La altísima
de Felipe Trigo
Tercera parte
Capítulo II

Capítulo II

Dulces mediodías opacos de la niebla, de perlina claridad que inundaba las alfombras, cuando Adria, saltando de junto al amante, despiertos ambos como al término de un solo sueño, corría á abrir del contiguo salón los balcones. Volviéndose á la cama, tendía el brazo á lo metálica cajita egipcia y fumaba.

En su vida de luz de amor que orbitaba tan opuesta, placíanla estos amaneceres de las doce -tras la formidable delicia de las noches cuyas albas efectivas la dormían abrazada á Víctor. Verla dormir, era para el amante verla al fin entregada en el supremo abandono del sér... un poco como tenerla muerta contra el corazón en pasajera eternidad. ¡Poemas de la extática contemplación sobre pestañas inmóviles!... Podría adorarla; podría matarla... á la que por darse plena al amor y al amparo del amado le había dado su sueño, su vida, su suerte, sus galas, su diminuta cartera gris en que traía cien duros...

Fumaba al despertar... venturosamente perezosa, la espalda contra el lecho. Nada más bello que esta morena criatura de juventud y de hechizo con el pelo de húngara negramente desbaratado por los hombros. Reposaba como en el fondo de la felicidad... y Víctor se sabía feliz con mirarla felicísima. Sentía su existencia bien consagrada íntegra, total, en la pequeña cosa divina de haberle formado á la chiquilla, á la criatura de Dios, la gloria que ella, pobre mancillada, no soñaría en la tierra. ¿Qué quería él?... ¡Oh, daba igual!... vivían inmersos en la azul anchura del éter, donde todo reposo es amor y es amor todo cambio, sin horas, sin tiempo, y á él, á ella... les daba igual una noche de castas charlas en voluptuosos contactos de las almas, en el lecho de amor, que un día prolongado en noche de placer de nervios (de las cuerdas del alma vibradoras) porque un más pilluelo sonreír de la boca bien pilluela que fumaba le encendía á Víctor la pasión inagotable.

«Podremos morir, pero no rendirnos», habíale dicho la granuja maga tras una noche de cincuenta horas, en que al salir al aire se vieron pálidos, sintiendo los dos casi mareos. -Y en olvido de todo, en esta mortal congoja que les perdía con velos lejanísimos de esperanza, hecha presente, el porvenir y el pasado, les sorprendió encontrar por unas sillas el traje bordado y el sombrero también color grosella azuloso, muy lívido, que Víctor se empeñó en comprarla, modelo de París, para la última tarde de carreras, la anterior. «... ¡Ah, sí! ¡Fué ayer!... ¡Qué tontos!...» Al pie del traje, estaban las botas imperio que habrían debido completarlo, del mismo tono, orladas en la garganta con parca discreción de rasgos modernistas; encima del tocador veíanse las perlas falsas que había querido substituir el amante por otras buenas, rodeadas de brillantes, para besar á un tiempo la frialdad del oro y de las piedras y las orejas ardientes donde el beso, para la eléctrica, era insufrible.

«¡Bien.... de lo mío!» habíale impuesto Adria al antojo de Víctor (y sin notar que valdrían lo menos doble las perlas que sus dos mil reales) en el escaparate del joyero. Mas, noches después, en casa de la modista, tuvo ya que protestar resignadamente agradecida é inquieta de no poder dudarse agasajada: «¡Oh, cuánto gastas... por Dios!...» -Sonrió el adorador de la belleza... ¡qué importaban para colmar de bellezas á la bella unos pedazos de papel que les decían del Banco!... dábanselos porque se deleitaba viviendo libros y escribiendo libros y se los vertía un poco á Adria en lluvia de besos, de sedas y de flores...

Las perlas, sí, se las había puesto desde luego -pequeño fausto de amor cuando la fastuosa los quitaba de los suyos hechos por Dios con limón y lotos. El traje, el sombrero, las botas, la parisina tualé del agónico matiz de las violetas vinosas, aún pasaron de las sillas á un armario.

Porque todos sus proyectos de salir, de ir á teatros, de iniciar también la actriz futura sus clases del Conservatorio, como especial recomendada, morían lánguidamente en la venturosa pereza que hacíales preferir las poltronas frente al fuego. «No has escrito á Versala», tenía que avisarla Víctor. Entonces ella, de sobremesa, algunos días, en tanto él miraba un libro por dejarla libertad, dedicaba á los ausentes cartas de diez líneas, sin alzar ni los ojos ni la pluma del papel, á una sola vehemencia cordial que asomaba intensa por su rostro. Iba á vestirse... volvía peinada, en peinador... -«¡Sí, reglamentaremos nuestra vida cuando pase un poco».... «... nuestra luna de néctares» -terminaba Víctor. Y volvía Adria otro rato al dormitorio y retornaba á sentarse, calzada ya, perfumada, encorsetada, descansando del cansancio con la doncella al espejo..., y apenas si habían ido cuatro noches por la niebla luminosa de Madrid, poco antes de cenar en el coche del Círculo, que á la puerta los había aguardado horas enteras baldíamente. Cenaban al rápido regreso, con la firmísima intención de ir al teatro, y aquella empresa de vestir sus elegancias que le había costado á ella la misma tarde entera que aguardó el coche, resolvíase por modo indefectible, primero, en leer con el maestro, una comedia, á la lumbre, fumando y saboreando el café á plena calma, después en írla el «maestro» á plenas calmas del capricho de sus besos despojando de elegancias, en horas, en largas horas también, hasta dejarla absolutamente desnuda muchas veces, por un afán de beso entero de los ojos y los labios -al calor y á la luz única de las llamas de la leña, apagadas las demás.

