La copa de Verlaine: Capítulo XXII

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La copa de Verlaine
de Emilio Carrere
Capítulo XXII: Perfil de tragicomedia

XXII. Perfil de tragicomedia


M

I querido cofrade D. Amaranto Peláez es un virtuoso covachuelista, muy digno de una hornacina en el martirologio moderno. Su cuerpecillo, magro y desvencijado por el diario chocar con los esquinazos de la miseria, se guarece en un chaquet ribeteado de trencilla, de un negro desvaído, al que las virtudes de constante pulcritud de su dueño han dado un magnífico brillo que miran envidiosos los puños deshilachados y la tirilla restaurada con tiza, por el buen parecer, el día en que Su Excelencia tiene la bondad de llamarle a la firma. Porque podemos decir, para orgullo de D. Amaranto, que él es el alma del negociado.

Sus calzones, en guiñapos, lucen pintorescos festones sobre los zapatos; sin herretes y sin trencillas, y su chapeo ha soportado las lluvias de cinco inviernos; y su carrick el rigor de cincuenta ventiscas.

Don Amaranto llega invariablemente a la oficina a las ocho de la mañana; se calza sus manguitos, se toca con un bonetillo la calva de santo, ancha y reluciente, y silencioso, con una tristeza mansa y resignada, trabaja hasta las dos, en que el ujier trae el parte de salida.

En ese momento, D. Amaranto se torna a su casa. ¡Es la hora de comer! Pero como él no es sino un humilde auxiliar de la clase de quintos, «eso de comer» a ciertas alturas mensuales, generalmente no pasa de ser una hipérbole absurda.

Y en esas horas amargas, D. Amaranto llega a su mezquino mechinal, donde le aguarda su mujer, triste, enferma y mal vestida, y cuatro niñacos, como cuatro ruinas, en cuyos ojos candorosos, al mirar tan desolada pobreza, hay quizá un poco de recriminación hacia los que en un momento de lujuria ciega les trajeron a una vida tan sórdida, tan cruel y tan miserable. Nadie le pregunta nada. Entre ellos no se cambia un solo vocablo, aunque el fogón esté apagado y nunca llegue la hora de poner la mesa. Y es que los sin ventura están resignados a no comer, mejor dicho, han perdido la saludable costumbre de comer. Estas vidas están sepultadas en el «in pace» de todas las renunciaciones.

En cierta ocasión me decía la señora, con una sencillez más que trágica:

—Se nos han muerto tres hijos: Luisín, porque el médico, a quien debíamos algún dinero, no quiso venir. ¡Julito y Nita, de hambre!

¡De hambre, sí! ¿No os parece una horrible ironía que puedan morirse así dos criaturas al borde de una gran ciudad cristiana? Pues sucede, y la conciencia social no se estremece; y la vida sigue su curso, y mi querido cofrade, el virtuoso D. Amaranto, no sintió en su alma un latigazo de rebeldía. Porque el Sr. Peláez es, ante todo, un hombre de orden.

La señora de Peláez ha sido una bella mujer: tenía unos lindos ojos negros, un seno matronil y unos dientes blancos, iguales. Ahora es una melancólica ruina; la miseria, como un cruel vampiro, ha devorado su belleza y su juventud. Días pasados me contaba tristemente, con cierta macabra coquetería:

—¿Ve usted estos dos dientes de arriba? Pues se me están cayendo... de anemia.

Y la veo partir con su taima ridícula y vieja, que cubre los estragos del tiempo en su raída vestimenta; amoratadas las manos, que fueron finas y aristocráticas; metidos los pies en unos burdos zapatones; abatida al peso de su juventud fracasada, de toda su vida, obscura, truncada, deshecha.

El cuerpecito grotesco y desmedrado del ecuánime covachuelista ha sido suculento festín de usureros; D. Amaranto sabe bien la amargura de ver su ajuar de titiritero en medio del arroyo; conoce la bárbara cacería que sobre su personilla realizan mensualmente el panadero, el tendero, el carbonero. Los mozos de café son también para el Sr. Peláez una horrible pesadilla, y no supongáis que adquirió esas deudas por vicio de gula ni regalo de sus gustos. Las noches de invierno son tan largas, el hogar desmantelado tiene un alma hostil que arroja de su seno, y en el café hay un ambiente tan suave y regalado, hay tanto derroche de luz, el piano pone una hora de encanto y de melodía en las voluntades resquebrajadas por la pobreza. Además, el café con media tostada tiene cierta apariencia de cena... claro que la apariencia nada más; significa quedarse sin cenar... decorosamente.

Y digámoslo en elogio de D. Amaranto, ¡jamás, ni en los días de bochornoso desahucio, ni en el asedio africano de sus acreedores, ni cuando tenía un hijo muerto, sin monedas para la inhumación; ni en las horas en que la señora de Peláez deliraba en el fementido camastro, loca de tristeza y de hambre, jamás D. Amaranto hubo de faltar a la oficina! ¡Oh, brava alma que rima con el balduque, que armoniza con el papel de oficio, por estar tan bien templada en el fuego de las virtudes administrativas, bien mereces una estatua, con tus manguitos y tu gorro, sobre un pedestal de expedientes y de minutas!

¿Me preguntáis si D. Amaranto Peláez tiene realidad? Sin duda, amigos; tiene la relativa realidad traslúcida y enfermiza que le permite su mesada ridícula; pero existe, y se llama así, y es mi querido y moribundo cofrade.

Y lo más lamentable es que D. Amaranto es un hombre representativo. Su perfil trágicocómico muequea cotidianamente en el retablillo de la triste y grotesca clase media.