La buena guarda
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto III

Acto III

CARRIZO y FÉLIX.
CARRIZO:

  Mil veces oí en Castilla
que en el Coll de Balaguer
había bien que temer,
ya porque es del mar la orilla,
  y moros de Argel, piratas,
entre calas y recodos,
donde después salen todos,
tienen ocultas fragatas;
  ya porque en él, por pasiones,
nunca faltan bandoleros.

FÉLIX:

Quien lleva pocos dineros,
cantar suele entre ladrones,
  como lo dijo un poeta.
¿Qué tenemos que temer,
pues que nos faltaba ayer?

CARRIZO:

Y el moro, ¿no te inquïeta,
  que hace los cuerpos dinero,
cuando en Biserta los vende,
o en Trípoli?

FÉLIX:

Nunca me ofende
el moro ni el bandolero
  tanto como yo a mí mismo,
imaginando que estoy
en España.

CARRIZO:

Triste voy,
que soy alma de tu abismo.

FÉLIX:

  Años ha, Carrizo hermano,
que de España a Italia fuimos,
donde hasta agora estuvimos
sirviendo y viviendo en vano,
  pues no merecemos vida,
aunque con seguridad,
pues que por nuestra maldad
fue la muerte merecida.
  La patria o la perdición
nos lleva a Ciudad-Rodrigo,
y yo pienso que al castigo.

CARRIZO:

Secretos del cielo son.
  Mil veces el delincuente,
sin entender quién le lleva,
quiere que vaya y se atreva
a poner entre la gente
  donde comete el delito.
Tal puede ser que los dos
vamos, queriéndolo Dios.

FÉLIX:

A su piedad lo remito.
  Si un largo arrepentimiento,
si una tierna contrición
hallan la puerta al perdón,
luz de mi remedio siento.
  La penitencia no ha sido
tal como debiera ser.

CARRIZO:

¿Tanto ha habido que comer?
¿Tan bien habemos dormido?
  ¿Qué regalo en tantos años
por nuestros cuerpos pasó?

FÉLIX:

Harto trabajo nos dio
el tiempo en reinos extraños;
  que si se ofreciera a Dios,
de satisfacción sirviera,
aunque pequeña, y corriera
por la cuenta de los dos.

CARRIZO:

  ¡Válame Dios! ¿Qué habrá sido
de doña Clara?

FÉLIX:

No sé:
no poco tormento fue
su memoria en mi sentido.
  Mil veces me vi de suerte,
que quise volver por ella,
aunque de volver a vella
me resultara la muerte.
  Fácil cosa fue dejalla;
vivir sin ella no fue
tan fácil, porque pensé
morir volviendo a buscalla.
  Poco tuvo de nobleza
el dejalla, en lo exterior,
pues la engañé con amor
y la dejé con bajeza.
  Pero como yo temí
al Esposo que ofendía,
busqué su vida y la mía,
y al fin huyendo vencí.
  Errar es de hombre mortal,
y más en esto que ves;
pero de demonio es
perseverar en el mal.

CARRIZO:

  Al fin volvimos a España,
como ya desconocidos
en rostro, barba y vestidos,
si el tiempo no nos engaña.
  Ya salimos de la mar
y entramos en Barcelona,
donde no hallamos persona
que nos pudiese juzgar
  menos que por extranjeros:
lo mismo será en Madrid,
Toledo y Valladolid.

(Cuatro bandoleros con sus pistolas y capas, de la montaña.)
BANDOLERO 1º:

Pongan luego los dineros
  sobre esa piedra, soldados.

FÉLIX:

¡Mal encuentro!

CARRIZO:

Dile azar
si ellos no le quieren dar,
serán hidalgos honrados,
  porque no llevamos niente.

BANDOLERO 2º:

Los vestidos se desnuden
antes que de ahí se muden,
o disparo.

FÉLIX:

Espera.

CARRIZO:

Tente.
(Váyanse desnudando.)
  Ofrezco al diablo artificio,
que con apretar la mano,
derriba al hombre más sano
hasta el día del juicio.

FÉLIX:

  Trabajos me han sucedido,
mas nunca en éste me vi.

BANDOLERO 3º:

¿No acaban ya?

FÉLIX:

Señor, sí.

CARRIZO:

Parece que dio el vestido,
  según le manda quitar;
pues no le cosía el sastre
pensando en este desastre,
que él diera priesa a hilvanar.
  Tomen, y vayan con Dios.

BANDOLERO 1º:

¿De dónde son?

CARRIZO:

¡Lindo aviso!
¿No lo ve? Del Paraíso,
aunque no estamos los dos
  en estado de inocencia.

BANDOLERO 2º:

Y ¿adónde van?

CARRIZO:

A acostar,
porque tras el desnudar,
no queda otra diligencia.

BANDOLERO 2º:

  Por parecer gente honrada...

CARRIZO:

Honrada su vida sea.

BANDOLERO 2º:

De cierta vieja librea,
de unos pobres desechada,
  si quieren, los vestiremos.

CARRIZO:

Eso es dar ropa y oficio,
que hay mil que piden de vicio,
y de vicio pediremos.

BANDOLERO 2º:

  Caminen.

FÉLIX:

¡Qué triste vida!

CARRIZO:

Mas te debes alegrar,
que ya no puede faltar,
por lo menos la comida.