-¡Señor, el cochero, que si aguarda! -recordábales Carmen desde fuera, allá á las diez.

-¡Que se marche!

Habíase habituado Adria á estar desnuda con toda candidez, por las butacas, por el ancho sofá verde eucalipto que solían asimismo situar entre ellas cerrando ante la chimenea el nido de amor, y no la sorprendían ya en los labios del amante, con las mayores audacias, las mayores gentilezas, las mayores delicadezas, los más puros idealismos... Los escuchaba igual para sus ojos que para sus senos y sus pies, toda en fuego, y cruzábanla y caían por el suelo de su alma alucinantes, rodadores, con la escarlata viva de las ascuas, con la trémula fluidez de las llamillas azules... á ratos la pirotecnia tornábase flameante tromba de besos que recorríala los ámbitos del sér abrasando muchas cosas...

«¡Alma!... ¡alma!»

Esta palabra sonaba en el silencio y en la hipnótica atención como una blanca cadencia rítmica de la voluble armonía. «Alma», era ya, pues, para la mística desnuda, á quien el dulce déspota forzaba á veces á conservar sus medallas, algo plástico, sensible, sensual, suave como una tibia paloma que le volaba por dentro de la vida á cada beso en la frente ó en la ingle.

Por rapideces del tiempo ó por los nexos del ágil no sabía prevenir las fases de su atención; y le atendía con la misma, religiosa, los cristianos himnos á la muerte y á los cielos, y los helénicos cantos á los muslos... Noches hubo en que los rezos de dormir negados por los labios al corazón de Adria, al sólo contacto del amante, aun vuelta á él de espaldas para más aislarse en devociones, brotaron al fin en alientos de su fe contra el corazón mismo de Víctor fundido á su fervor inmensamente. -Verdad es que al levantarse pedíale perdón á Dios durante la breve soledad del baño, arrodillada un momento, castamente envuelta por la sábana y besando á Santa Teresa. Había encontrado la manera de salvar su Biblia y sus medallas dejándolas allí donde nunca entraba Víctor.

¡«Tú sabes que me arrepentiré, Dios mío!» -prometía de todo corazón ya purificada por el agua.

Víctor había leído una carta donde Sagrario le encarecía á la sobrina gran cuidado «con los tranvías, con los automóviles, con las bombas anarquistas... porque sería espantoso morir sin confesión y en Pecado mortal... Se lo he vuelto á oír á otro señor misionero...» ¡Oh, salvoconducto del católico perdón para una santa existencia entera de no importa qué maldades á cuenta del arrepentimiento!

Pero el misionero de la nueva religión de amor quería imperar en una bella flor enamorada en nombre de la vida; y en nombre del dios grande de las flores, desnudaba en el templo de las noches infinitas, á la flor humana, de trapos de lujuria. Sufría entonces la fascinación directa de «la criatura de Dios» y le hablaba á la carne de su forma, de su vida, de su luz... ó lo que es lo mismo, de su alma.

¡Alma! ¡Alma!

«Tú estás vestida de alma» -decía.

«Tú eres de alma» -decía.

«Tú eres, Adria -decía -, la hermana de un nardo.

Y recordaba Adria también que le había dicho otra noche con una tranquila fiereza que la hizo llorar de gratitud y de terrores inefables al ver que él, luego, lloraba:

«Creo que te amo. Sí, sí, creo firmemente que te amo, y te juro esta creencia por mi madre y por la tuya. Creo en tu amor. Creo en ti. -Estaba ella rígidamente sentada en una punta del sofá, y él le recorrió su desnudez de una mirada, prosiguiendo: -«Una vez vas á vestirte de virgen negra por el luto de la virgen blanca, y entraremos en la iglesia al ser de día, cuando tú no hayas dormido fatigada de mis brazos, para acercarme á un altar jurándole á tu Dios, mujer de otra raza, que te me das por mujer. Adria, Amor, ¿lo jurarás?... ¿Quieres jurar que lo jurarás, por la sombra de tu madre?... ¡Oh, tiemblas... y no lo juras!»

Había temblado Adria, efectivamente, en su terror supersticioso, llorando y riendo de ventura al ver cómo por el rostro manifiesto del impávido, corrían unas lágrimas serenas y terribles, de una amarga y terrible serenidad muy honda que ella no pudo penetrar. Lloraron juntos, y al fin de mucho tiempo de escucharle locos ensueños de pureza, Adria había tomado el puñalillo de Matilde, que por allí de abrir libros rodaba en una silla, y sonriendo y poniéndose la dura punta en el pecho bromeó con una broma de no sabía cuáles anhelos de verdad: -«¡Tú debías clavármelo!» -«No, no, Alma, no lo digas -bromeó él siniestro también, apartándose en espasmo como de una tentación -; ¡mira que yo he pensado que sirve ese puñal para abrir libros y almas!»

Pasó una hora, y el alma con su carne en el lecho del amor le transportó al otro vasto reino de los gozos, de las risas, de los dulces y el jerez, y de los turcos cigarrillos que iban tendiendo por el aire orientales gasas y esencias...

Cada mesita tenía por la mañana un cenicero de plata, lleno de las doradas boquillas.

