La Tribuna
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XXVIII

Capítulo XXVIII

Consejera y amiga


Alguna que otra vez volvía Amparo a visitar su antigua calle, por ver a los amigos que allí había dejado. Pocos días después del de la Candelaria sintió deseos de realizar una expedición hacia aquella parte. Halló todo en el mismo estado; el barbero, muy ocupado en descañonar a un sargento, la saludó jovialmente; a la puerta de su casa divisó a la señora Porreta tomando el fresco, o el sol, que ambas cosas faltaban dentro del tugurio de la comadrona, la cual hacía extraña y risible figura sentada en una silleta baja, y muy esparrancada; sus pies, calzados con zapatillas de orillo, miraban uno a Poniente y otro a Levante; tenía caídas las medias, por deficiencia de ligas sin duda; en el formidable hueco del regazo descansaban sus manos, y mientras una chiquilla encanijada, nieta suya, le peinaba las canas greñas y le hacía dos chichos tamaños como bellotas, la insigne matrona no perdía el tiempo, y calcetaba con diligencia manejando las metálicas agujas, que despedían vivos fulgores. Al ver a la Tribuna, se echó a reír con opaca risa.

-Hola, chica... salú y fraternidá. ¿Cómo está tu madre? ¿Y la revolusión, cuándo la hasemos? ¿Cuándo me preclamas a mí reina de España?

Y como Amparo procurase escabullirse, la vieja subió el tono de sus carcajadas, semejantes al chirrido de una polea, y que hacían retemblar su vientre de ídolo chino.

-Sí, escápate, escápate... -murmuró-. Ahora bien te escapas... Ya bajarás la soberbia cuando yo te haga falta... ¿oyes, Amparo? Cuando necesitáis a la señora Pepa, venís como corderitos... ¡Quién te verá aquel día!, ¿eh?

-Dios delante, señora Pepa -contestó altiva y picada Amparo-, otras la llamarán más pronto, señora.

-¡Sí, sí... echar por la boca! El tiempo todo lo vense -afirmó con profético acento la comadre, cogiendo una hilera de puntos que se le había soltado al reír.

Siguió Amparo calle adelante, y llamó al tablero de Carmela la encajera; pero con gran sorpresa suya, en vez de abrirse este, se entreabrió la puerta interior que comunicaba con el portal, y se asomó Carmela animada, encendida la tez y con un júbilo nunca visto en ella.

-Entra, entra -dijo a la pitillera.

Esta entró. El cuartito estaba en desorden; recogida la almohadilla de los encajes; había un baúl abierto y ya casi colmado, y los cuadros de lentejuela y estampas devotas, que solían adornar las paredes, faltaban de ellas.

-Hola... ¿parece que vamos de viaje? -preguntó Amparo.

La respuesta de la encajera fue echarle al cuello los brazos, y pronunciar, con voz entrecortada de alegría:

-¿Luego tú no sabes, no sabes que Dios me dio la sorpresa? Ya tengo el dote, chica... me voy a Portomar a ver si me reciben allá en el convento...

-¡Ahora que dicen que se acaban las monjas!

-Las de Portomar no, mujer... esas no... hay un señorón liberal, allá en Madrí, que pidió por ellas...

-Pero... ¿y cómo, quién te dio el dote?

-Verás... Yo echaba todos los meses un décimo a la lotería... todos los meses. Tú ya sabes que la tía me hacía trabajar los domingos por la mañana; pero por las tardes, decía: «Anda, distráete... vete un poco a rezar a la iglesia». Bien. Pues, señor, yo en vez de rezar, iba, ¿y qué hacía? Trabajaba unas puntillitas estrechas, sin que la tía lo supiese, y se las vendía a una mujer del mercado, diciéndole a Nuestra Señora: «No es pecado esto que hago, porque es para sacar a la lotería, y si saco es para entrar monja...». Pues etaquí que cada mes me tomaba mi décimo, y para que saliese bien, siempre echaba con algún santo. Unas veces llevaba de compañero a San Juan Bautista; otras, a San Antonio; otras, a Santa Bárbara... y nada: ni tristes cinco duros. Entonces dije yo para mí: hay que ir a la fuente limpia; estos compañeros no valen. ¿Y qué se me ocurrió? Tomé un decimito con un número muy lindo, mil ciento veintidós, y se lo fui a llevar al Niño Dios de las Madres Descalzas... y le dije: mira, Jesusito, si sale premiado, la metá para ti... Tenía una carita tan alegre cuando se lo dije, lo mismo que si me entendiese. Pues ¿quién te dice, mujer...?

Pausa de gran efecto.

