, el cariño! -afirmó ella con toda la efusión de su alma-. ¿Cómo no han de preferir a aquella persona que más les quiere?

-¡Aquella persona que más les quiere! -repetí como quien no entiende lo que oye.

-Pues claro. ¿Le ha de querer nadie tanto como yo? -dijo con naturalidad, al par que con ímpetu, la esposa.

Sentí un dolor al lacio izquierdo, como si me taladrasen las telillas del corazón con taladro muy fino; mis riñones se contrajeron, fenómeno que siempre he notado en los momentos en que un desengaño me hiere o siento profundamente mortificado mi amor propio, y con voz bronca y agitada respiración, supliqué:

-Carmen, no te engañes. Las mentiras, por generosas y nobles que sean, manchan la boca. Tu no puedes mentir, porque siempre fuiste para mí la verdad personificada. Como si nos oyese Dios...

-Ya nos oye -declaró ella con hermosa solemnidad.

-Pues porque nos oye... contesta: ¿es verdad eso de que quieres a tu marido?

-Más que he querido a nadie en este mundo.

Sentí la puñalada, y en vez de un grito, arrojé secamente esta insigne vulgaridad:

-Pues, hija, no lo comprendo. Pero qué aproveche.

Y la tití, con acento severo y quizás un tanto desdeñoso, repuso:

-Es natural que no lo comprendas. ¡Ojalá llegues a comprenderlo algún día! No te deseo mayor bien.

Se volvió con propósito de marcharse, y yo la detuve por la bata, tembloroso de pena y de corajina.

-Carmen, por Dios... Carmen... ten compasión de mí. Todo lo que aseguras será como el Evangelio... no lo discuto... pero explícamelo, ábreme los ojos, dame luz para que lo entienda... Necesito entenderlo... Me vuelvo loco. Es natural, muy natural; está muy en carácter en ti que asistas bien a tu marido, que le cuides, que te desvivas por él, que realices todos esos milagros... ¡Como que tú eres... ya lo sabes, vamos... no te lo repito, no te me pongas así! Pero una cosa es eso, y otra el querer... El querer se clava en las entrañas, ¿y quién lo saca de allí? ¿Me vas tú a convencer de que le quieres? Imposible.

Ella accedió, casi risueña, a detenerse; y sentándose en la silla más próxima a la mía, habló confidencialmente, sin rebozo.

-Me pones en un apuro, Salustio... ¿Cómo me gobierno para explicártelo? A mí me parece que ciertas cosas no tienen explicadera. Se caen tanto de suyo, que si me haces discurrir sobre ellas, entonces... entonces sí que no las voy a entender. La verdad es que yo fui bastante mala con mi marido mientras estuvo sano. ¿No te acuerdas tú?

-¡Sí me acuerdo! -confirmé ardientemente-. Le profesabas horror... esto sí que no lo discutirás... horror... Cuando se apartaba de ti, entonces te ponías contenta y de aspecto saludable... En cambio cuando se mostraba asiduo... estabas como el que pasa una enfermedad peligrosa... De manera que...

La tití, al oírme, iba enrojeciéndose, enrojeciéndose, primero por las mejillas, hasta que luego la oleada de sangre se extendió a la frente, la barbilla, y hasta creo que por la raíz de los cabellos...

-Pues... -dijo con ahogo, reprimiéndose acaso para no dar salida a importunas lágrimas- precisamente por todo eso que estás diciendo, cuanto haga yo ahora es poco para borrar lo de antes, y estoy agradecidísima a Dios porque me ha concedido medios de reparar mi conducta anterior. Es cierto que lo hacía yo así... no sé cómo, sin querer y sin poderlo remediar, porque me incitaba una cosa interior, una prevención o una manía; pero no me disculpo con eso, porque las manías raras se vencen; cuando una mujer se casa, adquiere compromisos muy sagrados, y no hay sino llenarlos... ¡y acabose!... Nadie me había obligado a casarme con Felipe, y en vez de quererle, parece que andaba buscando todos los pretextos para apartarme de él... Entonces, Dios... que es tan bueno... se armaría de paciencia, y diría para sí: «¿Hola? ¿Frialdades tenemos? Pues yo haré que te veas en la precisión de acercarte a tu marido... y que no puedas desviarte de él ni un minuto. Yo le mandaré una enfermedad que sólo tú tendrás arranque para asistírsela... ¿No has querido admitir en tu corazón el cariño de esposa, en las condiciones naturales? Pues yo haré que lo admitas, quieras que no, por medio del sacrificio y de la prueba...». ¿Tú no creerás una cosa, Salustio? Cuando Dios nos manda la copa de ajenjo, si la bebemos de buena gana, sabe a almíbar... y si la tomamos con repugnancia, entonces se le nota todo el amargo, o más aún del verdadero amargo que tiene... Yo al principio (no te lo oculto) hice esto venciéndome, porque me parecía que era mi obligación, mi deber; y un deber hasta de caridad con un... Pero así que me resolví y dije para adentro: «Carmen, Carmen, esto lo has de ejecutar y no hay más remedio, así se hunda el mundo...» me pareció que ya se me quitaba de encima todo el peso del trabajo, ¡y más todavía! que empezaba a entrarme por Felipe una cosa que no había sentido nunca... así como un... un apego... una ley...