«No, Víctor... ¡Que escándalo de caro! ¡No vuelvo á fumar!» -había una vez protestado Adria al tomar el último cigarro del estuche comprado por la noche. -«¡Miserable!» -se burló el que habíala hecho viciosa fumadora; y puesto que á la mesa el mismo día la terca no quería probar más el fuagrás y el burdeos, si al menos estas cosas, extraordinarias por ella, no se las dejaba pagar con su dinero, Víctor insistió en la burla: -«¡Miserable!» Era gentil la obstinación de la chiquilla por juntar sus comiditas en el juego del amor.

«Te quiero más como á un hermano; ¿á que no sabes por qué? Porque dormimos juntos. Nunca he dormido con nadie, quitando á mis hijas... Me habría sido imposible».

Virginidades, pues, que él iba tomando en la ultrajada de tantos. Y explicaba Adria que el «padre de las niñas», en temporadas ya lejanas que había pasado con ella en París, no pudo nunca lograr que ella aceptase un gabinete de hotel sin dos alcobas. Este cigarro del amanecer del medio día, solía ser interrumpido por Carmen, que atraída á través de las rendijas por la claridad del salón, y siempre en los apremios de la vanidad cocineril de Marciana, entraba á preguntar si deseaban el almuerzo los señores. -Adria ocultaba ó arrojaba el cigarro con viveza, avergonzada de que pudiera verla fumar.

Así, hoy que por cierto al abrir los balcones la había cegado un sol esplendoroso, sonó el picaporte; y ella apresuróse á sacar baja la mano ocultadora por el borde de la cama. Era Alfonso, con «carta para la señorita»; y volvió el cigarro á los labios para tomar la carta y rasgar el sobre poniéndose á leer.

¡Pudor original... no la importaba el criado. Exactamente lo mismo sucedía en el arroparse hasta el cuello, hasta el pelo, esquivándose de Carmen, allí en el lecho del pecado, y en el no tener sin embargo para Alfonso, si entraba con el correo ó con los grandes jarros de agua para templar la del grifo en la bañera, otras preocupaciones ruborosas que las elementales... -Víctor, el primer día que almorzaron en la cama, tuvo que ceder á la tenaz preferencia de Adria porque los sirviera Alfonso, nerviosa de pensar que la rubia doncellita pudiera estar contemplándola en su intimidad bohemia...Y Víctor; el observador que lo era más cuando menos lo creía, el que estudiaba acaso sin cesar la novela de esta rarísima Adria, se preguntaba hoy mirándola leer, si todo consistía en un respeto instintivo de la «perdida» hacia la virtud de otra muchacha, para quien no quería servir de mal ejemplo, ó casi al revés, familiaridad del impudor de su pudor perdido con los hombres -en quien por ellos robada soezmente, nunca vivió entre mujeres. Creía por eso tan delicadas á la baronesa Georgesco como á las doncellas que sabrían quizás de hipocresía tejerle un velo á sus posibles lujurias de las noches con los bárbaros Alfonsos...

-Lee -le dijo Adria pasándole la carta. -Vuelve á quererte mi tía. Te da recuerdos.

Sagrario hablaba de que solía comer en el campo con las niñas, y el sol en el salón proclamaba aquí un día, hermoso. Lo propuso ella también, comer en los Viveros. Aceptó Víctor -y saltó Adria de la cama, hacia el cuartito de baño, yendo en seguida él, más breve, á tomar su ducha en el rincón protegido por biombos.

Media hora después cruzaban Madrid en el tílburi, deslumbrados; atrás Alfonso con su gorra y su traje verde de botones, apenas inquieta Adria de que pudiese conocerla alguno de Castellón. ¡No era fácil!... Pero con su preocupación, ó con la de las gentes, que la miraban volviéndose al raudo trote de Stern, no habló por el trayecto.

Durante el almuerzo en el rústico camarote de la galería, del restorán, parecido á una jaula penetrada de flechas de sol por las persianas y colgada sobre la primavera otoñal de los jardines, asimismo recordaba Víctor, junto á Adria, distraída por los alborozos exteriores de los organillos y los bailes de modistas, cuyos gritos saltaban de las glorietas y las frondas, la calle de comercios de Versala. -Hacíasela recordar con otra repentina tristeza del corazón, la niña de tan pronta tendencia á huir de su augusta cárcel de amor por los contactos extraños... Diríase que era demasiada pesadumbre de grandeza para ella este dominio de las tensiones enormes, del cual la hipnotizada quería escapar, por una ventana del sol, hacia lo frívolo y fácil. No le hablaba, no le atendía. Estaría evocando á los alegres tenderos y al tenientín de Cartagena, que sabrían bailar... Y él tendría que agitarla de nuevo el alma.

Niña se manifestó el resto de la tarde, pero grata -así que volvieron á vivir solos. Se alejaron al Pardo, y allí pasearon á pie frente al palacio y por el puente. Compraron flores. Una mula de un carro, mal caída entre las varas, la hizo detenerse enternecida hasta ver si estaba muerta. Un cura que en el camino del camposanto, volviendo de un entierro detrás del sacristán y la cruz, ajustaba quesos con un vendedor ambulante, la hizo reír. Y era de noche cuando el bravo tarbés los volvía á Madrid -expansiva Adria, renacida por el aire y por el sol y por la aldeana sencillez á las sanas alegrías...