(Váyanse, y entre LISENO, viejo villano y COSME, su hijo.)
LISENO:

  El tiempo de engerir, Cosme, a propósito,
ha de ser en creciente de la luna,
día sereno y claro; mas la rama
ten cuenta que sea nueva; por lo menos
que no pase de un año. En tierras cálidas,
por mayo es la sazón; pero en las frías,
por junio y julio.

COSME:

Estoy tan inquïeto,
que le escucho sin gusto y por respeto.

LISENO:

Cuando vieres que suda la corteza
y despide la yema, pon el ramo
al pecho o sobre la rodilla, y corta,
haciendo dos rayitas, como escudo,
que por eso se llama de escudete.
Ve por un lado alzando la corteza,
y entre el dedo pulgar y el otro cógela,
y sácala el meollo y aderézala,
y en tanto que previenes otro corte,
ponla en la boca.

COSME:

Poco estoy atento.
La huerta me perdone y los enjertos,
que no se engieren bien vivos y muertos.

LISENO:

Donde la has de asentar no tenga raja,
que despide mejor estando lisa.
Corta luego al través cuanto es la yema,
y vela desviando por la parte
de arriba, hasta quedar el corte justo.

COSME:

Padre, yo escucho con bellaco gusto.
Dejaos de enjertos de escudete agora,
de mesa, pie de cabra o cañutillo,
coronilla, barreno o calabaza,
y tratad de engerirme en casamiento,
porque solo no puedo llevar fruto.
Poned en esto el pensamiento, padre;
que la huerta ya tiene plantas y árboles.
Las plantas duran tres y cuatro años,
los árboles a treinta y a sesenta,
y árboles hay que pasan de cien años,
llevando, como veis, sabroso fruto.
A no ser vos enjerto con mi madre,
Cosme no fuera fruto vuestro, padre.

LISENO:

¡Maldito seas, que aún apenas tienes
treinta años, y ya tratas de casarte!
Y tú, ¿serás, por dicha, para eso?

COSME:

Aún hay en el lugar algún testigo;
demás, que no será el peligro vuestro.

LISENO:

Muchas aldeas tiene y caserías
la ribera del Tajo; en ellas viven
labradoras hermosas; yo te ofrezco
poner los ojos en alguna a intento
de engerirte con ella en casamiento.

COSME:

No, padre, no; que ya sé yo la moza
que el ánima me pudre y me retoza.

LISENO:

¿Quién, Cosme?

COSME:

Juana, aquesta moza nuestra.

LISENO:

¡Pues! ¡Juana! ¿Una mujer que habrá tres años
que aquí vino perdida? ¿Estabas loco
cuando te dio tan deshonroso intento?

COSME:

¡Pardiez, padre! Vos sois un mentecato
si infamáis la limpieza de su trato.
Vive como una santa, recogida
en oración perpetua y en ayunos;
métese en esas peñas, que coronan
las márgenes del Tajo, y dase en ellas
tantos azotes, que sus carnes bellas
las hacen jaspes con la sangre viva;
y ¡llamáisla perdida y fugitiva!

LISENO:

Pues cuando sea tal como tú dices,
¿estaráte a propósito que tengas
una mujer tan penitente en casa?

COSME:

¡Qué mal sabéis el fuego que me abrasa!
No sé lo que me traigo, que al oído
me andan diciendo, cuando está en el campo,
que la fuerce, la ruegue y solicite,
la penitencia y la oración la quite.

LISENO:

Ella es hermosa, y no eres, Cosme, solo
el que pretende desviar a Juana
de aquellos recogidos pensamientos;
que el señor de la huerta por momentos
la viene a ver y a molestarla tanto,
que crece su dolor y aumenta el llanto.
Mas pues que Juana, Cosme, es a tu gusto,
y tiene las costumbres que tú sabes,
¿qué mejor dote? Yo la haré mi hija.

COSME:

El cielo aumente, padre, vuestros años.

LISENO:

Sufre hasta el fin los amorosos daños.

(Váyase LISENO.)
COSME:

  Esto que traigo en el pecho
no es posible que es amor,
porque parece un ardor
de muchos infiernos hecho:
  A mí me incita y me mueve
tan vivo desasosiego,
que es nieve, y me abrasa en fuego,
y es fuego, y me hiela en nieve.
  Si como, me está llevando,
¡oh, Juana!, tu perfección
toda la imaginación,
y estoy comiendo y pensando.
  Si duermo, despierto luego
con tu nombre, de tal modo,
que me parece que todo
es un infierno de fuego.
  Ésta es la orilla del río;
en él quisiera arrojarme,
si pensara que templarme
pudiera el tormento mío.
  ¡Oh! Hela allí. Corazón,
no tembléis de un ángel ya.

