La guerra al malón: Capítulo 13

La guerra al malón
de Manuel Prado
Capítulo 13


El 17 de octubre de 1877 los soldados María Saldaña, Eustaquio Verón, Vicente Peralta y Francisco Ledesma que habían sido destacados en función del servicio, consumaron deserción, llevándose los caballos, las armas y el equipo. Después de entrarse el sol fue desprendido, en persecución de aquellos desertores, el capitán Morosini, al frente de una partida liviana y bien montada con la cual marchó a rumbo toda la noche. Al aclarar estuvo sobre el rastro de los fugitivos, no tardando en alcanzarlos. Al ver estos que no podían escapar, echaron pie a tierra a orillas de una pequeña laguna y se dispusieron a la resistencia. De una y otra parte se rompió el fuego, sosteniéndose encarnizado y tenaz por más de una hora.

Saldaña, que animaba a sus compañeros con la voz y con el ejemplo, cayó el primero, herido de un balazo en la frente. Los demás siguieron batiéndose, hasta que agotadas las municiones, no tuvieron más remedio que dejarse prender.

Llegaron al campamento a eso de las cuatro de la tarde y apenas entregados a la guardia de prevención en calidad de presos, se reunió el consejo de guerra verbal que había de juzgarlos.

Comparecieron los tres milicos ante el tribunal, resignados y serenos. Se habían desertado, dijeron, porque cumplidos hacía largo tiempo sus compromisos querían volver a sus pagos.

Fue todo.

El consejo mandó retirar a los acusados, deliberó breves instantes, y haciéndoles comparecer nuevamente pronunció la sentencia. Uno de los tres sería pasado por las armas; los otros dos condenados a presidio.

La aplicación de las penas sería por sorteo. Dentro de una caja de guerra echaron tres cédulas cuidadosamente dobladas. Dos eran blancas: la vida; la otra negra: el banquillo.

Se adelantó Peralta y metiendo la mano dentro de la caja extrajo una de las cédulas: blanca. El hombre respiró con toda la fuerza de sus pulmones, miró a los jueces con asombro y fue a sentarse tambaleando. Le toca el turno a Ledesma. Hizo un esfuerzo para acercarse a la mesa fatal y se vio desfallecer. El individuo temblaba.

—Siga no más, compañero —le dijo mansamente Verón—, saque sin miedo, que la negra es para mí.

El tribunal impuso silencio. Todos estábamos emocionados. Llegó Ledesma, extrajo su cédula... blanca también.

Entonces se levantó Eustaquio Verón, y sin que en su rostro ni en su porte se observase la menor impresión, tomó la cédula que había quedado: la muerte.

Fueron llevados los reos. Ledesma y Peralta, al calabozo; Verón a la capilla que se había preparado mientras el consejo funcionaba. Debía ser fusilado al día siguiente a las ocho de la mañana.

En el centro del cuartel, iluminada por unas cuantas velas de sebo, se destacaba triste y sombría la carpa en donde el pobre milico iba a pasar las últimas horas de aquella existencia amarga que no tuviera para él, desde la cuna al sepulcro, un solo instante de placer ni alegría. Destinado —sepa Dios por que herejía de algún comandante militar de Santiago del Estero— servía en el regimiento desde largos años atrás, sin lograr, como era entonces de práctica, que lo licenciaran al cumplir.

Aquellas épocas eran duras para el infeliz condenado al servicio. Llegaba con fama de bandido, casi siempre; y, en consecuencia, era tratado como pillo.

Algunos se aquerenciaban y vivían contentos y felices conceptuando que para ellos el mundo era el cuartel, y la familia el escuadrón. Se divertían corriendo avestruces y boleando gamas— y se deleitaban saqueando una toldería o entreverándose a sable limpio, con un malón. Otros, más indomables o menos filosóficos, tomaban la cuestión por el lado trágico, y en la primera oportunidad desertaban.

De estos, muchos conseguían escapar y libertarse.

Los demás eran aprehendidos; y entonces les esperaban las estacas y el recargo, o, como al desgraciado Verón, la muerte.

El pobre condenado demostró en sus postreros momentos un valor asombroso y una palma heroica y admirable.

Cuando lo visitó en la capilla el jefe interino del regimiento, mayor Germán Sosa, para preguntarle si tenía algún deseo o se le ocurría alguna recomendación se levantó rápidamente, a pesar de la incomodidad que le causaban los grillos, se cuadró y se llevó la mano a la visera del kepi para saludar militarmente.

