La Tribuna
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XVIII

Capítulo XVIII

Tribuna del pueblo


El Círculo Rojo echa el resto; no se habla en Marineda sino del banquete que ofrece a los delegados de Cantrabria y Cantabrialta. No tiene el Círculo Rojo socios tan opulentos como el Casino de Industriales y la Sociedad de Amigos; pero sóbrale alma y desprendimiento, cuando la ocasión lo requiere, para sangrarse los bolsillos, empeñarse, si es preciso, hasta los ojos y salir con color y presentar una mesa que no le avergüence.

Llamada a conferenciar con el presidente del Círculo la «persona de buen gusto», que nunca falta en los pueblos para dirigir las solemnidades, entró al punto en el desempeño de sus funciones, y se dio tal maña, que en breve pudo negociar un empréstito de candeleros de plata, centros de mesa, vajilla fina, mantelería adamascada y nueva, palilleros caprichosos y pureras sorprendentes. Obtenido lo cual, el correveidile se frotó las manos asegurando al presidente que la mesa estaría regiamente exornada.

-Regiamente, no señor -contestó el presidente algo fosco-. Republicanamente, dirá usted.

No quiso el organizador de la fiesta discutir el adverbio, y satisfecho de haber encontrado los accesorios, se dio a buscar lo principal, o sea la comida. Bregando con fondistas y cafeteros, consiguió combinar platos, vinos y helados del modo que le parecía más ortodoxo y elegante; pero quiso su desdicha que a última hora el entusiasmo político lo echase todo a perder, instigando a este bodegonero federal a enviar «la prueba» de sus vinos y a aquel hornero a remitir media docena de robustas empanadas, que cayeron en el banquete como barbarismos en selecto trozo de latinidad clásica. Menudencias que la Historia no registrará seguramente.

De propósito se empezó tarde la comida, y circulaban aún las dos sopas de hierbas y de puré, cuando los camareros cerraron las maderas de las ventanas y encendieron las bujías de los candelabros y los aparatos de gas. Viose entonces salir de las vaguedades del crepúsculo la mesa, la larga mesa de sesenta cubiertos, con sus brillantes objetos de plata, sus ramos de flores simétricamente colocados, sus altos ramilletes de dulce, sus temblorosas gelatinas, donde la luz rielaba como en un lago. El presidente del Círculo tendió en derredor una mirada de orgullo. En verdad que el aspecto del banquete era majestuoso. Imperaba en él todavía la reserva de los primeros momentos: la gente comía con moderación y delicadeza, los camareros y mozos de servicio andaban discretamente sin taconear, las cucharas producían leve música al tropezar con los platos, la virginidad del mantel alegraba los ojos, y el vaho aperitivo de la sopa no desterraba del todo las fragantes emanaciones de las rosas y claveles de los floreros. No obstante, al servirse la primer entrada comenzaron a dialogar los vecinos de mesa, y el rumor creciente de las conversaciones envalentonó a los mozos, que pisaron ya más recio.

Presidía la mesa el viejo de blanca barba, y la teatral nobleza de su figura completaba la decoración. A su derecha tenía al presidente del Círculo y a su izquierda al orador de tenebrosa faz, el que, según Amparo, «echaba términos» difíciles de entender. Seguían los demás delegados por orden de respetabilidad, alternando con individuos de la Junta, de la Prensa, del partido.

Fue poco a poco acrecentándose el ruido de la charla y desatándose las lenguas, por donde rebosaba ya la abundancia del corazón. El que, merced a su ancianidad venerable, podía ser llamado patriarca, sonreía, aprobaba, estaba de acuerdo con todo el mundo, mientras el delegado tétrico y ceñudo se las componía lo mejor posible para disputar. Al tercer plato disparó con bala rasa contra la propiedad, el capital y la clase media, y el presidente del Círculo, patrón y dueño del establecimiento, hubo de amoscarse; poco después fue el patriarca mismo el enojado, a causa de no sé qué frases sobre el derecho de insurrección y el empleo de medios violentos y coercitivos. Ninguno le parecía al patriarca lícito; en su concepto, el amor, la paz, la fraternidad, eran las mejores bases para fundar la unión federativa, no sólo de Cantabria y de España, sino del mundo. Cada cual alegaba sus razones, tratando de quimera el ajeno parecer; la discusión se hacía general; intervenían en ella periodistas y delegados desde los más remotos extremos de la mesa; alguien brindaba sin ser oído; personas de voz escasa exclamaban en tono suplicante: «Pero oigan ustedes, señores... si ustedes oyesen una palabra...». Era en balde. El grupo central se lo hablaba todo; de su confuso vocerío sólo se destacaban frases sueltas, airadas, empeñadas en descollar. «Eso son utopías, utopías fatales... No, es que le convenzo a usted con la historia en la mano... Sí, sí, hagámonos de miel... La Revolución Francesa... Era otro régimen, señores... No confundamos los tiempos... Está usted en un error... Un hecho no es ley general... Eso lo ha dicho Pi... Cantú es un reaccionario... El bautismo de la sangre... Horrores infecundos...». Mientras duraba la polémica, los mozos no se entendían para pasar las fuentes del asado y para escanciar el Champaña... Uno de ellos se inclinó hacia el presidente y le dijo al oído no sé qué... El presidente se levantó al punto y salió de la sala, volviendo a entrar presto seguido de un grupo de mujeres.

