La busca/Parte II/IX

VIII
La busca
de Pío Baroja
IX

IX

Una historia inverosímil - Las hermanas de Manuel - Lo incomprensible de la vida

Era ya a principios de otoño; Leandro, por consejo del señor Ignacio, vivía con su abuela en la calle del Aguila; la Milagros seguía en relaciones con el Lechuguino. Manuel abandonaba a Vidal y el Bizco en sus escaramuzas y se juntaba con Rebolledo y los dos Aristas.

El mayor, el Aristón, le entretenía y le aterrorizaba contándole cosas lúgubres de cementerios y aparecidos; el Aristas pequeño seguía en sus ejercicios gimnásticos; había hecho un trampolín con una tabla puesta sobre un montón de arena, y allí aprendía a dar saltos mortales.

Un día apareció en el Corralón don Alonso, el ayudante del Tabuenca, acompañado de una mujer y de una niña.

La mujer parecía vieja y cansada; la niña era larguirucha y pálida. Don Alonso las acomodó en un chiscón del patio pequeño.

Traían un fardelillo de ropa, un perro de lanas sucio con mirada muy inteligente y un mono atado a una cadena; al poco tiempo tuvieron que vender el mono a unos gitanos que vivían en la Quinta de Goya.

Don Alonso llamó a Manuel y le dijo:

-Vete a buscar a don Roberto y dile que hay aquí una mujer que se llama Rosa, y que es o ha sido volatinera; debe ser la que él busca. Manuel fue inmediatamente a la casa; Roberto se había marchado de allí y no sabían su paradero.

Don Alonso iba por el Corralón con mucha frecuencia y hablaba con la mujer y la niña. En el marco de la ventana de su casa tenían madre e hija una cajita con una mata de hierbabuena, que, aunque la regaban todas las mañanas, como no le daba el sol, apenas crecía. Un día las mujeres desaparecieron con su hermoso perro de aguas; no dejaron en la casa más que una pandereta usada y rota ...

Don Alonso tomó la costumbre de aparecer por. el Corralón; solía echar un párrafo con Rebolledo, el de la barbería modernista, que hablaba por los codos, y presenciaba las habilidades gimnásticas del Aristas. Una tarde la madre de éste preguntó al antiguo Hombre-boa si el chico tenía verdaderas disposiciones.

Don Alonso se puso serio y examinó detenidamente los trabajos del muchacho para darse cuenta de sus facultades, y le dio algunos útiles consejos.

Era verdaderamente curioso ver al viejo titiritero dando órdenes; lo hacía con una seriedad augusta.

-Una, dos, tres... O pla... De nuevo. En posición. Las rodillas cerca de la cabeza..., uñas para abajo..., una, dos..., una, dos... O pla.

Don Alonso no quedó descontento del Aristas, pero afirmó la necesidad ineludible del trabajo constante.

-Quien algo quiere, algo le cuesta, chiquillo -dijo-, y el ser gimnasta no está a la altura de cualquiera.

A la madre, confidencialmente, le aseguró que su hijo podría ser un buen artista de circo.

Después don Alonso, viéndose ante un público numeroso, comenzó a hablar con volubilidad de los Estados Unidos, de México y de las Repúblicas sudamericanas.

-¿Por qué no nos cuenta usted cosas de esos países que ha visto? -le preguntó Perico Rebolledo.

-No, ahora no; tengo que salir con la torre Infiel.

-¡Ah!... Cuente usted -dijeron todos.

-Don Alonso aparentó que le molestaba la petición; pero, cuando tomó el hilo, contó, una tras otra, historias y anécdotas en tal cantidad, que casi le tuvieron que pedir que se callara.

-¿Y en esas tierras no ha visto usted hombres muertos por los leones?

-preguntó Aristón.

-No.

-,Es que no hay leones?

-Leones en jaulas.., muchos.

-Pero yo digo en el campo.

-En el campo, no.

Don Alonso pareció bastante contrariado al hacer estas confesiones.

-¿Ni otras fieras tampoco?

-Ya no hay fieras en los países civilizados -dijo el barbero.

