La altísima
de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo V

Capítulo V

Apartado el hotelillo de los demás en el ángulo de la carretera por los viejos álamos, sólo la hija del encargado de alquileres en Benzo, una muchacha no fea, con cierta presunción de señorío en el vestir, y que vivía en una casita de enfrente, pudo advertir la asiduidad del tílburi veloz que, bajando en dirección á la ciudad, paraba apenas un momento para que el dueño saltase. Iba ella algunos ratos con Adria, á pretexto de las niñas; y Víctor la encontró allí, maligna, curiosa, una tarde. Adria había tenido ya que explicarla, apoyada por su tía Sagrario, que se trataba de «un íntimo del marido»; y luego la tía le riñó un poco á la sobrina la determinación de estas visitas, tomada sin consultarla siquiera.

-Y sí, tiene razón, en cierto modo -concedió Adria disculpándose con Víctor -. Pero es mi tía tan singular... ¡cree que estoy enamorada de usted... y no le gusta! ¡Prefiero que no la conozca!

Víctor partía antes que la tía volviese.

Así le fué dado contemplar, en aislamiento del mundo, á la pálida belleza, á la hechicera gentil, con la delicia de ignorar historias y detalles de familia, seguramente abominables. Como en aquella primera mañana, pero sin tanto amargor, con menos vaguedad, y aun á ratos con vuelos de espléndida esperanza que asustaban á Adria -pequeña y dulce por debajo, igual que una golondrina mirando, camino de águilas, contra el cielo un arco iris -hablábala de su ensueño, ya constantemente prendido á la morena beldad por poderío de sí propia.

Sentía al menos esto Adria -que en la cálida languidez de su cuerpo y en la luz negra de sus ojos y en la luz blanca de sus dientes, encendía el bizarro fantasista á miradas largas ó á breves besos, que la sorprendían y la quemaban como eléctricos contactos, el alma que luego lanzaba en fuegos por los aires; sentíase la inspiradora con el asombrado orgullo de estar siéndolo y con la triste convicción de su indignidad para inspirarle... Y adivinándola, sentía Víctor á su vez que ella sentía bien, pues aunque se iba infiltrando de la beldad venenosa, no le había encontrado otro mérito ideal que el negativo, hasta ahora, de no tener espíritu ni de prostituta ni de honrada... ¡escaso para sus ansias aun con ser tan grande!

Quedaban dueños de la casa, también la criada con las niñas de paseo. Había Adria descubierto en Víctor su afición al café, y le llevaba á tomarlo al comedor, otra pequeña pieza estucada, de alto techo, de mesa de roble al medio, de gran aparador lleno de cristalería. Sin necesidad de timideces en una amistad iniciada con tan excesiva franqueza y sostenida en desinterés con respeto tanto, Adria le conducía desde el saloncito por el camino más breve, por su tocador, por su alcoba, donde, enlazadas las cinturas, miraban un instante, al cruzar, el bajo lecho de nogal vestido de blanco y ámbar. Luego, mientras hervía la cafetera entre las tazas chinas, fumaba él sus habanos en la otomana, fumaba ella torpemente, en la perezosa, los egipcios y dorados cigarrillos que él se obstinaba en habituarla á fumar -hablando á besos como dos amantes ó hablando á calmas como dos amigos.

Impulsado aquí desde la adoración al desprecio, pocas veces la curiosidad de Víctor se había fijado en nada tan intensamente. Quién fuese Adria, no podía decirlo ni ella, que lo ignoraría -y hubiese de formarla tal ignorancia su encanto. No podría decírselo tampoco su historia de hechos, que fuesen cualesquiera de brutales, sólo tendrían una significación reaccional en la íntima complexidad de la vida por ellos modificada. Le iba, pues, recogiendo esta vida oculta á cada mirada, á cada frase, á cada gesto... á cada emoción que le arrancaba á la ignota el impávido analista según la hería violento ó dulce con las más varias, con las crueles y secas como martillazos ó las suaves y extensas como glorias.