-Dilo de una vez... ¿Amor?...

-Ya voy creyendo que sí, que así debe llamarse... -respondió firmemente la sacerdotisa del hogar-. Por lo menos crece todos los días... a cada paso es mayor, y me recompensa más de las pocas fatigas que sufro... Cuanto más cuido a mi marido, más me acostumbro a cuidarle y menos tengo que vencerme para tocar sus llagas... En términos que ahora -mira tú... ¡no te rías!- me daría así como... envidia... o celos... si otro viniese a compartir mi tarea y a ser para él lo que yo soy actualmente.

-Y él... -pregunté con sarcasmo, para ocultar mi decepción y mi furia- él ¿qué tal? ¿También estará contigo muy amoroso y tierno?...

-¡Vaya si lo está! -afirmó ella con efusión indecible, dejando ya sin rubor alguno, transparentar al borde de sus pestañas las lágrimas-. Si tú vieses lo que el pobre ha cambiado para mí... te admirarías.

-¿Tan derretido anda? -indiqué con igual retintín e ironía.

-¡No es eso! -exclamó con su alma entera en los labios la santa mujer-. ¡No finjas que no te enteras, Salustio! Es que ahora... ¿cómo te diría yo? ha caído una valla que había entre nosotros... se ha fundido una especie de gran pedazo de hielo... y yo no sé... me mira de otro modo... me habla con diferente eco de voz... no puede estar sin mí un instante; no se arregla si yo no le acudo; pero no solamente me llama porque me necesita para cuidarle, sino a todas horas: mi compañía la reclama moralmente; es su único consuelo. Antes, cuando estaba robusto y sano, se pasaba el día fuera de casa, y a la noche, al tiempo que volvía, yo... en fin, que apenas nos hablábamos, puede decirse. Ahora charla conmigo, me pregunta a cada rato mil cosas, me suplica que esté siempre cerca... Hasta... ¡mira tú! hasta la llave del dinero... que no la soltaba nunca... pues aquí está, ¿ves? -exclamó sacando el manojo de llaves, y repicándolo triunfalmente-. Parece que le han cambiado el alma... o que me la han cambiado a mí... y tal vez será a los dos... Lo cierto es... ¡cuidado que no te engaño!...

Al llegar aquí, sus ojos resplandecieron, su semblante tomó expresión celestial, y sus labios murmuraron suavemente:

-Cuando me casé... tú ya sabes cómo fue aquello... es indudable que yo hubiese preferido... tal vez... no casarme... o... cualquier persona... en fin... Pues hoy... si me dicen qué estado elijo... con los ojos cerrados respondo que este entre todos los del mundo; y si me dan a escoger marido... con los ojos cerrados también, digo que el que tengo... ¡y ninguno más! Clavó en mí sus luminosas pupilas al repetir:

-¡Ninguno... ninguno más!

