La dinamita
de Rafael Barrett


Los escondrijos de Barcelona están llenos de bombas, listas para la catástrofe. Día a día descubren unas cuantas. Indignación del gobierno y de los moralistas de sobremesa.

Se dice aún: «esto es moral, esto es inmoral; esto natural, esto no», como si todo no fuera naturaleza, como si pudiéramos trazar en otra parte que en la imaginación los meridianos del mundo y de la vida. La Venus de Milo, o el Quijote, o la Basílica de San Pedro, son igualmente naturales que el Mediterráneo y Saturno y las selvas del Brasil. La ciencia existe porque borra las divisiones aparentes de la realidad. Si la naturaleza ha producido algo en absoluto extraño a nosotros, jamás tendremos de ello la menor noticia. Conocer es parecerse; una relación es una reciprocidad o no es nada.

¡Profunda naturalidad la de la dinamita y la del anarquismo! Esas energías no son mejores ni peores que las que dislocan cordilleras y arrasan San Franciscos y Martinicas. La dinamita, que en manos de ingenieros hiende la roca para abrir paso al ferrocarril, sirve lo mismo para hacer volar los ferrocarriles y los ingenieros y los dueños del negocio. Los apóstoles de hace veinte siglos eran anarquistas a su modo; por muy cruel que sea la legislación proyectada con el fin de ahogar el anarquismo, no lo será hasta el punto extremo de las persecuciones dioclecianas. ¡Qué error el de creer a la naturaleza indiferente a los hombres! El milagro, el magnetismo encantador de lo desconocido, bajó a iluminar las frentes piadosas de los santos; entre los suaves dedos que absuelven se ablandaron y torcieron las leyes físicas; las cosas se enternecieron y amaron. Y hoy, a semejanza de otro tiempo, los profetas de la desesperación se sienten auxiliados por la esfinge silenciosa. A la cólera intolerable que crispa los músculos en el bajo fondo social, responde la cólera química de las entrañas del globo. Los ascetas cristianos hacían brotar las flores de los yermos entumecidos; los ascetas anarquistas -sí, recorred la serie, rara vez hallaréis uno que no sea inteligente, elevado y robusto- llevan en el puño el prodigio feroz de la dinamita, el verbo que suprime, la voz que mata.

Vicio, crimen: palabras fáciles. Si cada uno de nosotros fuera un Robinson, ¿qué significaría robar, mentir, asesinar? ¿Qué es la moral en una isla desierta? El delito no es individual, sino social. No es culpable el ladrón, el falsario y el asesino, sino la colectividad. Tenemos la carne podrida, y pedimos cuentas a las pústulas que nos manchan. La codicia nos envilece, el miedo nos disminuye, la vanidad nos aturde, y nos hacemos la ilusión de curarnos metiendo en la cárcel a los infelices que la epidemia general ha castigado con mayor dureza. Pobres diablos, grieta por donde trasuda la masa de bajas pasiones que nos emponzoñan, triste remedio es amordazarnos. El veneno se queda adentro. Las raíces del árbol están heridas, y nos enfurecemos contra las hojas que vemos amarillear y marchitarse. ¿Por qué no se corrigen, por qué no se enverdecen? ¿Acaso no gozan del albedrío? Hojas melancólicas, vuestro libre albedrío os permite vacilar al viento; del árbol fatal sólo os separará la muerte.

El anarquismo no es el crimen, sino el signo del crimen. La sociedad, madre idiota que engendra enfermos para martirizarlos después, crucificará a los anarquistas; hará lo que aquellos Césares cubiertos de sarna: se bañará en sangre. Y seguirá enferma, y seguirá en nosotros el vago remordimiento de lo irremediable.


Publicado en "Los Sucesos", Asunción, 2 de febrero de 1907.