La araucana segunda parte
de Alonso de Ercilla
XVI
XVII

XVI


En este canto se acaba la tormenta. Contiénese la entrada de los españoles
en el Puerto de la Concepción e isla de Talcaguano; el consejo general que
los indios en el valle de Ongolmo tuvieron; la diferencia que entre
Peteguelén y Tucapel hubo. Asimismo el acuerdo que sobre ella se tomó


Salga mi trabajada voz y rompa
el són confuso y mísero lamento
con eficacia y fuerza que interrompa
el celeste y terrestre movimiento.
La fama con sonora y clara trompa,
dando más furia a mi cansado aliento
derrame en todo el orbe de la tierra
las armas, el furor y nueva guerra.

Dadme, ¡oh sacro Señor!, favor, que creo
que es lo que más aquí puede ayudarme,
pues en tan grande peligro ya no veo
sino vuestra fortuna en que salvarme.
Mirad dónde me ha puesto el buen deseo,
favoreced mi voz con escucharme,
que luego el bravo mar, viéndoos atento,
aplacará su furia y movimiento.

Y a vuestra nave el rostro revolviendo,
la socorred en este grande aprieto,
que, si decirse es lícito, yo entiendo
que a vuestra voluntad todo es sujeto;
aunque el soberbio mar, contraveniendo
de los hados el áspero decreto,
arrancando las peñas de su suelo
mezcle sus altas olas con el cielo.

Espero que la rota nave mía
ha de arribar al puerto deseado,
a pesar de los hados y porfía
del contrapuesto mar y viento airado
que procuran así impedir la vía,
y diferir el término llegado
en que la antigua causa tan reñida
por vuestra parte había de ser vencida.



Los cuatro poderosos elementos
contra la flaca nave conjurados,
traspasando sus términos y asientos,
iban del todo ya desordenados:
indómitos, airados y violentos,
removidos, revueltos y mezclados
en su antigua discordia y fuerza entera,
como en el caos y confusión primera.

Pues de tantos contrarios combatida,
la quebrantada nave forcejando,
iba casi de un lado sumergida,
las poderosas olas contrastando;
mas ya al furioso viento y mar rendida,
sin poder resistir, se va acercando
a los yertos peñascos levantados
de las violentas olas azotados.

Con la congoja del morir presente,
las voces y las lástimas crecían,
que llevadas del céfiro inclemente
lejos las rocas cóncavas herían:
pilotos, marineros y la gente,
como locos, sin orden discurrían.
Unos dicen: «¡alarga!» y otros: «¡iza!»,
quién por ir a la escota va a la triza.

El uno con el otro se atraviesa
y así turbado del temor se impide;
quién a públicas voces se confiesa
y a Dios perdón de sus errores pide;
quién hace voto espreso, quién promesa;
quién de la ausente madre se despide,
haciendo el gran temor siempre mayores
los lamentos, plegarias y clamores.

Por otra parte el cielo riguroso
del todo parecía venir al suelo,
y el levantado mar tempestuoso
con soberbia hinchazón subir al cielo.
¿Qué es esto, Eterno Padre Poderoso?
¿Tanto importa anegar un navichuelo
quel mar, el viento y cielo de tal modo
pongan su fuerza estrema y poder todo?



No la barca de Amiclas asaltada
fue del viento y del mar con tal porfía,
que aunque de leños frágiles armada
el peso y ser del mundo sostenía.
Ni la nave de Ulises, ni la armada
que de Troya escapó el último día
vieron con tal furor el viento airado,
ni el removido mar tan levantado.

La confianza y ánimo más fuerte
al temor se entregaban importuno,
que la espantosa imagen de la muerte
se le imprimió en el rostro a cada uno;
del todo ya rendidos a su suerte,
sin esperanza de remedio alguno,
el gobierno dejaban a los hados
corriendo acá y allá desatinados,

cuando un golpe de mar incontrastable,
bramando, en un turbión de viento envuelto,
rompió de la gran mura un grueso cable,
cubriendo el galeón ya todo vuelto.
Pero aquí sucedió un caso notable
y fue que el puño del trinquete suelto
trabó del gran vaivén a la pasada
el un diente de la áncora amarrada,

y cual si fuera estaca mal asida,
la arranca de su asiento y la arrebata
y acá y allá del viento sacudida
todo lo abate, rompe y desbarata.
Mas Dios, que de los suyos no se olvida,
(aunque a las veces su favor dilata)
hizo que en el bauprés dichosamente
el áncora aferrase el corvo diente.