-¿Quién te dice a ti... que al sorteo voy y miro la lista, y me veo un mil ciento veintidós como un sol? Me quedé aturdida; y mucho más, porque el premio era de los grandes: cerca de mil pesos. Sólo que, como la metá es del Niño, a mí me queda el dote limpio y pelado...

-¿Y tu tía? -preguntó Amparo, como si censurase el regocijo de Carmela.

-¿Y sabes, mujer, que yo quise depositar el dote para cuando ella muriese y quedarme en su compañía, y no quiso? Dice que no, que bien claro está que Dios me llama para sí... Ella tiene buscada colocación en casa de un cura... como está así, medio ciega, sólo en un sitio de poco trabajo puede servir. ¡Ay, Niño Jesús de mi alma! ¡Cuántas lagrimitas tengo llorado aquí sin que nadie me viese! ¡Qué días! Es mejor hacer pitillos que encajes, chica. ¡Fumar, siempre fuma la gente; pero los encajes en invierno... es como vivir de coser telarañas!

Y levantándose, cogió un tiesto que estaba en la ventana y lo entregó a Amparo.

-Toma, me alegro de que vinieses... cuídame mucho la malva de olor, que por el camino tengo miedo de que se rompa el tarro.

Amparo cogió el tiesto y respiró el perfume de la planta, hundiendo la faz entre las aterciopeladas hojas. La encajera la miraba con sus pupilas siempre melancólicas y serenas.

-Amparo -dijo de pronto...

-¿Eh?... -respondió la Tribuna, sorprendida como si la despertasen de golpe.

-¿Te enfadas si te digo una cosa?

-No, mujer... ¿y por qué me he de enfadar? -contestó fijando sus ojos gruesos y brillantes en la futura concepcionista.

-Pues quería decirte... que por ahí te pusieron un mote.

-¿Un mote?, ¿y es cosa mala?

-Mala... ¡qué sé yo! Te llaman la Tribuna.

-¿Y quién me lo llama?

-Los señoritos... los hombres. Dicen que fue porque el día del convite... no te parezca mal, que a mí me lo contaron así, inocentemente... te dio un abrazo uno de aquellos señores de la Samblea... y que te dijo...

-¡Me llamó Tribuna del pueblo! -exclamó orgullosamente la muchacha-. ¡Ya se ve que me lo llamó!

-¿Yeso qué es, mujer?

-¿Lo qué?

-¿Eso de Tribuna del pueblo?

-Es... ya se sabe, mujer, lo que es. Como tú no lees nunca un periódico...

-Ni falta que me hace... pero dímelo tú, anda.

-Pues es... así a modo de una... de una que habla con todos, supongamos...

-¿Que habla con todos?... ¿y te lo dijo en tu cara?... ¡El Dulce nombre de María!

-Pero no hablar por mal, tonta; si no es eso... Es hablar de los deberes del pueblo, de lo que ha de hacerse; es istruir a las masas públicas...

-Vamos, como una maestra de escuela... Jesús, si pensé que... ya decía yo: ¿había de ser tan descarado que se lo encajase allí, sin más ni más? Pero como por ahí se ríen cuando mentan eso...

-¡Bah!... no tienen que hacer, y velay.

-Y... mira, ¿te digo otro cuento?

-Tú dirás...

-Me contaron... no tomes pesadumbre, que son dichos... que andaba tras de ti un señorito... de la oficialidá.

-¿Y si anda?

-Y si anda, haces muy mal en hacer caso de un oficial, mujer... A las chicas pobres no las buscan ellos para cosa buena, no y no... Ya las que son pobres y formales no se arriman porque ven que no sacan raja...

-¡Eh!, a modo... no la armemos, Carmela. A mí nadie se arrima por la raja que saque, sino por el aquel de que le gustaré, y vamos andando, que cada uno tiene sus gustos... Hoy en día, más que digan los reacionarios, la istrución iguala las clases, y no es como algún tiempo... No hay oficial ni señorito que valga...

-Mujer, yo no hablé por mal... Te quise avisar porque siempre te tuve ley, que eres así... una infeliz, un pedazo de pan en tus interioridades... Déjate de políticas, no seas tonta, y de señoritos... Fuera de eso, ¿a mí qué se me importa? Es por tu bien...

Se dispuso Amparo a marcharse, cogiendo debajo del brazo su tarro; pero la afectuosa encajera la quiso abrazar antes.

-No quiero que quedemos reñidas... ¿Vas enfadada? Bien sabe Dios mi intención... Escríbeme a Portomar... Ya te contaré todo, todo.

Y se asomó a la puerta para ver alejarse a la garbosa muchacha, cuyo vestido de percal proyectó, por espacio de algunos segundos, una mancha clara sobre las oscuras paredes de las casas de enfrente.