Desde esta tarde, puesto que seguían los cielos claros y había sido, en suma, saludable la reacción en la mujer-niña de atención ligera que sólo volvíase poderosa á los estímulos fuertes, Víctor, venciéndola los amantes langores que por simple inercia hacíanla preferir la penumbra perfumada y blanda de la casa, la llevó con más frecuencia á todas partes..., con cálculo también. Al principio, á los otros pueblecillos inmediatos, donde placíale comer con ella en los mesones gazpachos y pan y queso, como el del cura. Luego á las verdes colinas de la Moncloa, á los solitarios y selváticos laberintos del Retiro, donde solían cruzarse andando sobre hojas secas, con algún canónigo ó con alguna institutriz... Últimamente desfilaron en el tílburi con la aristocrática brillantez de coches del paseo, por Recoletos, la Castellana... y frecuentaron los teatros, cenando á la salida, si Adria no se antojaba mejor por unas frugales agujas de ternera que devoraban en el lecho de sus muertes y sus fuegos, en mitad de los cafés, de Fornos,

lleno á las altas horas de periodistas y políticos, ó en mitad de los restoranes elegantes, donde comían auténticas marquesas á su lado. -Porque Adria, á través del honrado mundo brillante, que no era extraño para Víctor, sentíase aislada, amparada en Víctor, más de Víctor que en aquel otro de la simple perversión de los merenderos campestres -á que habíanla tenido limitada el tenientito y el banquero, no obstante los viajes á París.

-¡No, no, por Dios, gastas mucho! -insistía ante estos palcos del Español y de la Comedia, adonde el maestro la llevaba para que fuese aprendiendo; ante estas cenas donde también iba consumiendo sus horas á la puerta el carruaje del Círculo, ante las ansias de Víctor, más que nada, por continuar adornándola, insaciable de belleza, con boas y abrigos caros, con broches de turquesas para el negrísimo peinado -siempre un poco igual su raya y su esponjada gracia de las sienes al de una chanteuse de concierto, con escarcelas de moda, con abanicos, con flores...

Víctor reía, comprendiendo, sin embargo, que tenía razón, y que era él el loco, cuyas prodigalidades en la vasta anchura del amor, irían pronto más lejos que su gaveta de mísero rentista burgués doblado de novelista. Sólo que no se enmendaba, deplorando todavía la equivocación de la suerte que no le había hecho nacer millonario, capaz de cubrir el cuerpo de la amada, por desprecio á las riquezas, de una malla de brillantes.

-¡Qué importa, mujer! ¡Es la fiesta de nuestro encuentro en la vida! ¡Ella seguirá lo mismo, quizá, con un poco más de orden, cuando vuelvan mis días de trabajo en tus glorias y tus faustos de actriz!

Otra mañana entró Alfonso, á la hora del almuerzo, un periódico metido en un sobre y con el sello del Congreso. El Tiempo. Una crónica de Sapho, rayada al margen. Contenía ligeras alusiones á Salvata... Pero ¡ah!, comprendió Víctor... Alguien lo había doblado de manera que la tinta fresca acotaba también, casualmente, un suelto en la página vecina: -«Anoche salió para Berlín el cónsul de Rumania. Entre las personas que le despidieron, tuvimos el gusto de saludar á su arrogante esposa la baronesa Georgesco, la delicadísima escritora, que no le acompaña por terminar una comedia. Permanecerá la insigne literata, durante la ausencia del marido, restada á la sociedad en el aislamiento de su cuarto de trabajo».

-Mira -le dijo á Adria entregándole el periódico.

¡Bien de Bibly Diora el suelto, la maña!... de la coqueta ingerta en diplomática y artista. Escrito para él... principalmente. Odio y cita. Sola unos días, en su casa, para concluir.. una comedia. ¿Por qué estos finos talentos de ironía no lo tenían para el amor estas mujeres? Sintió el pesar de la descortés conducta en que había olvidado escribirle las prometidas salutaciones diarias... dándola ocasión siquiera de que le despreciase (¿qué menos la podría calmar?), y pensó acudir á su llamada, á su casa, á darla el placer de que le arrojase de ella, tal vez; á prestarse personalmente, en fin, á sus desprecios.

Extraña Adria á toda argucia, se limitó á comentar admirativa:

-¡Escribe comedias!... ¡Estaría bueno que si yo llego á ser cómica tuviera que representárselas!

Él le dio el sentido de la artera cita y de su deseo de complacerla. Le escuchó ella con una especie de súbito miedo al ingenio de la intrigante, en silencio, y exclamó luego únicamente:

-Quieres verla... ¡Hoy?

-Preferirías que no la viese, ¿verdad?

Cerró los ojos; los abrió. Su epiléptico resoplar de las narices se dejó oír -y respondió en el tono ronco, trágico, de trémula y desgarrada armonía que parecía arrancar del corazón:

-Hombre, no. Si tú lo quieres... vela.

-¿Esta tarde?... ¡Yo haré lo que me digas!

Meditaron, prendidos cada uno en su emoción. Desde la llegada de Adria, era la primera hora que irían á separarse, y le dolía á Víctor, y le estaría más doliendo á ella, que fuese á ser Bibly el motivo. Mordía su dolor, no osando manifestarlo la desautorizada en «indignidad»: pero lo declaró Víctor, con su obligación de noble-nobleza que, como todas, tocó al alma altísima. Habíase mutado, pues, á resignación condescendiente la voz trágica, cuando concedió:

-Ve. Pasaré la tarde escribiéndole á mi tía.