La vela se fijó y en el momento
gobernó el galeón rumbo derecho,
y a despecho del mar y recio viento,
botando a orza el timón, salió al levecho.
Fue tanto nuestro súbito contento,
que el temeroso inadvertido pecho
pudo sufrir difícilmente a un punto
el estremo de pena y gozo junto.



Luego, pues, que la súbita alegría
lanzó fuera al temor desconfiado,
y a su lugar volvió la sangre fría
que había los miembros ya desamparado,
la esforzada y contrita compañía,
el rostro al cielo en lágrimas bañado,
con oración devota y sacrificio
dio las gracias a Dios del beneficio.

Mas el hinchado mar embravecido
y el indómito viento rebramando,
al bajel acometen con ruido,
en vano, aunque se esfuerzan, porfiando
que, la fortuna de Felipe, asido
a jorro, ya le lleva remolcando
sobre las altas olas espumosas,
aun de anegar los cielos deseosas.

En esto, la cerrada niebla escura
por el furioso viento derramada,
descubrimos al este la Herradura,
y al sur la isla de Talca levantada.
Reconocida ya nuestra ventura
y la araucana tierra deseada,
viendo el morro de Penco descubierto,
arribamos a popa sobre el puerto;

el cual está amparado de una isleta
que resiste al furor del norte airado,
y los continuos golpes de mareta
que le baten furiosas de aquel lado.
La corva y larga punta una caleta
hace y seno tranquilo y sosegado,
do las cansadas naves, como digo,
hallan seguro albergue y dulce abrigo.

La nave sin gobierno destrozada,
surgió al alto reparo de una sierra
en gruesa amarra y áncora afirmada
que con tenace diente aferró tierra.
Apenas la alta vela fue amainada
cuando el alegre estruendo de la guerra
nos estendió, tocando en los oídos,
los ánimos y niervos encogidos.


La isleta es habitada de una gente
esforzada, robusta y belicosa,
la cual, viendo una nave solamente
venida allí por suerte venturosa,
gritando «¡guerra!, ¡guerra!», alegremente
toma las fieras armas y furiosa,
con gran rebato y priesa repentina
corre en tropel confuso a la marina.

En la falda de un áspero recuesto
en formado escuadrón se representa,
y nosotros, con ánimo dispuesto
a cualquiera peligro y grande afrenta,
arremetimos a las armas presto,
que el trabajo pasado y la tormenta
nos hizo a todos estimar en nada
cualquier otro peligro y gran jornada.

Con recobrado aliento y nuevo brío
corrimos al batel, de la manera
que si lejos de tierra en un bajío
encallada la nave ya estuviera;
y por los anchos lados el navío
sus dos grandes bateles echó fuera,
en los cuales saltamos tanta gente
cuanta pudo caber estrechamente.

No es poético adorno fabuloso
mas cierta historia y verdadero cuento,
ora fuese algún caso prodigioso
o estraño agüero y triste anunciamiento,
ora violencia de astro riguroso,
ora inusado y rapto movimiento,
ora el andar el mundo, y es más cierto,
fuera de todo término y concierto;

que el viento ya calmaba, y en poniendo
el pie los españoles en el suelo,
cayó un rayo de súbito, volviendo
en viva llama aquel ñubloso velo;
y en forma de lagarto discurriendo,
se vio hender una cometa el cielo;
el mar bramó, y la tierra resentida
del gran peso gimió como oprimida.


Cortó súbito allí un temor helado
la fuerza a los turbados naturales,
por siniestro pronóstico tomado
de su ruina y venideros males,
viendo aquel movimiento desusado
y los prodigios tristes y señales
que su destrozo y pérdida anunciaban
y a perpetua opresión amenazaban.

Desto medrosos, aguardar no osaron,
que, soltando las armas ya rendidas,
del cerrado escuadrón se derramaron,
procurando salvar las tristes vidas;
el patrio nido al fin desampararon
y con mujeres, hijos y comidas,
por secretos caminos y senderos
se escaparon en balsas y maderos.