-Pues mire usted, sí, allá hay fieras -y don Alonso hizo una mueca burlona y una señal de inteligencia a Rebolledo-. Una vez me sucedió una cosa terrible; pasábamos cerca de una isla y oímos cañonazos. Era la guarnición que tiraba salvas.

-Pero ¿por qué se ríe usted? -preguntó Aristón.

Es nervioso... Pues sí, me acerqué al capitán del barco y le pedí permiso para que me dejase desembarcar en la isla. Bueno -me dijo-; llévese usted la Golondrina, si quiere -la Golondrina era el nombre de la piragua-;pero dentro de un par de horas esté usted de vuelta.

»Me embarco en mi bote, y ¡hala!, ¡hala!..., llego a la isla, que estaba poblada de plátanos y cocoteros, y desembarco en una playa, en donde se hundió la proa de la Golondrina.

Aquí, don Alonso hizo la mueca del hombre que no puede contener la risa, y lanzó después al barbero una mirada acompañada de un guiño confidencial.

-Salto a tierra -siguió diciendo don Alonso-;echo a andar, y de pronto, paf... en la cara, un mosquito enorme, y luego, paf... otro mosquito, hasta que me rodeó una nube de aquellos animales tan grandes como murciélagos. Con la cara martirizada echo a correr a la playa, a embarcarme, cuando veo un cangrejo que estaba junto a la Golondrina; pero ¡qué cangrejo! Sería como un oso de grande; era negro, reluciente y hacía fa... fa... fa..., como un automóvil. Verme el bicho y echarse a correr sobre mí, gritando, todo fue uno; yo corría hacia un cocotero, y tras... tras... tras..., subí por él hasta arriba. El cangrejo se acerca al árbol, se detiene pensativo y se decide y empieza a subir también.

-Terrible situación -dijo el barbero.

-Figúrese usted -replicó don Alonso guiñando los ojos—, yo no tenía en la mano mas que un palito, y me defendí del cangrejo dándole golpes en los nudillos; pero él, bramando de rabia y con los ojos brillantes, seguía subiendo. Yo no podía ir más lejos, y pensé en bajar; pero al hacer un movimiento, ¡tras!... me agarra el granuja del bicho con una de sus muchas patas de la levita y se queda colgado de mí. El condenado pesaba de una manera atroz; ya estaba levantando otra de las zarpas para agarrarme, cuando me acordé que llevaba en el bolsillo del chaleco un limpiadientes que había comprado en Chicago y que tenía una navajita; abrí ésta, y en un momento corté los faldones de mi levita, y ¡cataplún!, desde una altura, lo menos de cuarenta metros, el cangrejo se cayó al suelo. Yo no sé cómo no se mató. Allá empezo a llorar, y a berrear, y a dar vueltas al cocotero, en donde yo estaba, mirándome con ojos terribles. Yo entonces, para algo le tenía que servir a uno el ser gimnasta, fui saltando de una rama a otra, de cocotero en cocotero y de plátano en plátano, y el cangrejo siguiéndome, berreando, con los faldones de la levita en la boca.

»Al llegar cerca de la playa me encuentro con que había bajado la marea y que la Golondrina andaba a más de cincuenta metros por encima de las olas. Esperaré -me dije-; pero en esto veo asomar en la copa del árbol donde estaba la cabeza de una serpiente; me agarro a una rama, me balanceo para caer lo más lejos posible del cangrejo y se me rompe la rama y me falta el sostén.

-¿Y qué hizo usted entonces? -preguntó el barbero.

-Di dos saltos mortales en el aire, por si acaso.

-Fue una precaución útil.

-Ciertamente, creí que estaba perdido. Todo lo contrario: estaba salvado.

-Pero ¿cómo? -preguntó Aristón.

Nada, que al caer, con la rama que llevaba en la mano di sobre el cangrejo, y como llevaba tanta fuerza, lo atravesé de parte a parte y le dejé clavado en la playa. El animal bramaba como un toro; yo me metí en la Golondrina y me escapé; pero el barco mío se había marchado. Me puse a remar, no había una vela a la vista. Estoy perdido -dije-;pero gracias al cangrejo me salvé...

-¿Al cangrejo? -preguntaron todos extrañados.