(CLARA, de labradora.)
DOÑA CLARA:

¿Cuándo, Señor, llegará
de mi pecado el perdón?
  ¿Cuándo, Jesús de mi vida,
me dirá vuestra piedad,
pues le costó mi maldad
toda la sangre y la vida:
  «Mujer, perdonada estás»?
Pero ¿cómo podrá ser
que esto pueda merecer
la que no os sirvió jamás,
  la que siempre os ofendió,
la adúltera del Esposo
más honrado y más hermoso
que el cielo a la tierra dio?
  Pero tengo confianza
en esa sangre, Señor,
que aunque es roja en el color,
es verde por la esperanza.
  ¡Jesús mío, yo pequé!
¡Terrible fue mi pecado!
Vos sabéis lo que he llorado
en esta esperanza y fe.
  Díceme aquel enemigo
que no me ha de aprovechar,
y que vos me habéis de dar,
como a adúltera, castigo;
  mas yo le digo, Señor,
que nunca vos despreciáis
corazón en quien halláis
este contrito dolor.
  ¡Ay, piadosa Virgen bella!
¿Qué fuera de mí sin vos?
¿Por dónde llegara a Dios,
por tal mar, sin tal estrella?
  ¡Ay, cielos! ¿Quién está aquí?

COSME:

Cosme soy; ¿de qué te alteras?
No son mis manos tan fieras,
que te defiendas de mí.
  ¿Cuál oso viste bajar
de los montes de Toledo,
que te ha causado tal miedo?
Pero debes de pensar
  que vengo a hurtar la colmena
de la miel de tu hermosura.

DOÑA CLARA:

Así Dios te dé ventura,
y a mí, Cosme, me haga buena,
  que me hagas un placer.

COSME:

Mándame, Juana, y verás
que en mandarlo tardas más
que yo lo tardo en hacer.

DOÑA CLARA:

  Que vuelvas a nuestra quinta
por un libro que olvidé.

COSME:

Si voy, ¿dónde te hallaré?

DOÑA CLARA:

En esta alfombra que pinta
  de tantas flores el Tajo.

COSME:

¿Está en tu aposento?

DOÑA CLARA:

Sí.

COSME:

Pues yo vuelvo luego aquí,
porque vuelo, y sé el atajo.
  No te vayas, desdén mío.

(Váyase COSME.)
DOÑA CLARA:

  Divino vencedor, de amor vencido,
con túnica de sangre y con diadema,
donde escribió la Majestad suprema
el nombre que vos solo habéis leído;
Cordero asado en cruz, el pecho herido,
para que exhale el fuego en que se quema,
en cuya herida amor con hostia y nema
firmó la carta al hombre redimido;
¡quién se alistara, capitán benigno,
debajo desa cruz, bandera santa,
imperio que en sus hombros se enarbola!
Cordero de Sión, si fuera digno
mi pecho de ofreceros la garganta,
yo os siguiera con palma y con estola.

(Grita de música y baile, damas y galanes, y un mozo con un tabaque de merienda.)
MÚSICOS:

  Lavaréme en el Tajo,
muerta de risa,
que el arena en los dedos
me hace cosquillas.

DAMA 1ª:

  Pon la merienda en el prado,
que él nos servirá de mesa.

DOÑA CLARA:

¡Lo que el demonio atraviesa
por despertar mi pecado!

GALÁN 1º:

  ¡Hermosa estás como un oro!

DAMA 2ª:

Y tú, galán como un sol.

GALÁN 1º:

¿Hay tan dichoso español?

DOÑA CLARA:

Alma, mientras cantan, lloro.

MÚSICOS:

  Que no quiero bonetes,
que soy muy boba,
y en andando con picos,
me pico toda.

DOÑA CLARA:

  Todas invenciones son
del demonio, que despierta
mis deleites.

DAMA 1ª:

¿No es la huerta
de mayor recreación?

GALÁN 2º:

  Yo me quiero desnudar.

GALÁN 1º:

Y yo, que hace gran calor.

GALÁN 2º:

En aquel chopo es mejor.

DAMA 1ª:

¿Huélgaste de ver nadar?

DAMA 2ª:

  ¿Eso dudas?

DAMA 1ª:

Pues allí
podréis pasar la merienda.

GALÁN 1º:

Mil primores, dulce prenda,
haré en el agua por ti.

MÚSICOS:

  Si te echares al agua,
bien de mis ojos,
llévame en tus brazos;
nademos todos.

(Entrense todos.)
DOÑA CLARA:

  ¡Qué de cosas representa,
para ponerme en cuidado,
a mi deleite pasado
quien mi perdición intenta!
  Pues, cuerpo, ya conocéis
los castigos que lleváis.

(Dos gentileshombres entren.)
GENTILHOMBRE 1º:

Mirad, Guzmán, que sudáis,
y que a peligro os ponéis.
  Enjugaos, que tiempo habrá.

GENTILHOMBRE 2º:

¡Oh, qué graciosa aldeana
con veinte ovejas?

GENTILHOMBRE 1º:

Serrana,
¿dónde menos hondo está?

DOÑA CLARA:

  No nadéis si no sabéis.

GENTILHOMBRE 2º:

En verdad que yo nadara
adonde mejor templara...

DOÑA CLARA:

De espacio, no os acerquéis.
  Id en buen hora a nadar.

GENTILHOMBRE 1º:

¡Lindo brazo!

GENTILHOMBRE 2º:

Y ¡qué rollizo!

DOÑA CLARA:

Esto el demonio lo hizo,
que no me quiere dejar.

GENTILHOMBRE 2º:

  Daréle para corales,
si a los labios me los trueca.

GENTILHOMBRE 1º:

Oiga, no sea tan seca.

DOÑA CLARA:

Si son hombres principales,
  ¿no ven que es mucha bajeza
tratar mal una mujer?