Luego los nuestros, sin parar corriendo,
las casas yermas, chozas y moradas
iban en todas partes descubriendo,
las rústicas viandas levantadas,
y con gran diligencia preveniendo
los caminos, las sendas y paradas,
por cavernas y espesos matorrales
buscaban los ausentes naturales,

donde en breve sazón fueron hallados
algunos pobres indios escondidos,
otros en pueblezuelos salteados,
que aun no estaban del miedo apercebidos.
Mas con buen tratamiento asegurados,
dándoles jotas, llautos y vestidos
y palabras de amor, los aquietaban
y a sus casas de paz los enviaban:

dándoles a entender que nuestro intento
y causa principal de la jornada
era la religión y salvamento
de la rebelde gente bautizada
que en desprecio del Santo Sacramento,
la recebida ley y fe jurada
habían pérfidamente quebrantado
y las armas ilícitas tomado;

pero que si quisiesen convertirse
a la cristiana ley que antes tenían,
y a la fe quebrantada reducirse
que al grande Carlos Quinto dado habían,
en todas las más cosas convertirse
a su provecho y cómodo podrían,
haciéndoles con prendas firme y cierto
cualquier partido lícito y concierto.

Luego los instrumentos convenientes
al uso militar y a la vivienda
sacamos en las partes competentes,
que no hay quien nos lo impida ni defienda;
donde todos a un tiempo diligentes,
cuál arma, pabellón, cuál toldo o tienda,
quién fuego enciende y en el casco usado
tuesta el húmido trigo mareado.

La negra noche horrenda y espantosa,
cubriendo tierra y mar, cayó del cielo,
dejando antes de tiempo presurosa
envuelto el mundo en tenebroso velo;
no quedo pabellón, tienda ni cosa
que el viento allí no la abatiese al suelo,
pareciendo con nuevo movimiento
desencasar la isleta de su asiento,

hasta que el tardo y deseado día
las nubes desterró y dejó sereno
el cielo, revistiendo de alegría
el aire escuro y húmido terreno;
luego la trabajada compañía,
conociendo el instable tiempo bueno,
procura reparar con diligencia
del riguroso invierno la violencia.

Unos presto destechan los pajizos
albergues de los indios ausentados;
otros con tablas, ramas y carrizos
al nuevo alojamiento van cargados,
y sobre troncos de árboles rollizos
en las hondas arenas afirmados,
gran número de ranchos levantamos
y en breve espacio un pueblo fabricamos.

Del modo que se veen los pajarillos
de la necesidad misma instruidos,
por trechos y apartados rinconcillos
tejer y fabricar los pobre nidos,
que de pajas, de plumas y ramillos
van y vienen, los picos impedidos,
así en el yermo y descubierto asiento
fabrica cada cual su alojamiento.

Ya que todos, Señor, nos alojamos
en el húmido sitio pantanoso
y con industria y arte reparamos
la furia del invierno riguroso,
las necesarias armas aprestamos,
soltando con estrépito espantoso
la gruesa y reforzada artillería
que en torno tierra y mar temblar hacía.

En las remotas bárbaras naciones
el grande estruendo y novedad sintieron:
pacos, vicuñas, tigres y leones
acá y allá medrosos discurrieron;
los delfines, nereidas y tritones
en sus hondas cavernas se escondieron,
deteniendo confusos sus corrientes
los presurosos ríos y las fuentes.

Sintióse en el Estado la estampida
y algunos tan atónitos quedaron,
que la dura cerviz, nunca oprimida,
sobre los yertos pechos inclinaron.
Así avisados ya de la venida,
los instrumentos bélicos tocaron,
descogiendo por todas las riberas
sus lucidos pendones y banderas.

En el valle de Ongolmo congregados
los deciséis caciques araucanos
y algunos capitanes señalados
de los interesados comarcanos,
todos en general deliberados
de venir con nosotros a las manos;
sobre el lugar, el tiempo y aparejo
entraron los caciques en consejo.

Rengo también con ellos, que admitido
fue al consejo de guerra por valiente,
que, si ya os acordáis, quedó aturdido
en Mataquito entre la muerta gente;
pero volvió después en su sentido,
y al cabo se escapó dichosamente
que, aunque falto de sangre, tuvo fuerte
contra la furia de la airada muerte.