No callaba. Como siempre, tascaba el freno, admiraba, protestando, al mismo tiempo una voz mofadora preguntaba en mis adentros: «¿Es esto virtud, extravagancia, o desvarío? ¿Llega a estos límites el tipo ideal que tú te has forjado? Que esta mujer cuide y atienda a su marido enfermo, bien; pero que por el hecho de verle así, atacado de mal tan asqueroso, se considere prendada de él y le anteponga a todo el mundo... ¿cabe en lo racional y en lo posible?». Y la voz, contestándose a sí propia, susurraba misteriosamente: «Hay enigmas del sentimiento que la razón más embrolla que aclara. El concepto del deber estricto es insuficiente en ciertas situaciones. Los grandes milagros los hace el amor; las acciones más sublimes vienen de la locura. La tití nunca ha sido una mujer equilibrada y flemática: una mujer equilibrada cuida a su esposo, pero no se entusiasma con él porque esté hecho un jeroglífico de lacras y miserias. Donde acaba el raciocinio empieza la iluminación. Tu tití es una iluminada. Tiene aureola».

-¿De modo, Carmen -la dije-, que estáis tan amartelados tu marido y tú, que no quepo entre vosotros? ¿Ni de ayuda acertaré a servirte? ¿Te sobro, en toda la extensión de la palabra?

Ella tuvo una de las transiciones que solía, de ángel a mujer, o, mejor dicho, a chiquilla ingenua y traviesa. Y mirándome y entornando los ojos con cierta malicia, contestó:

-¡Ay, Salustio! ¡En qué apuro te pondría si aceptase tus proposiciones! ¡Quien te vería pasarte cuatro meses... seis... un añito entero, ayunando al traspaso, como ayunaste el otro domingo!

-¡Búrlate! -exclamé-; haces bien, porque estuve aquel día más sandío aún de lo que piensas. Ponme a prueba hoy, y me portaré como un hombre... ya que no como una mujercita de tu temple, que nos planta la ceniza en la frente a los hombres todos. Y toda vez que hasta la ocasión de rehabilitarme me quitas... sé al menos benigna en una cosa.

-¿En cuál?

-Confiesa... ea, confiesa que antes de enamoricarte de tu marido... me quisiste un poco... a mí, a este pecador... y en cierta ocasión me cuidaste casi tanto como a él.

-No lo niego... Es decir, lo del cuidado.

-¿Y lo otro?

-No contesto. Sólo el contestar sería ya un resbalón -dijo seriamente-. Vamos allá, que Castro Mera se habrá largado y estará solito el enfermo.

Tuve que seguirla, y entrar con valor, no fuera que se riese de mi poca entereza la tití. Se me hizo más fácil que el primer día tomar y estrechar la mano del leproso. Me acerqué a él con estudiada naturalidad, y busqué diferentes pretextos para tocarle la ropa y aproximarme bien. A eso de las siete salí de aquella casa, pero estaba decretado que no pasase quince minutos más sin volver a ver a Carmiña.

Es el caso que al tiempo de ir a cruzar yo por delante del piso primero, vi entreabrirse suavemente la puerta de las señoras de Barrientos, que era la de la derecha, y salir por ella una mujer, muy velada, que miró con precaución hacia atrás, al recibimiento obscuro, y luego cerró nerviosamente, con mano trémula, procurando hacer el menor ruido posible. Luego, ciñendo más aún el velo a la cara, descendió las escaleras con paso azorado y rápido... sin fijarse en que yo la seguía. En el aspecto, en el talle, en el modo de andar, había conocido a una de las señoritas de Barrientos; pero ¿cuál? Eran a primera vista tan semejantes, que la averiguación se hacía difícil. De todos modos, fuese la que fuese, parecía suceso tan inusitado ver a una de las inseparables salir de un modo furtivo, enteramente sola, entre luces y con tal agitación, que comprendí que allí pasaba algo de no pequeña importancia. Eché detrás de la señorita, y en el portal la alcancé. Ella, al sentir pasos de alguien que le iba a los alcances, se volvió y ahogó un grito. El velo se entreabrió, y entonces pude distinguir perfectamente las facciones de Camila Barrientos. ¿Por qué asustada? ¿Por qué, en vez de saludarme, huyó de mí en tan desatada carrera, que a mi vez tuve que apretar los talones? A diez pasos más allá de la casa estaba parado un coche de punto. Asomó la cabeza por la ventanilla un hombre, y el sombrero casi me petrificó cuando reconocí en el que iba dentro esperaba a Camila, ¡al novio de su hermana Aurora!