GENTILHOMBRE 2º:

Peñasco debes de ser,
aunque un ángel en belleza.
  Pues guárdanos los vestidos
entre tanto que nadamos,
porque desnudos pensamos
despertarte los sentidos.

DOÑA CLARA:

  Esas palabras no son
de gente desta ciudad.

GENTILHOMBRE 2º:

¡Qué notable honestidad!

GENTILHOMBRE 1º:

¡Quedo, que tiene razón!
  Dejalda, que aún tengo miedo
de una mujer virtüusa.

GENTILHOMBRE 2º:

No la he visto más hermosa
en la Sagra de Toledo.

(Váyanse los dos.)
DOÑA CLARA:

  No pienses, fiero enemigo,
volverme al mundo jamás;
que esto que a mis ojos das,
te pienso dar en castigo.
  Así el alma se desagua
cuando va de culpas llena.

(Dentro, como que nadan.)
GALÁN 1º:

¡San Juan y la Magdalena!
Un baño parece el agua.

DOÑA CLARA:

  Ojos, ya no hay qué mirar;
mirad solamente al cielo,
que en aquel hermoso velo
hay mucho que contemplar.
  Dejad las cosas, mis ojos,
del mundo, pues tales son,
que han sido mi perdición
y el blanco de mis enojos.
  Pensad en lo que perdí
cuando mi Esposo dejé.
¡Ay, Señor! ¿Cuándo osaré
volver mis ojos a ti?
  Dulcísima vida mía,
¿cómo dejé tus regalos?
¿Cómo por otros tan malos
olvidé tu compañía?
  ¿Cómo te quebré la fe?
¿Cómo el anillo rompí
que me diste y que te di
cuando tu mano toqué?
  ¡Llorad, ojos, no os canséis!
Y ¡ojalá pluguiera a Dios
fuérades mil como dos,
porque dos poco podréis!
  ¿Dónde estás, Esposo mío?
¡Oh, qué enojado estarás!
¡Ay, Dios! ¿Si recibirás
los suspiros que te envío?
  Señor, que en piedad excedes
mis culpas, dame tu luz;
clavado estás en la cruz;
no te me irás, que no puedes.

(El PASTOR.)
PASTOR:

  Verdes riberas amenas,
frescos y floridos valles,
aguas puras, cristalinas,
altos montes, de quien nacen,
guiadme por vuestras sendas
y permitidme que halle
esta prenda que perdí
y me cuesta amor tan grande.
Ya de pisar las espinas
llevo teñidas en sangre
las abarcas, y las manos
rotas de apartar jarales.
De dormir sobre el arena
de aquella desierta margen,
traigo enhetrado el cabello;
y cuando el aurora sale,
mojado con el rocío
que por mi cabeza esparcen
las nubes que del sol huyen,
humedeciendo los aires.
¡Ay, Dios, qué cansado estoy!
¿Qué cayado habrá que baste
para sufrir este peso?

DOÑA CLARA:

Cielo santo, declaradme
si es este pastor aquel
que vi en el Tormes, la tarde
que en mi regazo dormía
Félix al pie de unos sauces.
¡Ah, pastor! ¡Ah, ganadero,
que Dios muchos años guarde!
Paréceme que otra vez
te he visto yo en otros valles,
porque es tanta tu hermosura,
que años y trabajos tales
no han borrado en mi memoria
esas más que humanas partes.
¿Vives agora estos montes?
¿Guardas ganado? ¿Qué haces
en las orillas del Tajo?

PASTOR:

Serrana, lo mismo que antes.
¿No te acuerdas que buscaba
por prados, por arenales,
por sierras, por altos montes
una oveja aquella tarde?
Pues la misma busco agora;
que tan perdido me trae,
que no volveré sin ella
a los ojos de mi Padre;
aunque siempre estoy en ellos
por la merced que me hace,
por el amor que me tiene,
y porque somos iguales.

DOÑA CLARA:

Pastor gallardo y hermoso,
¿por qué te cansas en balde?
Que tanto amor no merece
cosa que tan poco vale.
¿Para qué perdido vienes,
pues aunque peñas ablandes
con silbos, no la enterneces?
Que son bien claras señales
que vino a manos del lobo.

PASTOR:

Sí vino; que el lobo infame
persigue ovejas que estimo,
porque presume vengarse
de un golpe que cierta vez
le di en un monte una tarde,
aunque por darle con fuerza
no me costó poca sangre.
Mordióla, no la comió.

DOÑA CLARA:

¿Es posible que la llames
tanto tiempo, y que no venga?

PASTOR:

No se atreve, aunque bien sabe
que estoy los brazos abiertos
siempre que ella me buscare;
porque yo no soy pastor
como algunos arrogantes
que vengan los adulterios
que las ovejas les hacen.
Si ellas lloran y les pesa
(que no ay cosa más suave
para mí, que ver llorar,
porque el corazón me parten),
luego les doy sal, y algunas
con esta sal tales salen,
que no hay carne más sabrosa
en la mesa de mi Padre.

(Váyase.)


DOÑA CLARA:

No te vayas. Oye, espera.
¿Sueño o velo? ¿Si me hacen
estas burlas mis deseos?
Mas ¡ay, burlas celestiales!
Ora pasen a mis ojos,
ora en mis sentidos, pasen,
avisos me ha dado el cielo
para que su gracia alcance.
Ir quiero animosamente,
en este villano traje,
desde aquí a Ciudad-Rodrigo.
Quizá este pastor es ángel,
y me anima a dar la vuelta
donde penitente acabe
esta miserable vida.
Ángel, si lo sois, guiadme.