¡Cómo la tarde! De cierto diez minutos hubiesen de sobrar para las rabias de Matilde; otros diez para llegar; diez para volver, y en suma, media hora. Se le ocurrió al amante ¡más aún!... que no tendrían ni que apartarse: Adria pudiera aguardar á la puerta, en el coche, cayendo las cortinillas... y visitarían en seguida la Exposición de Bellas Artes, según tenían proyectado.

Víctor se vistió el primero, volviéndose al comedor, para dejar que á Adria la peinase la doncella. Al poco tiempo salió Adria, que había rumiado pasivamente su obediencia, vestida á toda gala, por instinto de rival coquetería, con el bellísimo tocado que no estrenó para el Hipódromo... ¡Ah, qué concierto de lívida grosella azul en el sombrero, en el traje, en las botas, con el hueco pelo negro, casi azul, y con el pálido moreno casi azul de su cara en cielo indio de lunares!... Y otra observación del hechizado observador de la hechicera -sólo que ésta se la dijo -: «¿Por qué tu tez es tan limpia, cíngara, que pareces blanca?» -Lo expresó tan asombrado de persuasión errónea de blancuras, que aún reíase la hechicera al subir al coche.

Rodó por Recoletos, por todo el bulevar. No hablaba Adria, más seria cada vez, como si fuese á un sacrificio. A Víctor le abstraían también las probables explicaciones que pudieran prolongar la entrevista. ¿Qué papel había aceptado Adria: el de la dócil ó el de la espía celosa y mediata fiscal del amante?... Nada descubría su faz, hermética de reservas, como siempre que sentía á Víctor un poco fuera de su afecto. -Cruzaron la calle de la Princesa y se detuvo el carruaje en el consulado de la de Luisa Fernanda. Víctor saltó.

-Diez minutos, ¿sabes?

Corrió Adria la cortina azul del lado de la acera, y al poco tuvo que bajar al otro el vidrio, porque la ahogaba allí dentro el calorífero, en la hermosa tarde.

No tenía reloj; pero bien pasaban los diez minutos, los quince, la media hora... Se impacientaba. Prefería no pensar nada, en una indiferencia animal... Hasta que volvió Víctor.

-¡Oh, Altísima!

Cuando la berlina volvió á rodar casi por las mismas calles, hacia la Exposición, quiso Víctor premiarle á la amante su heroísmo con un beso. Se lo sufrió, sin devolvérselo. Nada inquiría, y él disculpó la tardanza (breve el relato que parecía no interesarla) con la verbosidad de Bibly, fluente é imposible de atajar hasta en sus odios. Había venido á que le despreciase, y acababa de prestarse suplicante y tierno á toda la mordacidad de sus desprecios. «¡Jamás, jamás!... ¡Ni siquiera conocidos!»... Le había llamado «cobarde», «canalla», «cínico... de quien no podía ella sospechar que se atreviese á presentársele delante...» Y ahondando su soberbia en su derrota, ella, que solamente podía entender el amor como una guerra de conquista y de vencedores y vencidos, y no como una excelsa amistad por encima de...

-De modo que... le has suplicado... Le has dicho de nuevo que la quieres -clamó Adria, cortando la reflexión que empezaba á parecerle habilidosa -. ¿Y qué habéis hablado de mí?

Hubo rudeza noble en la pregunta, y ansió Víctor responderla igual.

-Tu nombre, Adria -dijo -, ha sido en la ruptura el cierre breve, definitivo, de violencia. Formaba el núcleo de su angustia, y resistíase orgullosa á pronunciarlo, pero brotó como al desgaire: «¡Ten decoro, siquiera, novelista... y no nos sigas luciendo por Madrid conquista semejante!» -«Para mí, que no sé de baronesas -contesté -, vale, por lo menos, lo que tú.» Y replicó en un fulminazo de odio, indicándome la puerta y volviéndome la espalda: -«Sí, se ve que no entiendes bien de baronesas... ¡guárdate de ellas, por lo mismo!» -¡Afortunadamente tenemos su puñal! -concluyó Víctor tratando de inducir á Adria á lo jovial sobre el fastidioso asunto terminado.

Como tal, pero en su indiferencia siempre, lo dio Adria también, mirando á los demás coches que por las inmediaciones de la Exposición recorrían la Castellana.

Quedó el de ellos en la verja, entre mil, y subieron distraídos la gradería del Palacio. Día de moda, á juzgar por la selecta concurrencia. Esculturas, cuadros, grandes lienzos. Un vagar incierto por las salas, un inútil esfuerzo de fijezas de atención para Víctor, y una especie de mayor conciencia, para Adria, de extraña, de intrusa, ante la hostil curiosidad que confluía desde todas aquellas baronesas en la «perdida elegante». Llegó á tener miedo y rabia: á las que cruzaban por su lado fingiéndola desdén, para volver luego la cabeza y examinarla al descuido, empezó ella á devolverles imprevistas miradas altaneras, insolentes, con aquella misma insolencia de niña audaz que pudo notarla Víctor en el Camposanto. Parecían aquí relámpagos de victoria en el desafío de ella sola contra todos... A un señor que llevaba del brazo á su fastuosa mujer teñida en rubio -una suerte de emperatriz con impertinentes, que los retiró de Adria en rápido desvío -, le miró, le sonrió... No eran parte á calmarla su sensación de abierta animosidad entre estas gentes, que al fin veía codo á codo, como en casa de ellas, sin la confusión independiente de los patios de un teatro, sin la libre fugacidad de los coches bajo el cielo ni los galantes saludos en que la envolvían con Víctor, sombreros por el aire, algunos amigos de él.