La casa de Adria y sus hábitos no le dejaban dudar que, si pudo ser la deshonrada inocente, no había sabido continuarse en la madre que expía su falta modestamente consagrada á sus hijos. Servía nada más, la pensión de éstos, para darle libertad á la ya experta que unas veces se brindaba caprichosa y otras se vendía forzada por la imprevisión.

¡Qué importaba! La gran ingenua, que tal vez en la cándida vivió, podía seguir en la perversa. Por lo pronto, y bastábale á Víctor, ella al escucharle se abrumaba en el pesar de sí propia.

Sentía mucho, Adria. Hablaba menos que sentía. Pero su hablar tenía dos absolutas originalidades: la primera, somática, musical, de bizarros efectos. Ágil la voz y cambiante su timbre agudo, como gorjeo de alondra, como suelta alegría de niña, cuando contestaba ó refería insignificancias -se hacía grave y profundamente trágica en cuanto escuchaba y tenía que contestar el corazón: era entonces un ronco resonar de trémolo de violonchelo que crispaba las entrañas.

«Tienes voz de actriz célebre -hubo de decirla Víctor -; tu voz es un maravilloso instrumento irresistible, y lo dominas»; y puesto que calló Adria, incapaz de discernir si él quería llamarla farsante, él, no muy seguro de su intención tampoco, la dejó en la duda.

Si lo era, sabía serlo con una sagacidad peligrosa que únicamente encomendaba la seducción en las palabras que apenas envolvían lamentos y humildades, á la magia musical -en las palabras cuya segunda originalidad, más alta, cifrábase en su timidez inconcebiblemente certera, en su justeza, en su nunca traicionada precisión. Víctor, que estaba harto de escuchar sandeces á las mujeres discretas, á los hombres sabios y prudentes, y de escuchárselas él mismo, confirmaba, hora por hora, no sin asombro de cosa excepcional, que esta crédula y sencilla Adria no las decía.

Mortificado y buscándole al fenómeno la causa, al tener que reconocérselo como superioridad, se halló con la sorpresa de tener que concederle otra superioridad aún más noble: No era vanidosa. ¡Excepción humana, bien digna de veneración Adria no se veía jamás obligada á decir sandeces, porque carecía de vanidad... por el mismo motivo supremo y simple que no las hacen los gatos!... ¡Ella! ¡la bella!

Y estos largos silencios de adoración y odio en que él solía caer tras sus exaltaciones ideales, contemplándola como á un enigma, no los podía Adria sufrir.

-Siempre que te vas, Víctor -dijo cortando uno de ellos -, pienso: «no volverá mañana».

-¿Por qué?

-Porque no comprendo qué pueda interesarte de mí.

Se inclinó él, poniéndola una mano en el hombro:

-¿Quieres que te lo diga?

Y cuando los ojos negros se alzaron en avidez, expresó bien:

-La pureza.

-¡Oh! -hizo con disgusto Adria, volviendo el rostro.

Él insistió:

-O tú tienes la pureza que no he encontrado en cien mujeres, en todas esas honradas, que crees tan altas, de mis libros, ó nada me importarás.

Adria dejóse caer al respaldo, en desánimo. Creía que se burlaba, y ni protestó.

La frente y la sien y el cuello de esta mujer ostentaban al menos la pureza que él quería descubrirle en el espíritu: nacía su pelo en la morena limpieza de la piel con una castidad que diríase intacta. Tres lunares en arco, bajo otros dos menudos y juntos que parecían su centro, corrían desde la perla tenida como sola en la oreja, hasta el hoyuelo de la comisura de la boca, tan hondo, que hacían los labios la ilusión de terminar en dos redondos agujeros de gracia insuperable. Boca sutil, de bacante, diabolesca -cuando sonreía, tranchábase á los lados, contra los dientes blancos, con dos rosadas carúnculas que apenas iniciaba la carne interior de los carrillos. Boca exótica, un poco de fiera, pura y dura en su dulce voluptuosidad exquisita como la de una tigre. Boca y ojos y cara delicadísimamente aguda, toda hecha de una opaca porcelana de limón y lotos. Y, no obstante, creyérase que nadie todavía había eflorado el polen de esta boca, de esta cara juvenil, de esta fina flor oriental con un beso.

-Dime, ¿te han abrazado muchos, Adria?