(Váyase, y entren el ÁNGEL, en el hábito de DOÑA CLARA, y DON PEDRO.)
DON PEDRO:

  Por ti casé mi hija con don Carlos,
porque a no ser por ti, no se la diera,
a mis deudos cansado de escucharlos.
  No digo que es tu hermana la primera
¡oh, Clara! que ha vivido mal casada;
pero que yo su bien y paz quisiera.
  Ni digo yo de ti que estás culpada:
yo sé cuán bueno en esto fue tu intento;
pero sé que es Elena desdichada.

ÁNGEL:

  Pues ¿qué tiene don Carlos?

DON PEDRO:

Descontento;
que no quieras más mal para un casado,
aunque no sabes tú de casamiento.

ÁNGEL:

  Yo vivo con mi Esposo regalado
en otro matrimonio diferente.

DON PEDRO:

¡Dichosa quien escoge tal estado!
  Dos años ha que vive como ausente,
que mujeres y juego le distraen:
tras esto, celos bien injustos siente.

ÁNGEL:

  Cosas son que los años verdes traen.
Querrá Dios que don Carlos caiga en ello;
que muchos se levantan aunque caen.
  Envíamele acá.

DON PEDRO:

Si puedo hacello,
que teme tu virtud, porque los malos
huyen la luz.

ÁNGEL:

La vida es un cabello.
  Yo no sé quién estima sus regalos,
si de tan débil cosa está pendiente.

DON PEDRO:

Rinde la mocedad el fruto a palos.
  Yo voy a hacer que venga.

(Váyase DON PEDRO.)


ÁNGEL:

¡Oh, Clara, ausente
de tu casa legítima y tu Esposo!
Aunque es verdad que tengo a Dios presente,
  y ejercito un oficio tan honroso,
deseo tu remedio y que ya vengas;
que puesto que en la tierra estoy glorioso,
mi gloria aumentaré cuando la tengas.

(Entre un PLATERO.)
PLATERO:

  Como licencia me diste,
en la portería entré.

ÁNGEL:

Hoy a llamarte envié,
que en cuidado me pusiste.
  La custodia... ¿está acabada?

PLATERO:

Y con el mayor decoro
de primor que alcanza el oro...,
digo, la plata dorada.

ÁNGEL:

  Bien has hecho, que ha de ser
casa del Señor del cielo,
que en el compás de aquel velo
se quiere en cifra poner.
  Aunque tan grande, está allí
como en la cruz y en el cielo.

PLATERO:

Aunque te agradó el modelo,
con el arte le vencí.

ÁNGEL:

  ¡Dichoso tú, que fabricas
casa a Dios!

PLATERO:

Tú más dichosa,
que tan santa y virtüosa
le alabas y glorificas.
  ¡Dichosa tú, que mereces
lo que al indigno se priva,
pues eres custodia viva
del mismo Dios tantas veces!

ÁNGEL:

  Dios sabe, amigo, quién soy:
deja a Dios toda alabanza.

PLATERO:

Dame dinero o libranza
que pueda cobrarse hoy;
  que me matan oficiales.

ÁNGEL:

Hoy tendrás todo el dinero.

(DON CARLOS entre, y GINÉS.)
DON CARLOS:

Digo que esperar no quiero,
y que entraré, pues no sales.

ÁNGEL:

  ¿Qué es esto?

DON CARLOS:

En el oratorio
te esperaba, y me cansé.

ÁNGEL:

Reñirte quiero.

DON CARLOS:

¿Por qué?

ÁNGEL:

Porque es tan claro y notorio
  cómo tratas a mi hermana,
y porque dice enojado
mi padre, que causa he dado
a cosa tan inhumana.
  Tú, Carlos, ¿eres aquel
que tan humilde decías
que a doña Elena serías
humilde, honesto y fiel?
  ¿Tú quien juraba sacar
mentiroso a tu enemigo,
y no hay en Ciudad-Rodrigo
quien no te venga a culpar
  de ingrato a tanta hermosura,
y de atrevido a tu honor?

DON CARLOS:

El divino resplandor,
llama de la lumbre pura
  que sale de aquesa cara,
Clara, me obliga a respeto;
que si no, yo te prometo
que no le tuviera, Clara.
  Elena, celosa, ha dado
causa a hablar mal de mi honor.

ÁNGEL:

Yo lo sé todo mejor,
y en lo que andas ocupado,
  qué papeles escribiste
a quien sabes, y qué cosas,
con palabras amorosas,
en su reja le dijiste.
  Sé lo que habéis concertado,
y sé...

DON CARLOS:

Detente, por Dios,
que lo que pasa entre dos,
Dios te lo habrá revelado.
  ¡Oh, Clara, cuya virtud
me avergüenza! En esos pies
pido perdón.

ÁNGEL:

Esto es,
Carlos, buscar tu quietud.
  No des a Elena ocasión,
ni a mi padre estos enojos.

DON CARLOS:

Tendréla sobre mis ojos
y la pediré perdón.

(La HORTELANA entre.)
HORTELANA:

  Acude presto, acude, sóror Clara,
que sóror Magdalena en este punto,
paseando la margen del estanque,
cayó en sus aguas y se ha hundido en ellas.