De pronto se produjo una reacción de silencio y ansiedad. Los caballeros, las damas se pararon, casi formando calle... y todos miraron en la misma dirección.

-¡El príncipe! ¡El príncipe! -se oyó decir de boca á boca.

Y apareció un príncipe en la puerta, sonriente, descubriéndose en saludo -al ver que todos los hombres se descubrían y las damás se inclinaban á su paso, dejándole desfilar, con su séquito fulgurador de generales, ayudantes y edecanes de su corte, exóticamente uniformados, entre ellas y los cuadros que abarrotaban los muros. El silencio era perfecto. -Adria y Víctor habían quedado inmóviles también, en primera fila. Tratábase de no sabíase cuál príncipe extranjero, cuya presencia en Madrid, con pequeños sueltos, cronicaban á diario los periódicos... Rubio, como un capullo de seda, joven y buen mozo. Desviaba á cada paso la atención de los cuadros, para corresponder pleitesías, y se fijó en Adria, enredados más de un protocolario momento en la belleza sus ojos claros del Norte... No fué un siglo, pero sobró para que cayesen en Adria todas las miradas con un cierto respeto envidioso de consagrada de príncipe... El príncipe, antes de pasar á otra sala, volvió con juvenil resolución la cabeza, buscando el airoso sombrero de pálido vinoso violeta bajo el cual encontró fijos, clavados por quieta ansia loca, los ojos negros de la morena cara de lunares...

Después... nada. La dispersión del elegante mundo tras el príncipe, y Adria junto á Víctor, un poco trémula, un poco ajena á sí misma, siguiendo en sentido opuesto su marcha por la Exposición...

-Le has gustado al príncipe.

-¡Oh! -sonrióse ella preocupadamente.

No miraba ya los cuadros por estas otras desiertas galerías. Cualquier ruido de tumulto, la hacía volverse electrizada.

-¿Quieres que volvamos á verle? -invitó Víctor con glacial tranquilidad.

-¡Oh, no!... ¡Qué tengo yo que ver con nadie! -se estremeció Adria, cogiéndole el brazo y obligándole á seguir, en un arrepentimiento.

Y el amante se dejó guiar por la que sistemáticamente ahora, con un frío de pesar, mas no tan hondo ni sincero que no flotase en su alma la dorada visión del príncipe, le condujo por los ámbitos más abandonados del Palacio.

Crueles como nunca habían saltado en el corazón de Víctor la duda y el dolor.

-Ah, ¿no leíste anoche aquel artículo en que hablaban de tu Salvata?

-No. Qué. No lo leí.

La voz de mimo le contestó deplorando:

-No hablaban bien, me parece... ¡Necios!

Era la atiplada voz de niña juguetona. Víctor tuvo que sonreír el candoroso esfuerzo por hacerle olvidar lo inolvidable.

-¿No te importa... que hablen necedades? -insistió melosa; dulcísima, comprendiendo que fracasaba su empeño.

-¡Me placen! -contestó esta vez él con dureza -. Son... la necedad que justifica á mis libros dolorosos. A mí me basta que me gusten á mí, ó á otras almas solitarias. Si la abrumadora mayoría de las gentes, á quienes tienen que compadecer mis libros por estúpidas, no lo fuesen... mis libros carecerían de razón, y tendrían que ser mis libros los estúpidos!

Enmudeció Adria. No supo qué le tocaba á ella del latigazo de soberbia. Disimuló la turbación, aproximándose á un grupo escultórico de caballos y de diosas.

Víctor, el domador de demonios, permaneció detrás, contemplándola.

Se preguntaba con sarcasmo cómo había dudado jamás que fuese una taimada perversa y sutilísima. Cocota, ramera abominable con arte de infeliz, que iba dejándose cubrir de galas y de joyas... Mirábala y la estaba advirtiendo vestida por él desde la cabeza á los pies: el sombrero, el traje, las botas, los pendientes... el anillo nupcial... cuanto tenía puesto por adorno, se lo había comprado el cauto experto á la digna desprendida que acertó á devolverle noventa duros en un sobre... ¡A la vendedora de sonrisas que él en venta desairó, y que acababa de ofrecerlas, delante de sus ojos, en un deslumbramiento de áureos uniformes y de regios compradores!

-¡Vámonos! -ordenó.

Corrían rato después en la intimidad de la berlina, y tontamente la pérfida dilató su obstinación por retornarle á ellos mismos...

El coche daba vueltas por las calles, sin rumbo. Adria acabó por encastillarse en su infantil indiferencia, mirando las gentes, los escaparates, las luces que se empezaban á encender... Una cervecería de la Plaza del Callao dejó ver por las vidrieras de cristalitos cuadrados su confortable interior poblado apenas por las figuras de los tapices en torno á tres camareros. Deseó Víctor entrar. Un cótel. Cerveza alemana para Adria... ¡en todo mostraba ella sus gustos de cocota! Víctor leyó entero El Imparcial, luego El Liberal, con iguales cosas. Resignada Adria, temiéndole ya más que al silencio á la tempestad que de rasgarlo estallaría, había hojeado un Nuevo Mundo cien veces.

-¡George Óscar se llama el príncipe! -le arrojó él como una suave bofetada (de las únicas que él sabía dar á estas mujeres), cuando dejó los periódicos.