Latigazo al jamelgo... Arrancó el coche echando chispas, y allí me quedé yo, de una pieza, sin saberlo que me pasaba, ni si alguna ilusión juguetona se quería divertir en retozar conmigo... Así que me repuse del pasmo, empecé a discurrir qué haría. ¿Subir y contárselo a Carmen? ¿Que ella informase a la mamá? Estas dudas me clavaron en el piso de la calle, y allí creo que me estaría aún, si un grito desesperado, una interpelación de agonía no resonasen impensadamente detrás de mí, y dos damas en pelo, jadeantes, alarmadísimas, en quienes reconocí a mi tía y a la viuda de Barrientos, no se agarrasen cada una de un brazo mío, exclamando a la vez:

-¿Ha visto usted a mi niña?

-Camila... ¿por casualidad la has visto salir tú?

-¡Eh! Sí, la he visto... Acabo de verla... -tartamudeé, sin saber a cuál de las dos atendiese.

-¿Por dónde va?

-¿Hacia qué lado tomó?

-¿Te dijo algo?

-¿Cómo no la llamó usted?

-Pero ¡por Dios, señoras!... Si no me dejan ustedes respirar! Ya voy, ya explico... Abrió la puerta con mocho tiento; bajó delante de mí, como si huyese; por más que pretendí alcanzarla, no pude. Se tapaba con el velo; iba como trastornada. Ahí en la esquina se ha metido en un simón...

-¿Sola? ¿Sola?

-Con... con un caballero -respondí, no atreviéndome a añadir la más negra.

La bóveda celeste, cayendo sobre la venerable cabeza cana de la señora de Barrientos, no la hubiese aplastado tan pronto. Quiso hablar y no pudo; se echó atrás; se puso carmesí... luego violeta... y exclamó roncamente:

-¡Eeeh... aaah! ¡Se... señ... un... coche... un... hom...! ¡No... no... pue...!

Cogimos entre mi tití y yo a la matrona, que no daba cuentas de sí, y en vilo, pasando las penas del purgatorio, la subimos por la escalera. Entramos en el piso primero como una bomba... Renuncio a describir el espectáculo que ofrecía la casa. Aurora y sus dos hermanitas, abrazadas, lloraban en un rincón... Mi tití me dijo, compadecida y azarada:

-¿Búscales, Salustio!... A ver si das con ellos...

-No te apures, Carmiña -contesté-. Ya parecerán. A estas horas de fijo no tienen gana de que los encuentren. ¿Y qué? En vez de casarse Aurora, se casará Camila... Tratándose de unas hermanas tan unidas, tanto monta.

-¿Pero era el novio de su hermana? -preguntó la tití gravemente.

-¡Qué! ¿no lo sabías?

-No, pero... casi te diré que no me sorprende. Tenía yo mis barruntos... ¡Pobre familia! Los regalos comprados, el equipo listo...

-¡Bah! El amor no se para en dificultades -murmuré por lo bajo, con ánimo de ver qué me contestaba.

Calló al pronto, y, por fin, mirándome con serenidad y desabrochando uno a uno los corchetes que ocultaban las opulentísimas bellezas del busto de la señora de Barrientos, respondiome:

-A eso no se llama amor, sino felonía. Aurorita -añadió alzando la voz-: tráigame usted la antihistérica.


FINAL


Provisto hacía algún tiempo de mi diploma en la Escuela de Caminos, hallábame una noche en Aranjuez, adonde me habían llevado mis primeros deberes profesionales, hospedado en aquella fonda que aún conserva las mamparas de damasco rojo de la época en que se enorgullecía llamándose residencia del Príncipe de la Paz. Anunciáronme que había llegado de Madrid un caballero deseoso de verme y saludarme; mandé que entrase al punto, y sin tardanza me dio los brazos Luis Portal, mi condiscípulo y amigote.

Después de las exclamaciones consiguientes, Portal se dispuso a explicarme el objeto de su venida tan a deshora y cuando ni por soñación contaba yo con su visita.

-Es bastante raro... Te sorprenderá, pero no hagas aspavientos, que en el fondo no hay qué... Mañana, en Madrid... ¡Krrr! -e imitaba con la lengua el sonido que hace al abrirse una navaja de muelles-. Tengo el antojo de que tú me apadrines...

-¿Lance?

-No, digo, sí... Boda.

-¿Te casas? -articulé estupefacto-. ¿Así, tan de sopetón? En tu última carta -la recibí hará diez días- ni mentabas intenciones semejantes.