Caupolicán, en medio dellos puesto,
a todos con los ojos rodeando,
que con silencio y ánimo dispuesto
estaban sus razones aguardando,
con sesgo pecho y con sereno gesto,
la voz en tono grave levantando,
rompió el mudo silencio y echó fuera
el intento y furor desta manera:

«Esforzados varones, ya es venido
(según vemos las muestras y señales),
aquel felice tiempo prometido
en que habemos de hacernos inmortales;
que la fortuna próspera ha traído
de las últimas partes orientales
tantas gentes en una compañía
para que las venzáis en sólo un día;

y a costa y precio de su sangre y vidas
del todo eternicéis vuestras espadas,
y nuestras viejas leyes oprimidas
sean en su libre fuerza restauradas;
que por remotos reinos estendidas
han de ser inviolables y sagradas,
viviendo en igualdad debajo dellas
cuantos viven debajo las estrellas.

Y pues que con tan loco pensamiento
estas gentes se os han desvergonzado
y en vuestra tierra y defendido asiento
las banderas tendidas han entrado,
es bien que el insolente atrevimiento
quede con nuevo ejemplo castigado
antes que, dando cuerda a su esperanza,
les dé fuerza y consejo la tardanza.

Así, en resolución me determino
(si, señores, también os pareciere)
que demos con asalto repentino
sobre ellos lo mejor que ser pudiere.
Y nadie piense que hay otro camino
sino el que con su fuerza y brazo abriere,
que las rabiosas armas en las manos
los han de dar por justos o tiranos».

A la plática fin con esto puso
y el buen Peteguelén, viejo severo,
por más antiguo su razón propuso
como soldado y sabio consejero,
diciendo: «¡Oh capitanes!, no rehuso
de derramar mi sangre yo el primero,
que aunque por mi vejez parezca helada,
en el pecho me hierve alborotada;

pero sola una cosa me detiene
haciéndome dudar el rompimiento,
y es la cierta noticia que se tiene
que es mucha gente y mucho el regimiento;
así que claro vemos que conviene
gran resistencia a grande movimiento;
que siempre de estimar poco las cosas
suceden las dolencias peligrosas.

Que pues el sitio y puesto que han tomado
es por natura fuerte y recogido
del mar y altos peñascos rodeado,
por todas partes libre y defendido,
será de más provecho y acertado
que a su plática y trato deis oído,
y que no se les niegue y contradiga
pues que solo el oír a nadie obliga.

Que no podrá dañar y en el comedio
podréis apercebir y juntar gente,
y en secreto aprestar para el remedio
todo lo necesario y conveniente;
en las cosas difíciles dar medio,
proveer a cualquiera inconveniente,
atajar y romper los pasos llanos
y al cabo remitirnos a las manos...»

No pudo decir más; que ardiendo en ira
el bravo Tucapel con voz furiosa
diciendo le atajó: «Quien tanto mira
jamás emprenderá jornada honrosa
y si todo el Estado se retira
por parecerle que ésta es peligrosa,
yo solo tomaré sin compañía
las armas, causa y cargo a cuenta mía.

¿Por ventura tenéis desconfianza
de vuestras propias fuerzas tan probadas,
pues en cuanto arrojar pueden la lanza
y rodear los brazos las espadas,
dais causa que se note en vos mudanza
y que vuestras vitorias mancilladas
queden con bajo y mísero partido
y nuestro honor y crédito ofendido?

Pues entended que mientras yo tuviere
fuerza en el brazo y voz en el senado,
diga Peteguelén lo que quisiere,
que esto ha de ser por armas sentenciado.
Y quien otro camino pretendiere
primero le abrirá por mi costado,
que esta ferrada maza y no oraciones
les ha de dar las causas y razones.

Si los que así os preciáis de bien hablados
el ánimo os bastare y el denuedo
de combatir sobre esto en campo armados,
os probaré más claro lo que puedo;
mas queréisos mostrar tan concertados
que llamando prudencia a lo que es miedo,
por no poner en riesgo vuestra vida
a todo con parlar daréis salida».

Peteguelén responde: «Pues no halla
nunca en ti la razón acogimiento,
yo solo, viejo, quiero la batalla
y castigar tu loco atrevimiento:
de piel curtida armados o de malla,
con lanza, espada o maza a tu contento,
para mostrar que en justas ocasiones
tengo más largas manos que razones».

¡Quién pudiera pintar el rostro esquivo
que Tucapel mostraba contra el cielo!
Lanzando por los ojos fuego vivo,
no se dignando de mirar al suelo
dijo: «Al fin pensamiento tan altivo
ya es digno del furor de Tucapelo;
mas por mi honor y por tu edad querría
que metieses contigo compañía».