La pregunta no entendida al principio, la irguió y la llenó de miedo y turbación, de altivez también un poco en su vileza. Sería, así hecha de improviso, el frío descaro con que él terminaba su burla.

-¡Ah, Víctor!... ¡No!... ¿Por qué lo piensas? -le reprochó consternada.

Esperando tal vez en la réplica el desprecio, la sorprendió la afable sencillez:

-Porque eres bella, porque eres joven, porque eres apasionada de la vida, y porque eres lista. Porque me has dicho que odias al que te abrazó primero, y tendrías que haber sido inconcebiblemente tonta renunciando la libertad que al menos te dio él con tu deshonra y su olvido. Y te diré más, no me enojan los amantes que hayan podido igualarte conmigo un poco: si fueses una honrada, ó fueses siquiera una honesta, habrías de darme tus besos en una traición de tu deber ó tus pudores; así tuvo por base el amor de mis honradas una traición; así yo no he podido amar más que á traidoras; así únicamente podré querer tu cuerpo, puesto que ya es preciso que lo tome en alma, libre de todas las traiciones de fuera y dentro de ti.

Adria, inmóvil, escuchaba -rompiendo en su falda las puntas de un encaje. Y como calló de pronto el que por magia tornaba las infamias en noblezas, en el silencio de nobleza alzó noble la cara para decir con su voz ronca, trémula, trágica:

-¿Tú crees, pues, que me han abrazado muchos?

-Sí.

-¡Ah! ¡Entonces no podrás creer lo que te diga!

-Habla.

Inmutable en su palidez, cerró los ojos y suspiró con su profunda y lenta respiración de nerviosa. En seguida los abrió, pronunciando más solemne, más trágica:

-He sido de seis hombres. Dos habría yo querido que fuesen mis amantes. Cuatro me compraron.

En la mirada, que él la resistió hasta que la besó en la frente, vio lo necesario para no tener que preguntar si la había creído.

Cantaba un ruiseñor, y por las hiedras de la ventana abierta se veía el mar. Víctor la habló del mar, de ruiseñores... Debía haber al otro lado de las aguas alguna lejana isla de diosas, donde todo amor fuese hermosura... Y partió pronto esta tarde, siempre temeroso de encontrar en la fatiga de las horas á la vulgar, cansada de sus esfuerzos tal vez violentos por no parecerlo.

Una mañana, de algunas en que Víctor venía á Versala al salir el sol, por verle surgiendo en sus celajes del mar, como lo veía desde Tur ponerse tras las montañas verdes, divisó á Adria en el fondo de una calle extraviada.

Iba de negro y con mantilla, sencillísima. ¿A misa? ¿A alguna entrevista como la de él, que ella gustase de ocultar en modestias?

La siguió, curioso, celoso, con cautela... Era tan temprano, que únicamente marineros y pescaderas se cruzaban con los dos. No tenía que acortar el paso, antes bien apresurarlo, para no perderla en las esquinas, porque marchaba de prisa la que no podría sospecharse espiada entre las rudas gentes. Entró en Santa Araceli -la vieja iglesia colosal que él conocía, porque era fresca en Junio.

Entró Víctor también. Tuvo que refugiarse en la obscuridad del presbiterio, para no ser descubierto en las inmensas, en las desiertas naves cuyos arcos se alzaban sobre Adria como sobre una gentil muñequilla silenciosa y negra que cruzara las grandes baldosas blancas en viaje sin fin. Llegada luego al altar de Santa Teresa, se arrodilló y leyó un devocionario, largo tiempo; hasta que acertó á brotar mudo de otra sombra un monaguillo rojo á quien hizo señas, acortándole el camino. Rato después, el báculo de un viejo cura sonó rítmicamente; oró el sacerdote, pasó al confesonario y se acercó Adria á la rejilla, volviendo á arrodillarse con unción.

Le habría sido grato á Víctor esperarla, departir noblemente con ella, llevándola á los internos claustros floridos cuyo suelo era de panteónicos mármoles, y donde corría una sagrada fuentecilla... mas tendría primero que turbarla su presencia con recuerdos de pecado, y no quiso.

Escapó.