Fué á deslizarle Adria no sabía qué pequeña ingenuidad, y comprendió que hubieran ya de exasperarle más los disimulos. Optó, pues, por salirle al paso, medio dulce, medio altiva:

-Hombre, ¡y yo me alegro, porque es señal de que me quieres!... ¡te da celos uno que me mira al paso, y no piensas que yo deba sufrir esperándote mientras ves á una querida!

La despreció él. Cuadrábale plenamente el bajo ardid á la ardidosa.

-¡Celos!... Mujer, qué poco me conoces!

Llamó al mozo. Pagó. Partieron.

Continuó la tirantez en casa, durante la cena, durante el café, en que no leyeron comedias á la lumbre. Adria no quiso fumar -y se acostaron á las once. No apagaba ella el globo rojo, que tenía la nave de su lado, y permanecía echada sobre el corazón, mirando inmóvil y en éxtasis de dolor al rencoroso amante de los odios y los amores raros, que permanecía también inmóvil mirando al techo.

-Víctor, ¿quieres decirme qué tienes? -asaltó ella por fin, con su brava cobardía.

-Tú no podrás entenderlo... ¡la que me cree celoso!

-No importa, dilo; lo procuraré. Nos habíamos prometido para siempre y aun contra nosotros mismos la franqueza.

Él cerró los ojos. Estaba pálido. Le pareció á Adria el cadáver de mil ilusiones suyas, y lloró.

Reprimió pronto su llanto. Conocía el poder de sus caricias y le acercó la cara á la cara, besándole.

-No, mujer -rechazó leve el amante, que por inercias de respeto llamábala mujer todavía (como gustábale á Adria llamarle hombre, los dos en una suerte de augusta consideración de humanidad que no pudiera hallar más altos timbres nobiliarios). -¡No! ¡Déjame, duerme!... Tus besos, sé ya de qué pasión me cuentan cosas. Le hace falta esta profunda soledad de los dos á tu cariño, que se disipa entre las gentes. Pero, en fin, ya ves si puedo... más que banqueros y tenientes y franceses de pasada... porque ha necesitado de mí tu carne para su placer, antes dormido por torpeza de los otros, y me tienes al menos esa honda gratitud... desde el corazón de tu carne!... Y concluyó feroz: -Ahora; ya adiestrada por tu Víctor para el gozo... podrías ser un tesoro de gran precio para príncipes... ¡No tema, pues, perder tu corazón lo que ya sabría encontrar quizás en cualquiera!

Una convulsión hízola apartarse, quedando de espaldas con las dos manos fuertemente apretadas á los ojos. En seguida aligeró el interior espasmo de su vida entera por la nariz, como por una válvula, en un verdadero resoplido de bestia herida.

Tal al menos le estaba pareciendo á Víctor, que se irguió con el codo á contemplarla desde la indolente cima del desdén. No lloraba. Pálida, muy pálida, cual si la presión de sus manos y de otras manos invisibles la hubiesen exprimido de las manos y la faz la sangre, respiraba con la epiléptica respiración nasal á impulsos, á violencias irregulares, en cuyos intervalos quedábase muerta con rigidez marmórea.

Sabía demás el observador astuto que la insuperable actriz no podría extremar á tal grado sus ficciones, y no pudo dudar de la emoción inmensa. Si la tocase, la sentiría fría. -¡El terror, la emoción de perderle á él sin tener á aquel príncipe, cruzado como centella de oro por su sandia existencia provincianamente derrochada entre tenientes y banqueros!

Inclinándose á ella, que no movió siquiera un músculo, empezó á martirizarla en un tormento que tendría que durar lo que la noche. La venganza de burla contra ella, contra él propio, idiota donador de tantas glorias. Cinta á cinta de alma iba arrancando, de éstas que la había prendido. Las arrancaba y las arrojaba, como guiñapos, en torno de la que parecía muerta. Por verla más sombría, apagó el rojo fanal y sólo quedó ardiendo lejana una luz en el salón... y le asombraba la inmovilidad, la resistencia al dolor de la torturada con todas las sañas de que era capaz, el que era capaz de tantas cosas. Sólo una frase la hizo huir el rostro al otro lado de la almohada, en otro impulso, dejándola ya libre de las manos y los brazos que cayeron inertes á lo largo de la colcha.

-Únicamente tú, Adria, cómica de mi corazón, podrías haber jugado conmigo esta horrible comedia de purezas entre la perdida y el granuja. ¡Sí, para eso, al granuja que soy yo, hacíale falta la perdida que tú eres!

Le pareció bien al torturador esta forma de suplicio, é insistió con saña. Antes había hablado de ella, solamente, mofándose de sus idealismos. Ahora hablaba de los dos, como un eco, tendido al otro extremo de la cama, boca arriba, en un abandono ya como definitivo hacia la Adria que no era esta que le daba igual que le escuchase ó se durmiese... ó se muriese.

-Sí, yo soy también, gitana mía, al mismo tiempo, el vengador de tantos burlados tuyos que no sabían hacer comedias. Tú les mientes á unos dulces amores candorosos, y á otros miradas de tus ojos... una mirada, aunque sea, al que cruza, por mentirles á todos por igual... ¡Cuántas más mentiras te he mentido! ¡Yo!... Porque sí, Adria, á mí me place mentir, mentir mucho... ¡Soy el más gran mentiroso de la tierra, y tú, en cambio, la más cándida entre todas las insignes mentirosas!

Adria sollozaba, allí pequeñamente recogida lejos de él.