-¡Ahí verás tú!... Ni yo me lo imaginaba tampoco hace una semana. Estaba en Ciudad Real, y descuidadísimo... Pero un día se me presenta allí Mó... ¡Si vieses qué peripecias!... El diablo lo añasca todo... Casamiento y mortaja...

-¡Ah bonachón, pedazo de pan! ¿Pues no decías que para ti no se había cortado la casaca? ¿Pues no decías que la fuerza de voluntad... y que el carácter... y que los hombres... y que nadie te la daba a ti?...

Portal no contestó: sonrió, miró de soslayo hacia la punta de sus botas llenas de polvo, y una expresión maliciosa e infatuada pasó por su rostro anchísimo, curtido ya por el sol de los ejercicios de la profesión ingenieresca.

-¡Pch!... No podía fallar: sospechaba que habías de salirme con eso... No cabe duda; la vida no puede teorizarse; gracias si la vamos practicando a tropezones...; y la teoría es el reverso de la práctica. Estas cosas vienen así... rodadas: no porque uno las busque, ni las prepare, ni las arregle; y así como no puede prepararlas... ¡corcho! tampoco las puede rehuir.

-¿Pues no te habías desilusionado? ¿Pues no reconocías que Mó... vamos, no era tu ideal, ni por semejas? ¿No me confesaste que cualquier muchacha sencilla e ignorante te parecía preferible? ¿No armaron un complot su mamá y ella y hasta los chiquillos, para cogerte en la red (textuales palabras tuyas).

-Bien... yo acaso me expresé aquel día con cierta exageración. Estaba fuera de juicio. No hay que tomar al pie de la letra lo que dice un enamorado emberrechinado. Mó no es la mujer nueva, convenido; pero acaso no es tiempo aún de que esa hembra excepcional aparezca en nuestra sociedad y la modifique... Entretanto, Mó es una real mujer, que me tiene ley, que dejaría por mí la proporción más brillante... y eso supone algo, compadrito. Mathew... ¿ves tú? se casaba, iba al ara de Himeneo, si a ella se le antojase. No es invención, no; cartas cantan... Y el tal Mathew tiene muchas libras...

-¿De carne?

-¡Esterlinas, caracoles!

-¿Y dices que mañana? ¡Estoy, turulato!

-Cabal... Todo lo he arreglado al vuelo... Si es locura... ¡mejor! Alguna locura se ha de hacer en la vida..., chacho...: y las locuras, en caliente, que es cuando tienen mejor substancia. Estoy, convencido de que los locos la aciertan más que los cuerdos. Nuestro siglo está enfermo de sensatez: nuestra generación, hipocondríaca de formalidad y de tanto calcular las consecuencias de los actos pasionales... Yo creo que es hora de tocar a rebato. ¿Qué opinas?

-Que antes no pensabas así. Todo se te volvía prudencia, reflexión, oportunismo y cuquería.

-Pues... velay. La vida es una serie de velays! No me hagas observaciones. Los que nunca hemos roto un plato, de repente... ¡cataplum! nos dejamos caer y rompernos una vajilla entera.

-Pues ya que hoy no tienes tren para volver a Madrid, y que es la última noche que pasamos juntos -le dije- me entran ganas de leerte unos borrones que escribí... una especie de novela o de autobiografía... sobre todo aquello... ¿bien te acordarás? aquel infundio mitad amoroso y mitad psicológico que tuve con la mujer de mi difunto tío Felipe. En el cuaderno sales a relucir a cada paso, y te servirá como de remordimiento, porque escribí tus frases y tus sanos consejos y tus doctrinas para entender bien la aguja de marear en esto de amoríos y bodas. ¿No te molestará el oírlo?

-Al contrario, me gustará mucho -afirmó mi amigo-. Haz que traigan una maquinilla de café y los ingredientes para confeccionarlo; pide para mí dos cajetillas de cigarros, porque me olvidé de comprar antes de venirme; di también que suban un par de botellitas de alemana; y... soy todo oídos, a ver qué resulta de ese engendro.