Sentándose luego, por indicación del jefe, manifestó que no deseaba nada. Ya el proveedor, señor José María Flores, le había llevado un atado de cigarrillos negros, y ya los compañeros le habían agasajado cumplidamente llenándolo de mates, cebados "como para levantar a un muerto". En cuanto a recomendaciones, tenía que hacer una.

En Santiago del Estero debía existir su anciana madre. Rogaba que le hiciesen saber su suerte, a fin que la viejita no lo estuviese aguardando al ñudo y gastando en velas por su regreso.

Al despedirse el mayor Sosa, encargándole que tuviese coraje y se portara como soldado del 3º, contestó sin afectación, tranquilo y seguro de su valor.

—Pierda cuidado, mi mayor. Ni sentado en el banquillo ha de tener que reprender por flojo a su soldado Verón.

La ejecución de este infeliz había sido fijada para las ocho de la mañana, de modo que cuando se tocó la diana en el campamento se le despertó para que se preparase.

El hombre había dormido profundamente, de un solo tirón y hasta había soñado que se encontraba batiéndose en los toldos con una indiada formidable.

El coronel Villegas, cortado del grueso del regimiento peleaba solo contra un grupo de indios que lo tenían medio loco a lanzazos. Ya perdía pie, de puro cansado se le caía el sable de la mano, cuando él, Verón, llegando de improviso a todo lo que daba su flete, hacía un desparramo de bárbaros y ofreciendo el anca de su caballo al jefe le decía: "Monte no más, mi coronel". Y, en seguida, coronel y milico, saltando sobre la horda sorprendida y asustada, ganaban la pampa, libres, salvos los dos, cubiertos ambos con el mismo gajo de laurel que habían conquistado en el combate. Luego, al llegar a las filas del cuerpo que ya lloraba perdido a su gran caudillo, los ecos del clarín que celebraban la victoria le crispaban los nervios de entusiasmo; y cuando el jefe le pegaba en la manga derecha los galones de cabo, no pudiendo resistir, caía desmayado...

Abrió los ojos, como si volviera de un mundo extraño y desconocido, y al sentir la pupila herida por el reflejo de las velas de sebo que ardían en la capilla, comprendió que despertaba para morir. Se levantó lentamente, y dirigiéndose al oficial de guardia, juzgando que la hora había llegado, dijo suavemente.

—A la orden, mi alférez.

—Aún no es tiempo, Verón —repuso el oficial conmovido—. Siéntese, y tenga esperanza. El coronel —usted sabe cómo es de bueno— puede todavía perdonarle la vida. Entretanto, ¿que desea usted que le sirvan?

El soldado fijó la vista en su oficial. Mas que angustia reflejaba ironía la mirada. Bien sabía que estaba en la manos de su jefe prolongar aquel pucho de existencia que le habían dejado cuarenta años de amarguras; pero, ¿acaso se perdonaba a los desertores? ¿ No existía un bando terrible y no se había ejecutado poco antes a otro soldado del 2º de Infantería por el mismo delito?

Y después de todo, ¿qué era morir?

¿No se moría todos los días en aquel infierno del campamento, colgado del palo por la infracción más insignificante, descoyuntado en las estacas por el menor olvido, deshecho en las carretas de baquetas por falta de una lista? ¿ No se moría todas las horas, de vergüenza y de dolor cuando cualquier mocosuelo, por el sólo hecho de ser oficial o clase dragoneante, lo agarraba a palos o a sopapos a un hombre como él, a quien le sobraban coraje y alientos de macho para dar y prestar?

La muerte impone a los maulas; a los que han nacido varones les sonríe y hasta los hace aparceros.

Había jugado toda su plata a una carta y la perdía... ¡Paciencia y aguantar! No todas eran flores en el jardín, ni todos los hombres nacían para obispos; en cambio ninguno había de quedar para semilla...

—No deseaba gran cosa: unos mates para entonar el estómago y un cigarrillo para pasar el tiempo.

De pronto, oyéronse grandes voces en la guardia de prevención; los soldados corrían de un lado para otro, sacando las monturas de las carpas; los sargentos volaban con rumbo a la mayoría; los oficiales iban y venían, del cuartel a la comandancia; circuló un rumor terrible, atroz, que daba miedo...

¡Los indios nos habían robado íntegra la caballada blanca!... ¡ La reserva y la fama del Regimiento 3º de Caballería de línea! ¡Su honor también!