ÁNGEL:

Dame licencia, Carlos.

DON CARLOS:

¡Qué desdicha!

HORTELANA:

Presto, señora, que se está anegando.

ÁNGEL:

La Buena Guarda la estará guardando.

(Váyanse los dos.)


DON CARLOS:

¿Qué sientes desta santa?

GINÉS:

Que la tiene
en gran veneración la ciudad toda,
y que se cuentan della cosas raras.

DON CARLOS:

¿No ves cómo entendió mi pensamiento?
¿No ves cómo ha sabido los amores
que trataba en secreto con doña Ana?

GINÉS:

Ella es un serafín en forma humana.

DON CARLOS:

Yo pienso desde hoy más tenerla miedo,
y enmendar mis locuras.

GINÉS:

Todo es burla,
sino dormir, segura la conciencia.

DON CARLOS:

¿Quién no envidia, Ginés, un hombre justo,
sabiendo que es la vida tan incierta,
y que es la muerte tan forzosa y cierta?

(La HORTELANA entre.)
HORTELANA:

Para que no te vayas sin que sepas
un milagro tan raro, y seas testigo,
así como llegó Clara al estanque,
entró por él, y sin mojarse el hábito,
asió de un brazo a sóror Magdalena,
y la sacó a la orilla viva y sana:
dilo a su padre y a su amada hermana.

(Váyase.)


DON CARLOS:

¿Qué te parece?

GINÉS:

Sin sentido quedo.

DON CARLOS:

Y yo confuso entre esperanza y miedo.

(DOÑA CLARA entre en hábito de labradora.)
DOÑA CLARA:

  Si tan grande atrevimiento
ha sido de Dios guiado,
debe de ser mi pecado
que quiere dar escarmiento,
  y anda a buscar su castigo;
pues no solamente entré
en este traje, y a pie
y sola en Ciudad-Rodrigo,
  pero hasta la misma puerta
de la casa que dejé
cuando a mi alma cerré
la que vio del cielo abierta.
  Gente hay en la portería.
¡Ay, mi casa regalada!
¡Ay, soberana posada,
donde mi Esposo tenía!
  ¡Ay, Virgen divina, a quien
encomendé aquel ganado
que dejé por mi pecado!
¿Habéisle guardado bien?
  ¿Quién lo duda, si de Dios
cuanto queréis alcanzáis?

GINÉS:

Pues, hermana, ¿a quién buscáis?

DOÑA CLARA:

No os busco, señor, a vos.

GINÉS:

  ¡Qué bonita labradora!

DON CARLOS:

¡Hermosa, por vida mía!

DOÑA CLARA:

Saber, señores, querría
quien es abadesa agora
  deste santo monasterio,
porque la quisiera hablar.
¡Ay, Dios! ¿Quien ha de contar
tal deshonra y vituperio?

DON CARLOS:

  La que es abadesa aquí
es doña Clara de Lara.

DOÑA CLARA:

¡Doña Clara!

DON CARLOS:

Sí, y más clara
que el sol.

DOÑA CLARA:

¿Burláisos de mí?
  Pues ¿no ha tres años que es muerta?

DON CARLOS:

¡Muerta! Debéis de estar loca.

DOÑA CLARA:

¿Si éste me conoce, y toca
algo de mi historia incierta?

DON CARLOS:

  Doña Clara es una santa;
vive en este santo templo,
dando a todo el mundo ejemplo,
que sus alabanzas canta.
  Agora acaba de hacer
un milagro.

DOÑA CLARA:

¿Qué es aquesto?

GINÉS:

Vamos a decirlo presto.

(Váyanse DON CARLOS y GINÉS.)
DOÑA CLARA:

¿Quién será aquesta mujer?
  Yo, ¿no soy Clara? ¡Ay de mí!
Pues ¿cómo aquí vive Clara?
Y más que dijo de Lara,
que también me llamo ansí.
  Temblando estoy. ¿Qué será?

(El ÁNGEL entre.)
ÁNGEL:

Clara, no te turbes; mira
que de tu Esposo la ira
se viene templando ya.

DOÑA CLARA:

  ¿Sois, señora, la Abadesa?,
que tengo mucho que hablaros,
y solamente en miraros,
parece que el miedo cesa.
  Dícenme que os llamáis Clara;
y aunque Clara en luz tan pura,
oíd una Clara oscura,
que a vuestra luz se declara.
  Yo soy...

ÁNGEL:

No me digas más:
ya sé quién eres.

DOÑA CLARA:

Ya sé
que eres santa; escuchamé.

ÁNGEL:

Clara, en tu convento estás.
  Entra, y en tu celda propia,
el hábito que dejaste
cuando a tu Esposo negaste
(de tu voto hazaña impropia),
  toma del mismo lugar;
que en el tuyo quedé yo
cuando Félix te engañó.

DOÑA CLARA:

Los pies te quiero besar.
  ¿Quién eres, señor?

ÁNGEL:

No digas
a nadie lo que ha pasado,
sino en confesión. Yo he estado
sufriendo tantas fatigas
  como me ha dado el servir
el gobierno tantos años:
recupera aquellos daños
de tu pasado vivir
  con debida penitencia,
porque te vuelva tu Esposo
a su pecho generoso,
después desta larga ausencia.