-Sí; un vapor que pasó a muchas millas, al oír los lamentos del cangrejo pensó si sería la señal de alarma de algún barco náufrago, se acercó a la isla, me recogió, y a los pocos días ya estaba con mi compañía.

Don Alonso, al concluir su narración, hizo una mueca más expresiva y con su torre Infiel se marchó a la calle. El Aristas, Rebolledo y Manuel celebraron las historias del titiritero, y el aprendiz de gimnasta se afianzó más en su idea de seguir trabajando en el trapecio y en el trampolín, para ver aquellas lejanas tierras de las cuales hablaba don Alonso.

Un par de semanas después ocurrió una de las cosas que más impresionaron a Manuel en toda su vida. Era domingo; el muchacho fue a casa de su madre, la ayudó como solía hacer siempre, a secar platos. Vinieron después las hijas de la Petra, y, por cuestión de unas faldas o de unas enaguas que la menor había comprado con el dinero de la mayor, se pasaron las dos toda la tarde riñendo.

Manuel, aburrido de la charla, se fue pretextando una ocupación.

Estaba lloviendo a cántaros; Manuel llegó a la Puerta del Sol, entró en el café de Levante y se sentó cerca de la ventana. Huía la gente endomingada corriendo a refugiarse en los portales de la ancha plaza; los coches pasaban de prisa en medio de aquel diluvio; los paraguas iban y venían y se entrecruzaban con sus convexidades negras, brillantes por el agua, como un rebaño de tortugas. A la hora escampó, y Manuel salió del café; era todavía temprano para ir a casa; Manuel pasó por la plaza de Oriente y quedó en el Viaducto mirando desde allá a la gente que pasaba por la calle de Segovia.

En el cielo, ya despejado, nadaban nubes oscuras, blancas en los bordes, como montañas coronadas de nieve; a impulsos del viento corrían y desplegaban sus alas; el sol claro alumbraba con rayos de oro el campo, resplandeciente en las nubes, las enrojecía como brasas; algunos celajes corrían por el espacio, blancos jirones de espuma. Aún no manchaba la hierba verde las lomas y las hondonadas de los alrededores madrileños; los árboles del Campo del Moro aparecían rojizos, esqueléticos, entre el follaje de los de hoja perenne; humaredas negruzcas salían rasando la tierra para ser pronto barridas por el viento.

Al paso de las nubes la llanura cambiaba de color; era sucesivamente morada, plomiza, amarilla, de cobre; la carretera de Extremadura trazaba una línea quebrada, con sus dos filas de casas grises y sucias.

Aquel severo, aquel triste paisaje de los alrededores madrileños con su hosquedad torva y fría le llegaba a Manuel al alma.

Abandonó el balcón del Viaducto, cruzó por unas cuantas callejuelas, hasta llegar a la calle de Toledo; bajó a la ronda y se dirigió a su casa.

Llegaba cerca del paseo de las Acacias cuando oyó a dos viejas que hablaban de un crimen cometido hacía un instante en la esquina de la calle del Amparo.

-Cuando le iban a coger, él mismo se ha matado -dijo una.

Manuel apresuró el paso por curiosidad y se acercó a un grupo de personas que había a la puerta del Corralón.

-¿De dónde era ese que se ha matado? -preguntó Manuel a Aristas.

-Pero ¡si es Leandro!

-¡Leandro!

-Sí; Leandro, que ha matado a la Milagros, y luego se ha matado él.

-Pero... ¿Es verdad?.

-Sí, hombre. Hace un momento.

-¿Aquí, en casa?

-Aquí mismo.

Manuel, despavorido, subió la escalera hasta la galería. Aún quedaba el charco de sangre en el suelo. El señor Zurro, el único espectador del drama, contaba lo ocurrido a un grupo de vecinos.

-Estaba yo aquí, leyendo el periódico -dijo el ropavejero-, y la Milagros, con su madre, hablaba con el Lechuguino. Estaban los novios de broma, cuando subió Leandro a la galería; fue a abrir la puerta de su casa y, antes de entrar, volviéndose de repente, le dice a la Milagros: «¿Es ése tu novio?» Me pareció que él estaba pálido como un muerto. «Sí», contestó ella. «Bueno; pues yo vengo aquí a concluir de una vez», gritó. «¿A cuál de los dos quieres, a él o a mí?» «A él», chilló la Milagros. «Entonces se acabó todo», gritó Leandro con una voz ronca. «Voy a matarte.» Luego, ya no me pude dar cuenta de nada; fue todo rápido como un rayo; cuando me acerqué, la muchacha echaba un caño de sangre por la boca, la mujer del Corretor gritaba y Leandro seguía al Lechuguino con la navaja abierta.