Amparo lo capitaneaba. Penetró airosa, vestida con bata de percal claro y pañolón de Manila de un rojo vivo que atraía la luz del gas, el rojo del trapo de los toreros. Su pañuelito de seda era del mismo color, y en la diestra sostenía un enorme ramo de flores artificiales, rosas de Bengala de sangriento matiz, sujetas con largas cintas lacre, donde se leía en letras de oro la dedicatoria. Diríase que era el genio protector de aquel lugar, el duende del Círculo Rojo; las notas del mantón, del pañuelo, de las flores y cintas se reunían en un vibrante acorde escarlata, a manera de sinfonía de fuego.

Adelantose intrépida la muchacha levantando en alto el ramo y recogiendo, con el brazo libre, el pañolón, cuyos flecos le llovían sobre las caderas. Y como el conspicuo disputador, dejando su asiento, mostrase querer tomar el ex-voto que la muchacha ofrecía en aras de la diosa Libertad, Amparo se desvió y fuese derecha al patriarca. El corro se abrió para dejarla paso.

La muchacha, sin soltar el ramo, miraba al viejo. Este, de pie, con su barba plateada y levemente ondulosa como la de los ermitaños de tragedia, con su calva central guarnecida de abundantes mechones canos, con su alta estatura, un tanto encorvada ya, se le figuraba la ancianidad clásica, adornada de sus atributos, coronando la cima de los tiempos. Y el patriarca, a su vez, creía ver en aquella buena moza el viviente símbolo del pueblo joven. Ambos formularon en sus adentros el pensamiento de simpatía que les asaltaba.

-Este señor mete respeto lo mismo que un obispo -se dijo Amparo.

-Esta chica parece la Libertad -murmuró el patriarca.

Entre tanto la muchacha comenzaba su peroración. Temblábale la voz al principio; dos o tres veces tuvo que pasarse la mano, yerta, por la frente húmeda, y sin saber lo que hacía accionó con el ramo, cuyas cintas culebrearon como serpientes de llama, y carraspeó para deshacer un nudo que le apretaba el galillo. Poco a poco, el rumor de la mesa, el cuchicheo de los convidados más distantes, la luz de los mecheros de gas que le calentaba los sesos, el aroma de los vinos y la espuma del Champaña, que aún parecía bullir en la iluminada atmósfera, la embriagaron, y sintió fluir de sus labios las palabras y habló con afluencia, con desparpajo, sin cortarse ni tropezar. Los convidados se daban al codo sonriendo, pronunciando entre dientes algún «¡bravo!, ¡muy bien!», al oír que las operarias republicanas de la Fábrica ofrecían aquel ramo a la Asamblea de la Unión del Norte y al Círculo Rojo en prueba de que... y para manifestar cuanto... y como testimonio de que los corazones que latían..., etc. El patriarca se colocaba la mano sobre el pecho, se la llevaba a la boca con sincerísima complacencia, mientras el disputador, tieso y serio, inclinaba de vez en cuando lentamente la cabeza en señal de aprobación. Por fin, la oradora acabó su discurso entregando el ramo al patriarca y gritando: «¡Ciudadanos delegados, salud y fraternidad!».

Tomó el viejo la ofrenda y la pasó al presidente, que se quedó con ella muy empuñada y sin saber qué hacer. Confusas las compañeras de Amparo por el silencio repentino, miraban de reojo hacia todas partes, maravillándose del esplendor de la mesa y algo sorprendidas de que el banquete republicano fuese cosa de tanto orden y de que los delegados comiesen en vez de salvar la patria. El patriarca se acercó a Amparo; sus mejillas arrugadas y marchitas tenían a la sazón sonrosados los pómulos.

-Gracias, hijas... -tartamudeó cabeceando senilmente-. Gracias, ciudadanas... Acércate, tribuna del pueblo... que nos una un santo abrazo de fraternidad... ¡Viva la tribuna del pueblo! ¡Viva la Unión del Norte!

-¡Viva! -balbució Amparo toda enternecida, ahogándose-. ¡Viva usted... muchos años! -Y el viejo y la niña estaban a dos dedos de romper a llorar, y algunos de los convidados se reían a socapa viendo aquel brazo paternal que rodeaba aquel cuello juvenil.