DOÑA CLARA:

  Di, ¿quién eres? Oye, aguarda.

ÁNGEL:

Basta que sepas agora
que sirvo a cierta señora.

DOÑA CLARA:

Dime el nombre.

ÁNGEL:

Buena Guarda.

DOÑA CLARA:

  Animosa quiero entrar,
siguiéndole.

ÁNGEL:

Venir puedes.

DOÑA CLARA:

Esposo, ¡tantas merecedes!...

ÁNGEL:

Ya se lo puedes llamar.

(Entranse.)
(CARRIZO y FÉLIX, de pobres.)
CARRIZO:

  ¿Que nadie nos conoce? ¡Extraña cosa!

FÉLIX:

No venimos nosotros para menos.

CARRIZO:

Todo sucede mal a quien ingrato
corresponde a tan altos beneficios
como de Dios recibe.

FÉLIX:

Éste es el templo
adonde yo fui indigno mayordomo.

CARRIZO:

¡Qué miedo, Félix, de mirarle temo!

FÉLIX:

Yo pienso que los cielos me han traído
para que agora pague mi pecado.

CARRIZO:

Y yo, ¿mondaré nísperos? Mas, dime,
¿cómo podrás cobrar, sin declararte,
la hacienda por que vienes? Que es, sin duda,
que tú y Clara, faltando un mismo día,
han de pensar que tú su Paris fuiste,
y pienso que los dos seremos Troya;
que nos han de abrasar en vivo fuego,
si viene algún jüez que estudie en griego.

(Entre el FINGIDO CARRIZO.)
FÉLIX:

Éste es, sin duda, el sacristán que agora
tienen aquestas monjas: llega y háblale.

CARRIZO:

Deo gracias. ¡Qué temor me sobreviene!

CARRIZO FINGIDO:

Por siempre. ¿Para qué a esta puerta viene?
Vaya a la de la iglesia.

CARRIZO:

Diga, hermano,
¿quién es el sacristán que agora sirve
este convento?

CARRIZO FINGIDO:

Yo, ¿no me conoce?
Pero debe de ser extraño.

CARRIZO:

Extraño
de todo bien, y propio de mi daño.

CARRIZO FINGIDO:

Seis años ha que en esta casa vivo.

CARRIZO:

¿Seis años? Mire, hermano, que se engaña,
que agora tres estaba aquí Carrizo.

CARRIZO FINGIDO:

Pues Carrizo es el mismo que está agora.

CARRIZO:

¡Carrizo!

CARRIZO FINGIDO:

Sí, que ese es mi propio nombre.

CARRIZO:

¿Él se llama Carrizo?

CARRIZO FINGIDO:

Así me llamo.

CARRIZO:

¿Oyes aquésto?

FÉLIX:

Atento estoy a todo.

CARRIZO:

¿Que él es Carrizo? ¿Cómo de qué modo?

CARRIZO FINGIDO:

Porque Juan de Carrizo fue mi padre,
y mi madre Lüisa de Montalbo,
cristianos viejos.

CARRIZO:

Esos lo eran míos.

CARRIZO FINGIDO:

Tuve una hermana murió pequeña,
y otra casada en Salamanca.

CARRIZO:

¡Cielos,
que perderé el jüicio!

FÉLIX:

Aguarda un poco,
que hay más secreto en esto o estoy loco.
Diga, señor, ¿quién es el mayordomo
destas señoras?

CARRIZO FINGIDO:

Es Esteban Félix.

FÉLIX:

¡Esteban Félix!

CARRIZO FINGIDO:

Sí, muy buen hidalgo,
y no de poca hacienda.

FÉLIX:

¡Santo cielo!
Pues ¿no ha tres años ya que es muerto ese hombre?

CARRIZO FINGIDO:

¡Muerto! Agora le vi con la abadesa.

FÉLIX:

Y ¿quién es la abadesa?

CARRIZO FINGIDO:

Doña Clara.

FÉLIX:

¿Doña Clara de Lara?

CARRIZO FINGIDO:

Sí, la propia.

FÉLIX:

Carrizo, o es espíritu diabólico
este mancebo, o celestial y angélico,
porque hombre de la tierra es imposible.

CARRIZO FINGIDO:

Digan, señores, ¿mándanme otra cosa?

FÉLIX:

Que os guarde Dios.

(Retírase el CARRIZO FINGIDO.)
CARRIZO:

¿Si somos los que fuimos?

FÉLIX:

¿Si me he mudado yo?

CARRIZO:

Tórnome loco.

FÉLIX:

Procuremos hablar a la abadesa,
y sabremos qué es esto.

CARRIZO:

Mi pecado,
en otro el ser que soy ha transformado.

(Éntrense, y salga DOÑA CLARA, ya en su primer hábito, y DON PEDRO, su padre.)
DON PEDRO:

  Bien tengo que agradecerte,
Clara. ¡Venturoso el día
que para la vejez mía
fabriqué muro tan fuerte!
  Carlos me pidió perdón.

DOÑA CLARA:

Pues ¿quién señor padre, es Carlos?
A todos tiemblo de hablaros,
porque no sé la ocasión.

DON PEDRO:

  Como estás tan embebida
en Dios, aún de tu cuñado,
que a tu hermana has restaurado,
por momentos se te olvida.

DOÑA CLARA:

  ¡Ah, sí! Carlos, el marido
de...