El viejo respondió: «Jamás de ajenas
fuerzas en ningún tiempo me he ayudado,
ni de sangre aún están vacías mis venas,
ni siento el brazo así debilitado
que no te piense dar las manos llenas».
Mas Rengo su sobrino, levantado,
se atravesó diciendo: «El desafío
aceto yo, si quieres, por mi tío».

«Quiérolo, pido y soy dello contento
-gritaba Tucapel-, y a diez contigo».
Mas saltando Orompello de su asiento,
dijo: «Tú lo has de haber, Rengo, comigo».
-«También emendaré tu atrevimiento,»
responde el fiero Rengo, «y más te digo,
que en poco tu amenaza y campo estimo
después que haya acabado el de tu primo».

Tucapelo le dijo: «Castigarte
pienso de tal manera yo primero,
que le cabrá a Orompello poca parte,
que, a bien librar, serás mi prisionero.
¡Afuera!, ¡afuera!, ¡sús!, haceos aparte,
que dilatar el término no quiero
pues armas, tiempo y voluntad tenemos,
sino que luego aquí lo averigüemos».

Rengo y Peteguelén le respondieran
a un tiempo con las armas y razones,
si en medio a la sazón no se pusieran
muchos caciques nobles y varones,
pidiendo que suspendan y difieran
aquellas amenazas y quistiones,
hasta que la fortuna declarada
diese próspero fin a la jornada.

Caupolicán estaba ya impaciente
de ver que Tucapelo cada día,
en guerra, en paz, con término insolente,
sin causa ni atención los revolvía;
mas hubo de llevarlo blandamente,
que el tiempo y la sazón lo requería,
y así con gravedad y manso ruego
la furia mitigó y apagó el fuego

quedando entre ellos puesto y acetado
que luego que la guerra concluyesen,
el viejo y Tucapel en estacado
francos de solo a solo combatiesen.
Después, que Tucapel y Rengo armado
ansimismo su causa difiniesen.
El rumor aplacado, Colocolo
les comenzó a decir, hablando solo:

«Generosos caciques, si licencia
tenemos de decir lo que alcanzamos
los que por largos años y esperiencia
los futuros sucesos rastreamos,
vemos que nuestras fuerzas y potencia
en sólo destruirnos las gastamos
y el tirano cuchillo apoderado
sobre nuestras gargantas levantado.

Y lo que da señal clara que sea
cierta vuestra caída y mi recelo,
es que ya la fortuna titubea
y comienza a turbarse nuestro cielo.
Cuando un gran edificio se ladea
no está muy lejos de venir al suelo;
la máquina que en falso asiento estriba
su misma pesadumbre la derriba.

Así que ya, si mi opinión no yerra,
según el proceder y los indicios,
temo, y con gran razón, de ver por tierra
nuestros mal cimentados edificios
y convertido el uso de la guerra
en serviles y bajos ejercicios,
quebrantándose, al fin, vuestra protervia
fundada en una vana y gran soberbia.

Muerto a Lautaro vemos, y perdidas
con gran deshonra nuestras tres banderas,
rotas nuestras escuadras y tendidas
al viento y sol por pasto de las fieras;
las fuerzas y opiniones divididas,
lleno el campo de gentes estranjeras,
y las furiosas armas alteradas
contra sus mismos pechos declaradas.

Mirad que así, por ciega inadvertencia
la patria muere y libertad perece,
pues con sus mismas armas y potencia
al derecho enemigo favorece;
incurable y mortal es la dolencia
cuando a la medicina no obedece,
y bestial la pasión y detestable
que no sufre el consejo saludable.

¿Por qué con tanta saña procuramos
ir nuestra sangre y fuerzas apocando,
y, envueltos en civiles armas, damos
fuerza y derecho al enemigo bando?
¿Por qué con tal furor despedazamos
esta unión invencible, condenando
nuestra causa aprobada y armas justas,
justificando en todo las injustas?

¿Qué rabia o qué rencor desatinado
habéis contra vosotros concebido,
que así queréis que el araucano Estado
venga a ser por sus manos destruido,
y en su virtud y fuerzas ahogado,
quede con nombre infame sometido
a las estrañas leyes y gobierno,
y en dura servidumbre y yugo eterno?

Volved sobre vosotros, que sin tiento
corréis a toda priesa a despeñaros;
refrenad esa furia y movimiento,
que es la que puede en esto más dañaros.
¿Sufrís al enemigo en vuestro asiento,
que quiere como a brutos conquistaros,
y no podéis sufrir aquí impacientes
los consejos y avisos convenientes?