Saqué del cajón mis apuntes, en los cuales había encontrado delicioso entretenimiento, un baño de frescura, que me desimpresionaba del último período de mis aridísimos estudios. Portal me escuchó con atención, convertida luego en interés; protestando algunas veces por medio de un movimiento de cabeza, cuando le parecía menos exacta la narración; aprobando otras, y riendo a la evocación del recuerdo ya casi borrado; y sólo me interrumpió repentinamente hacia el final, a tiempo que yo entraba de lleno en el relato de los últimos meses de la enfermedad de mi tío. «¡Alto ahí!» dijo, arrojando el cigarro que chupaba.

-¿Qué se te ocurre? -pregúntele.

-Hacerte una observación -respondió- para el caso de que algún día destinases esos borrones a la publicidad; tentación en que caerás ¡cómo si lo viese! porque ningún joven de nuestra época se conforma a archivar sus estudios (inspiraciones les llamaban antes). Si encajas eso por ahí... en periódico o revista... debes, en mi concepto, suprimir todos los capítulos donde pintas los progresos y los caracteres de la enfermedad de tu tío. Créeme: al público no le gustan esas descripciones brutalmente naturalistas, y cuanto más a lo vivo las dibujes, más antipáticas le serán. No obligues al que haya de leerte a oler un frasquito de sales, ni bragas que las señoras nerviosas cierren tu libro sin acabarlo.

-Ya conozco que el asunto no es de lo más ameno... Por otra parte, no pienso dar esto a la prensa. (Al hablar así otra me quedaba, pues yo tenía resuelto, para mi sayo, que no eran tan despreciables los apuntitos que no mereciesen hacer gemir los tórculos.) Pero supón que me entrase la manía de lanzarlo a los famosos cuatro vientos de la publicidad: ¿no sería un contrasentido segregar cabalmente esos capítulos en que la figura de tití aparece, no ya sobre fondo de oro, sino sobre un rompimiento de gloria, como el de las Concepciones de Murillo? Es cierto que no ocurren en esa parte de mi narración sucesos variados y sorprendentes; ¿pero te parece poco semejante asistencia, hecha con abnegación tal? Dices que es repugnante. ¿Pues y la Biblia, cuando describe a Job rayéndose la podre con un casco de teja?

-¡Bah! ¡De la Biblia acá... no nos hemos vuelto poco delicados! Créeme, guarda para ti esos detalles clínicos, esa poesía farmacéutica, y, pasa como sobre ascuas por encima del mal de tu tío. Peor es meneallo, rapaz. Conténtate con decir que se puso malito, y que se fue empeorando, empeorando... hasta que estiró la pata.

-¡Pero te repito que entonces mutilo completamente el carácter y la imagen de Carmiña! -objeté dolorido-. Si no la seguimos paso a paso en el camino del calvario; si no la vemos casi abandonada de todo el mundo; negándose a llamar a una monja, porque su esposo no quería atenciones más que de su mujer; habiéndosele despedido los criados por pánico de «coger el mal»; pasándose las noches en vela, rendida, febril, sin probar alimento en veinticuatro horas, obligada a lavar ella misma las vendas y los trapos...

-¡Huy, hijo! Vendas, trapos... ¡Todo eso apesta a Hospital, a fénico, a pus! ¡No lo nombres siquiera! Toma mi consejo. Insisto en que no debes decirlo. El arte no desciende ahí. El arte debe ser una selección... El artista pasa al través de la naturaleza haciendo lo mismo que haría un paseante inteligente y delicado: recogiendo las florecitas para atarlas y formar un ramillete y colocarlo en un lindo búcaro para que adorne su casa, recree los ojos y embalsame el aire. La ciencia... ya es diferente: el botánico puede coger las hierbas malas, feas y ponzoñosas, y guardarlas con cariño, y estudiarlas y clasificarlas...

-Pero si yo no tengo pretensiones de artista, ni Cristo que lo fundó -contesté con la menor dosis de sinceridad posible.

-Hablamos para el caso de que las tuvieses. Suponiendo que ese libro de tu autobiografía fuera a imprimirse, yo le daría un tajo; yo me pararía en firme en aquel incidente... verás... La escapatoria de Camila Barrientos con el novio de su hermana... Porque creo que esa vez fue la última que se cruzaron entre Carmiña y tú palabras relativas al drama de pasión que indudablemente existía entre ambos, muy tapadito, pero muy auténtico. Después, para que no se ignorase en qué había parado la cosa, pondría un epílogo... la muerte de tu tío... y nada más. Nada más por ahora, quiero decir, porque tus confesiones traen cola, chacho; a los dos o tres años de estar casado con la tití... han de sucederte cosas dignas de la pluma de Balzac. Sigo en mi idea... esta clase de mujeres tan santas, tan excelentes y admirables, no pueden hacernos felices a nosotros... y nuestra vida a su lado sería un infierno. En fin, hoy no es día de que yo predique a nadie... Estoy desautorizado. Se ha llevado pateta mi prestigio.

