La copa de Verlaine: Capítulo XIX

La copa de Verlaine
de Emilio Carrere
Capítulo XIX: Las paellas de un revolucionario

XIX. Las paellas de un revolucionario


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ODOS sabéis que Barriobero es un terrible revolucionario, un formidable socavador del orden social. Durante mucho tiempo, su melancólica silueta quijotesca ha sido la pesadilla de golillas y de ministriles. ¿Qué había un mitin de cigarreras? Barriobero a la cárcel. ¿Que algún orondo cacique se levantaba dispépsico? Metamos a Barriobero en chirona. La tranquilidad del respetable vulgo reclamaba que el peligroso anarquista estuviese siempre aposentado en el hosco palacio de la Moncloa. Y a veces resultaba una admirable combinación económica para Barriobero... porque en la calle, los comestibles habían decidido trasladarse a Saturno.

Este hombre tenebroso es una de las figuras más pintorescas de esta época. Su nariz, en guisa de interrogación, bien merece un soneto quevedesco o una de las loas que rimara Rostand en el Cyrano; su melena, romántica y subversiva, flota como airón en las revueltas populares, y es como el símbolo orgulloso de toda su vida. En las horas de opulencia, Barriobero adorna su translúcida persona con un deleite de «dandy». ¡Oh, qué admirables chalecos bordados, dignos descendientes de las pomposas chupas del tiempo viejo, cortesano y galante! Estos chalecos merecen por sí solos un apologista tan atildado y erudito como lo fueron Barbey y Jorge Brummel. Pero, más que estos gloriosos indumentos, rameados de oro, de azul, de rosa; más que sus pipas y su melena, sobre sus discursos y sus libros, yo prefiero las paellas a la valenciana de Barriobero.

Porque este terrible revolucionario es un supremo artista en sus paellas, señores míos. Yo uno a este suculento recuerdo un buen puñado de episodios juveniles; mi estómago siente una onda sentimental al evocar aquellos arroces, que eran como un paréntesis de encanto en medio de aquellos días menesterosos, en que el más loco y bizarro mocerío florecía en rosas de alegría e imprevisión.

Por las noches, Barriobero traducía para Jorro o para Calleja; despachaba un volumen—«católicamente» mutilado—en un par de sesiones, y con las pesetas que esta labor de negro le producía, nos íbamos a comer arroz, condimentado por sus manos largas, frías y pulidas de cardenal galante, a un ventorro de los Cuatro Caminos.

Y fué en aquellos días de lamentable supeditación al régimen suicida de la media tostada, en aquella época de chicharrones en el figón de la plaza del Progreso, de versos recitados a gritos en las calles solitarias, de proyectos absurdos dictados por el Hambre, que hacía funámbulas delirantes en nuestros caletres visionarios; fué entonces cuando el editor Pueyo llegó a encargar a Barriobero que escribiese una novela.

—Hágame usted la novela de un repatriado, que se muere de inanición en este cochino país, dominado por los jesuítas. Tome usted a cuenta estos cuatro duros.

—Pero eso va a resultar un sapo... Yo no siento ese asunto...

—Pues, si no le conviene, se marcha enhoramala de la tienda, que tengo mucho tajo. ¡Con esta baraúnda no se puede laborar!...

Y la voz cavernosa de «Nietzsche», el cuñado de Pueyo—una especie de Harpagón—, que interrumpe, con «ritornello» de «miserere».

—¡Acabarán por arruinarte, Gregorio! ¡Acabarán por arruinarte!

Barriobero acepta el encargo y los cuatro duros, y escribió la novela, interesante y «documentaria», como él dice.

Pero, ¡ah!, la factura de sus novelas será muy notable; mas no tanto como la de aquellos arroces, dorados y humeantes, devorados fieramente, bajo el alegre cielo madrileño, en amable cordialidad, en aquellos buenos días que retornan del fondo de lo pasado perfumados de alegría y de juventud.

Perdonadme, respetables señores, estas fugas sentimentales y pintorescas.

Al contaros estas minucias, yo gozo reviviendo el encanto de los viejos días, y me parece, además, que ningún hombre serio dejará de reconocer el trascendentalismo de estas cuestiones de culinaria. Yo creo que si Luis XVI hubiera convidado a comer a Marat, tal vez hubiera evitado la Revolución francesa; las lentejas y el cocido cotidiano han hecho más revolucionarios que todos los libros de Kropotkine.

Así, pues, reconozco que Barriobero tiene talento, que tiene bellos chalecos de terciopelo y una gran colección de pipas; confieso que es un gran orador, un novelista sagaz y un famoso abogado. Pero yo, francamente, le prefiero y le admiro mucho más como confeccionador de paellas a la valenciana.

¡Qué queréis! Soy un Aquiles vulnerable por el estómago.