Que es, cierto, falta de ánimo, y bastante
indicio de flaqueza disfrazada,
teniendo al enemigo tan delante
revolver contra sí la propia espada,
por no esperar con ánimo constante
los duros golpes de fortuna airada,
a los cuales resiste el pecho fuerte
que no quiere acabarlo con la muerte.

Pero pues tanto esfuerzo en vos se encierra
que a veces, por ser tanto, lo condeno,
y de vuestras hazañas, no esta tierra
mas todo el universo anda ya lleno,
cese, cese el furor y civil guerra
y por el bien común tened por bueno
no romper la hermandad con torpes modos
pues que miembros de un cuerpo somos todos.

Si a la cansada edad y largos días
algún respeto y crédito se debe,
mirad a estas antiguas canas mías
y al bien público y celo que me mueve,
para que difiráis vuestras porfías
por alguna sazón y tiempo breve,
hasta que el español furor decline,
y la causa común se determine.

Y, pues, de vuestra discreción espero
que os pondrá en el camino que conviene,
traer otras razones más no quiero
pues con vos la razón tal fuerza tiene.
Dejadas pues aparte, lo primero
que venir a las manos nos detiene
y pone freno y límite al deseo
es el poco aparejo que aquí veo.

Que por todas las partes nos divide
este brazo de mar que veis en medio
y nuestra pretensión y paso impide,
sin tener de pasaje algún remedio;
y pues el enemigo se comide
a tratar de concierto y nuevo medio,
aunque nunca pensemos acetarlos,
no nos podrá dañar el escucharlos.

Pues por este camino tomaremos
lengua de su intención y fundamento
que, cuando no sea lícita, podremos
venir de todo en todo a rompimiento;
también en este término haremos
de armas y munición preparamento,
que éstas serán al fin las que de hecho
habrán de declarar este derecho.

Mas conviene advertir, claros varones,
para llevar las cosas bien guiadas,
que nuestras exteriores intenciones
vayan siempre a la paz enderezadas;
mostrándonos de flacos corazones,
las fuerzas y esperanzas quebrantadas,
y la tierra de minas de oro rica,
cebo goloso en que esta gente pica.

Quizá por este término sacalla
podremos del isleño sitio fuerte,
y con fingida paz aseguralla
trayéndola por mañas a la muerte;
y sin rumor ni muestra de batalla
abramos la carrera de tal suerte
que venga a tierra firme, confiada
en el seguro paso y franca entrada».

A su habla dio fin el sabio anciano
y hubo allí pareceres diferentes,
diciendo que el peligro era liviano
para tanto temor e inconvenientes;
pero Purén, Lincoya y Talcaguano,
Lemolemo, Elicura, más prudentes,
al parecer del viejo se arrimaron
y así a los más los menos se allanaron,

despachando de allí con diligencia
al joven Millalauco generoso,
hombre de gran lenguaje y esperiencia
cauto, sagaz, solícito y mañoso,
que con fingida muestra y aparencia
de algún partido honesto y medio honroso
nuestro intento y disignios penetrase
y el sitio, gente y número notase.

El cual, por los caciques instruido
(según el tiempo) en lo que más convino,
en una larga góndola metido,
sin más se detener tomó el camino;
y de los prestos remos impelido,
en breve a nuestro alojamiento vino,
adonde sin estorbo, libremente,
saltó luego seguro con su gente.

Al puerto habían también con fresco viento
tres naves de las nuestras arribado
llenas de armas, de gente y bastimento,
con que fue nuestro campo reforzado.
Era tanto el rumor y movimiento
del bélico aparato, que admirado
el cauteloso Millalauco estuvo
y así confuso un rato se detuvo.

Mas sin darlo a entender, disimulando,
por medio del bullicio atravesaba;
los judiciosos ojos rodeando,
las armas, gente y ánimos notaba
y el negocio entre sí considerando,
el deseado fin dificultaba,
viendo cubierto el mar, llena la tierra
de gente armada y máquinas de guerra.

Llegado al pabellón de don García,
hallándome con otros yo presente,
con una moderada cortesía
nos saludó a su modo, alegremente
levantando la voz... Pero la mía,
que fatigada de cantar se siente,
no puede ya llevar un tono tanto
y así es fuerza dar fin en este canto.