-Vamos -indiqué-, lo que pasa es que a ti, en tu estado de ánimo actual, no te hacen gracia esas páginas dolorosas. Pues las salto... y si quieres, de palabra te contaré cómo se murió mi tío, pues fue un momento en que experimenté yo una emoción bastante rara. No tengas miedo: abreviaré, porque conozco que estás muriéndote de soñarrera... y hoy es jugarte una serranada el no dejarte dormir.

Sonrió el orensano, y yo continué:

-En los últimos meses de la enfermedad, mi tío no se dejaba ver de nadie, más que de su mujer y del médico. A mí se me prohibió la entrada. Yo hubiera insistido; pero me lo impidió una interminable carta de mamá, donde me anunciaba el propósito de venir a Madrid para obtener que su hermano testase en mi favor, como era justo. La tal carta me hizo adoptar dos resoluciones: primera, la de engañar a mamá, evitando a toda costa que viniese, afirmándole que mi tío estaba resuelto a dejarme su fortuna toda; segunda, la de no poner los pies en la casa mientras durase el mal. Parecíame esto de elemental delicadeza; no sé si en mi resolución entraría por algo la poca gracia que me hacía el contagioso y horrible padecimiento.

Una tarde vino a mi fonda el Padre Moreno, solicitando hablarme. Yo ignoraba que el fraile moro hubiese regresado a Madrid; le creía convaleciente en el convento de Chipiona. Díjome que había venido a Madrid para activar y despachar ciertos asuntos de su Orden, «que a usted le importan un pito», añadió con su brusca familiaridad acostumbrada, y que se alegraba, porque así lograra reducir y consolar al marido de Carmen, el cual, a fuerza de tanto padecer, enterado ya de su verdadera situación, estaba «dado a Barrabás, y sin querer aceptar la voluntad de Dios, ni confesarse. Ya le tenemos como un guante -prosiguió Aben Jusuf- y ahora lo que desea es verle a usted en estas últimas horas...».

-¿Tan malo esta?

-Dice el médico que no pasará de esta noche o de la madrugada. La anemia, producida por las lesiones interiores y sus consecuencias, es lo que le acaba. Lo que es por el mal propiamente dicho... viviría diez años, si vida puede llamarse la de un leproso.

-¿Y quiere verme? ¿Sabe usted que no tengo ganas de ir?

-Pues venga usted sin ganas -contestó el fraile, terciándose el manteo o capa eclesiástica, y echando delante con resolución. Ya no usaba muleta; estaba otra vez hecho un valiente.

Le seguí; ¡qué remedio! subí las escaleras, crucé el pasillo, entré en el cuarto, y a la débil luz de una lamparilla y en el fundo de la cama que en otro tiempo fue tálamo nupcial, vi mi objeto de forma indistinta: la cabeza del enfermo envuelta en vendas múltiples. Una voz ronca y extraña, como la de los sordomudos, me llamó; sin duda la enfermedad alterara las cuerdas vocales... Mi tití, que había entrado conmigo, se colocó a los pies de la cama, y al otro lado de ella se situó el Padre Moreno.

-Sal... us... tio... -pronunciaba el enfermo tan dificultosamente, que una misteriosa tristeza compasiva se apoderó de mí-. Es... toy... muy...

-No hable usted, tío... -supliqué aproximándome más, arrostrando el olor de éter mezclado con el de la descomposición cadavérica que exhalaba ya aquel cuerpo-. Si tiene usted algo que decirme... Carmen lo hará por usted.

-Carm... hija... ven... -articuló el desgraciado.

Carmen se acercó también, pero sollozando, con el rostro oculto en el pañuelo.

-Yo hablaré, señor de Unceta... No se fatigue -intervino el Padre-. Lo que quiere su tío es decirle que... vamos... que allá en otro tiempo... cuando murió el señor abuelo de usted y se hicieron las partijas... tal vez no hubiese toda la equidad posible en el reparto de los cupos... y que hoy, en estos momentos solemnes...