Y él se incorporó hacia ella exclamando:

-¡Cómo te engaño!... Pero, ¿has llegado en verdad á creerme que te adoro sólo por mi tesón de negarlo, de repetirte y jurarte tanto que ni te quería ni acaso te podría querer?... Modos nuevos de decirlo, ya ves tú, para que le crean á uno lo contrario. Sé decir, y sé jurar, y sé reír, y sé llorar... y sabe, en suma, de todas estas farsas ¡oh, cómica! tu «maestro de comedias»!

De un brinco, de tigre, de fiera, se echó Adria de la cama -al sentir cerca al cruel. Quedó en una marquesita, no lejos, oculta sobre los brazos por el pelo, y llorando.

-Hacemos esta noche la de la franqueza -siguió Víctor -, comedia muy difícil, pero la hacemos tan bien, nosotros, que ni sabemos ya siquiera ninguno de los dos si la mentimos. ¡Mentir una comedia, oh, es el colmo del mentir!... Y fíjate -continuó conmovido él mismo, ignoraba si con verdad ó con mentira, de aquel llanto inmensamente silencioso de la cómica -, fíjate, y reiré si quieres; lloraré si gustas, un poco, porque me veas llorar la burla de tus lágrimas... ¡Eh... ya lloro, toca mis ojos, torpísima discípula, que no acabas de aprender á reírte de tus llantos!... El caso es que no sepas qué creer, al fin, si te digo ahora, «¡no te quiero!», ó «¡sí te quiero!»... «¡Qué tonta eres, mujer!

Se irguió Adria, con una imprevista transición de calma que admiró al maestro.

-Bien, ¿y qué me dices?

-Que... no te quiero.

Recóndita la verdad en las palabras, no pudo ella percibirla, su avidez -. Levantándose, fué á sentarse al borde de la cama, á ver, al mismo tiempo que oía la respuesta.

-Repítelo.

Y se quedó en espera -alta, sobre los hombros y el cuello esbelto la nerviosa cara, la fina nariz de alas movibles, husmeando los ultrajes de la verdadera verdad, como una cierva que entre los falsos engaños de la fronda presiente la jauría.

-Que no te quiero -repitió Víctor desde lo profundo del ser donde estaba sintiendo su mirada.

Cruzó un desánimo á la valerosa, pero se recobró á su fe. No le creía. Tendió una mano, y sacando de la mesita de noche el puñal de Bibly Diora, se lo presentó diciendo:

-Entonces... mira, toma... Entonces... deberías matarme.

-¿Tan demás tendrías la vida sin mí? -trató Víctor de burlarse, preso sin embargo en algo enormemente trágico que ostentaba la que había él juzgado heroica tantas veces.

-¡Por completo! -afirmó Adria, y continuaba ofreciendo el arma por el puño.

¿Qué cruzó por el incrédulo? ¿Por qué recordó iras de víbora de Bibly Diora en escenas aparentemente semejantes... las rebeldías, los denuestos, los insultos que no habían tenido en la noche entera, para él, los labios de la cómica... los labios ni el corazón quizá de la mártir que supo sufrirle por la tarde la espera extraña á la puerta de Bibly.

Buena ó mala, lo era esta mujer-niña de un modo excepcional, completamente por debajo ó por encima de las demás mujeres.

Pensó más, en una ola de perdón y de amargura, en una angustia horrenda de injusticia que le inundó el pecho... Pensó que tal vez entre todas aquellas honestas é hidalgas damas ante las cuales desfiló el príncipe, ni una sola habría dejado de mirarle con más impudor de ansia de vanidades en la fulguración de los regios faustos... que Adria, que la pobre plebeya ignota que no hizo en rigor sino agradecer deslumbrada de majestad un segundo al deslumbrado en la majestad de su belleza.

¿O qué? ¿El propio rey de todos los ensueños, hubiera sin turbación resistido á una reina que pasase y le mirase?... ¿Qué protervo crimen fué ese, pues, que hubiérale robado de Adria el alma... si es que ella la tenía?

Cogió el puñal.

-Tú -dijo vacilante en la tormenta de sus dudas -no serías capaz de dejar que te matase.

-Prueba.

-¿Pruebo?

-Sí -le confirmó sin moverse.

Habíala retenido la mano, y la afirmó mientras encendía el fanal rojo.

-Menos que matarte. ¡Veamos!

Con una calma de decisión de daño de que no podía dudar ella, púsole la punta del puñal en un hombro. No la inmutó el contacto frío, duro. Víctor fué impulsando gradualmente y la carne cedía sin dejarse penetrar.

-¡Grita!

-¿Por qué?... ¡Clava!

Barrenó un poco el atormentador, y sintió que entraba la aguda punta en la piel.

-¡Grita!

-¡Clava!

La sangre rezumó... una gota, y á su vista arrojó Víctor el puñal y se echó en los brazos de la mártir, de la santa, besándola en la frente y en seguida en el hombro herido, por mezclar á la preciosa lágrima valiente de escarlata las de ternura y de pesar inmenso que vertía su alma por el bruto y por el torpe...

Nunca como en este amanecer se quisieron tanto, como niños, como ángeles humanos que besaban y lloraban y abrazaban.

Por castidad, por pureza, Adria había vuelto á apagar el globo rojo para ser feliz al claror blanco y suave que filtraban las cortinas.

Y Víctor, feliz, insuperablemente feliz, se asombraba del poder de la elocuencia del silencio de esta niña de su vida, mil veces sagrada.