DON PEDRO:

De tu hermana.

DOÑA CLARA:

Es ansí.

DON PEDRO:

Casástele tú, y a mí
me sacaste de sentido,
  y al cabo ya de tres años,
¿preguntas de quién lo es?
En fin, se puso a mis pies
y confesó sus engaños.

DOÑA CLARA:

  Sin duda que éste es marido
de Elena, y reñido habrán.
Ellos amigos se harán,
todo se pondrá en olvido.

DON PEDRO:

  Don Carlos así lo dice;
y yo, Clara, que es razón,
te debo su conversión.

DOÑA CLARA:

Señor, lo que pude hice:
  Éste debía de ser
mozo travieso sin duda.

(La PORTERA y el PLATERO.)
PLATERO:

Dice que a firmarla acuda,
que agora lo puede hacer.

PORTERA:

  Firme vuestra caridad
esta cédula a Lamberto.

DOÑA CLARA:

¿Cómo?

PORTERA:

Que vive, es lo cierto,
Clara, en otra claridad.
  ¿No le conoces?

DOÑA CLARA:

¿Quién es?

PORTERA:

El platero.

DOÑA CLARA:

Pues ¿qué quiere?

PORTERA:

La firma, porque no espere.

DOÑA CLARA:

¿La firma? Vuelva después.

PLATERO:

  Si la custodia he traído,
y prometiste el dinero,
¿qué he de hacer?

DOÑA CLARA:

A este platero,
este dinero han debido
  por la custodia que ha hecho.
Mostrad, que quiero firmar.

DON PEDRO:

Todo, amigos, es pensar
en cosas de más provecho.

PORTERA:

  Que escribas al Almirante
te ha pedido doña Inés.

DOÑA CLARA:

¿Sobre qué?

PORTERA:

¡Harto bueno es
en caso tan importante,
  y estando tu primo preso!

DOÑA CLARA:

¿A dónde?

PORTERA:

En Madrid lo está.

DOÑA CLARA:

¡Ah, sí! Bien me acuerdo ya,
aunque no bien, del suceso.

PORTERA:

  La muerte de don Lüis.

DOÑA CLARA:

Sí, sí.

DON PEDRO:

Toda está en el cielo.

PORTERA:

Pues vámonos, que recelo
que a fuerte ocasión venís.

(Váyanse todos.)


DOÑA CLARA:

  En extraña confusión
el alma tengo ocupada;
que mal los puede entender
quien ha tres años que falta.
Esos ¡ay, cielo! ha tenido
tan buena guarda esta casa,
que para mi confusión
todas son buenas y santas.
¡Qué diferente gobierno
es el que agora se halla!
¡Qué olor del cielo que tienen
cuantas me miran y hablan!
Y aunque no sé responder
a las cosas de que tratan,
ellas me dan la disculpa:
dicen que estoy elevada.
Pues yo haré, mi dulce Esposo,
por estarlo en vos, con ansias
tan amorosas y dulces,
que allá se me quede el alma.

(FÉLIX y CARRIZO.)
FÉLIX:

Temblando llego, y es justo.

CARRIZO:

Parece que es doña Clara.

FÉLIX:

Transformada está en el cielo.

CARRIZO:

Pienso que el alma le falta.

FÉLIX:

Mírala bien.

CARRIZO:

Ella es;
que desta manera estaba
cuando salimos de aquí.
Mas ¿si fue alguna fantasma
la que llevaste a Toledo?

FÉLIX:

Sí, porque dicen que es santa
y hace milagros; y aquí,
¿cómo o por adónde entrara
si la hubiéramos llevado?

CARRIZO:

Ya vuelve en sí.

FÉLIX:

¡Cosa extraña!

DOÑA CLARA:

¿Quién está aquí?

FÉLIX:

¿No conoces
a Félix? ¿De qué te espantas?

DOÑA CLARA:

¿No quieres que en verte tiemble,
de mis desventuras causa?

CARRIZO:

Y ¿a Carrizo no conoce?

FÉLIX:

Señora, ¿cómo te hallas
en tu hábito, en tu honor,
en tu virtud y en tu casa?

DOÑA CLARA:

Cuando salí del convento,
y me viste que lloraba,
dije con tiernos suspiros
a aquella imagen sagrada
que, ya que yo me perdía,
sirviera de buena guarda
a las que dejaba aquí;
y la Reina soberana,
en mi lugar y en el vuestro,
las puso tal, que bastaban
para gobernar mil mundos.
Éstas, supliendo la falta
que los tres habemos hecho,
han vuelto por nuestra fama.
Dejásteme, y yo, perdida,
aunque para Dios ganada,
hice dura penitencia,
mas pequeña a culpas tantas.
Vine, y con la guarda hablé,
que en la confesión me manda
sólo decir el suceso,
y a las partes que le tratan,
que sois los dos, a quien ruego
por las piadosas entrañas
de Dios, que hagáis penitencia.

FÉLIX:

Dame aquesas manos santas,
y tu bendición con ellas,
que sin entrar en mi casa,
iré a confesar mis culpas,
y a que en una jerga parda
se envuelva este triste cuerpo.

CARRIZO:

Quien para mal te acompaña,
para el bien lo hará mejor.

FÉLIX:

Aquí, para ejemplo, acaba,
como verdadera historia,
Senado, La Buena Guarda.