Al llegar a este punto, el viviente cadáver pretendió incorporarse, ladeose un tanto, y de entre sus vendas y del fondo de su destruida laringe salió un acento... ¡qué acento, señor!... Decía: «Salustio... per... perdóname... y dile a... a... tu madre que... me perd...». ¡Qué espantoso daño me hizo aquello! Se me apretó la garganta, se me cortó el aliento, y exclamé ahogándome:

-No me pida usted perdón... Le ruego que no me lo pida usted... Yo soy quien debe...

-Su señor tío -interrumpió el Padre secamente, como si le molestase la escena- está animado de sentimientos tan equitativos, que hizo ayer sus disposiciones dejándole a usted la parte mejor de su caudal... El total no, porque también favorece en el testamento a su señora, que le ha asistido... como usted sabe y le consta... y que le ha dado pruebas de cariño inmenso.

-¡Tío! -exclamé fuera de mí-: ¿por qué hizo usted ese disparate...? Todo, todo a Carmiña... Ella lo merece; yo ni lo merezco, ni los quiero, ni lo admito. Me ocasiona usted el mayor disgusto... No me deje usted nada. Renuncio... ¡Por Dios! He concluido mi carrera, y a mi madre le sobra con qué vivir. No necesito bienes. Por Cristo, borre usted mi nombre de su testamento.

- Felipe -suplicó a su vez la tití con voz empañada por el llanto- déjaselo todo a tu hermana, todo, todo; y yo, si no me quieren en casa de mis padres, con ella me iré a vivir, caso de que tú faltases... que nos sucederá, porque Dios te conservará la vida.

-Basta de porfías -intervino el fraile-. No sean bobos por exceso de desinterés. Don Felipe estuvo acertadísimo en el reparto de su hacienda. Si logra algún alivio en su enfermedad, ya tendrá tiempo de modificar la última voluntad que ayer dictó. Ahora -por si se empeorase- que piense en Dios, en su justicia y en su misericordia. Carmen, échese usted un rato. Salustio y yo velaremos... Saúco no tardará en venir a pasar la noche también... Al hacer el Padre esta proposición, el tronco del enfermo se agitó, sus manos entrapajadas salieron de entre las sábanas, y con sobrehumano esfuerzo gritó claramente:

-¡No te vayas... Carmiña!

Ella se precipitó al lecho. Con el rostro casi transfigurado, con la expresión angelical de la Santa Isabel de Murillo, se desplomó sobre el leproso, murmurando: «¡Felipe, queridiño, corazón mío, si no me voy!». Y sobre aquellos labios, roídos por el asqueroso mal, con una vehemencia que en otra ocasión me hubiese estremecidos de rabia hasta los mismos tuétanos, apoyó su boca, firme y largamente, y sonó el besos santo... Mi tío, galvanizado, consiguió incorporarse; pero el esfuerzo retiró probablemente la sangre de su cerebro... y cuando su cabeza volvió a recaer sobre la almohada, ya vidriaba sus ojos la agonía. ¿Qué más te diré?... El Padre Moreno dijo la recomendación del alma, a que contestamos Carmen y yo... Nada, lo que puedes suponerte...

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-¿Cuál fue ese fenómeno raro que notaste entonces? -preguntó el curioso Portal.

-Que el corazón me aumentó de tamaño... No te rías, se me ensanchó atrozmente... y fui cristiano por espacio de una hora lo menos.

El orensano parecía reflexionar.

-¿Y cuándo te casas con la viuda? -pronunció al fin.

-¡Vaya una ocurrencia! Está con su luto riguroso... y padeciendo, pues acabada la asistencia, se vieron las resultas de tanta fatiga en el quebranto de su salud. A Pontevedra se ha vuelto. Sé de ella por mi madre.

En aquel instante amanecía, y los canoros ruiseñores de Aranjuez, desde la frondosa copa de los árboles centenarios, saludaban al nuevo día con sus arpadas lenguas.

-¿Sabes -indicó Portal- que este sitio es precioso? Mira qué alborada nos dan los pájaros... Y luego la habitación grande y fresca, el piso de azulejos... Voy, a venirme aquí a pasar la primer noche.


FIN