-Yo le vi salir de casa -añadió una vieja-; llevaba en la mano la navaja manchada de sangre; mi marido quiso detenerle, pero él paró como un toro, le echó un derrote y por poco le mata.

-Y mis tíos, ¿dónde están? -preguntó Manuel.

-En la Casa de Socorro. Han ido detrás de la camilla.

Bajó Manuel al patio.

-¿Adónde vas? -le preguntó el Aristón.

-Voy a la Casa de Socorro.

-Yo iré contigo.

Se reunió a los dos muchachos un aprendiz de un taller de máquinas que vivía en la Corrala.

-Yo le vi cuando se mató -dijo el aprendiz-; íbamos corriendo todos detrás de él, gritando: «¡A ése! ¡A ése!», cuando aparecieron por la calle del Amparo dos guardias, sacaron el sable y se pusieron delante de él; entonces Leandro dio un bote hacia atrás, abrió paso entre la gente y volvió otra vez para aquí; iba a bajar por el paseo de las Acacias, cuando tropezó con la Muerte, que le empezó a insultar. Leandro se paró, miró a todos lados; nadie se atrevía a acercarse; le echaban fuego los ojos. De pronto se metió la navaja por el costado izquierdo, yo no sé cuantas veces. Cuando uno de los guardias le agarró del brazo, se cayó como un saco.

Los comentarios del Aristón y del aprendiz eran inacabables; llegaron los muchachos a la Casa de Socorro, y allí les dijeron que los dos cadáveres, el de la Milagros y el de Leandro, los habían llevado al Depósito. Bajaron los tres chicos al Canal, a la casita próxima al río, que tantas veces Manuel y los de su cuadrilla miraban con curiosidad desde las ventanas. En la puerta se agrupaban varias personas.

-Vamos a mirar -dijo el Aristón.

Había una ventana abierta de par en par y se asomaron a ella. Tendido sobre una mesa de mármol estaba Leandro; tenía color de cera, y en su rostro se leía expresión de soberbia y de desafío. A su lado, la señora Leandra gritaba y vociferaba; el señor Ignacio, con la mano de su hijo entre las suyas, lloraba en silencio. En otra mesa rodeaba el cadáver de la Milagros un grupo de personas. El empleado del Depósito hizo salir a todos. Al encontrarse el Corretor y el señor Ignacio en la puerta, se vieron y desviaron la vista: las dos madres, en cambio, se lanzaron miradas de odio terrible.

El señor Ignacio dispuso que no fueran a dormir al Corralón, sino a la calle del Águila. Allí, en casa de la señora Jacoba, hubo una algarabía horrorosa de lloros y de imprecaciones. Las tres mujeres echaban la culpa de todo a la Milagros, que era una golfa, una mala hembra descastada, egoísta y miserable.

Un vecino de la Corrala señaló un detalle raro; al reconocer el médico forense a la Milagros y al quitarle el corsé para apreciar la herida, entre unos escapularios encontró un medallón chiquito con un retrato de Leandro.

-¿De quién es este retrato? -dicen que preguntó.

-Del que la ha matado -le contestaron.

Era una cosa rara que intrigaba a Manuel; muchas veces había pensado que la Milagros quería a Leandro; aquello casi lo confirmaba.

Durante toda la noche, el señor Ignacio, sentado en una silla, lloró sin cesar; Vidal estaba asustado y Manuel también. La presencia de la muerte, vista tan de cerca, les aterrorizó a los dos.

Y mientras lloraban dentro, en la calle las niñas cantaban a coro; y aquel contraste de angustia y de calma, de dolor y de serenidad, daba a Manuel una sensación confusa de la vida; algo pensaba él que debía ser muy triste; algo muy incomprensible y extraño.