La Tribuna
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo IV

Capítulo IV

Que los tenga muy felices


Se ha mudado la decoración; ha pasado casi un año; corre el mes de enero. No llueve; el cielo está aborregado de nubes lívidas que presagian tormenta, y el viento costeño, redondo, giratorio como los ciclones, arremolina el polvo, los fragmentos de papel, los residuos de toda especie que deja la vida diaria en las calles de una ciudad. Parece como si se hubiesen asociado vendaval y cierzo: aquel para aullar, soplar, mugir; este para herir los semblantes con finísimos picotazos de aguja, colgar gotitas de fluxión en las fosas nasales, azulear las mejillas y enrojecer los párpados. En verdad que con semejante tiempo los Santos Reyes, que caballeros en sus dromedarios venían desde el misterioso país de la luz, atravesando la Palestina, a saludar al Niño, debieron notar que se les helaban las manos, llenas de incienso y mirra, y subir más que a paso la esclavina de aquellas dulletas de armiño y púrpura con que los representan los pintores. A falta de esclavina, los marinedinos alzaban cuanto podían el cuello del gabán o el embozo de la capa. Es que el viento era frío de veras, y sobre todo, incómodo; costaba un triunfo pelear con él. Entrábase por las bocacalles, impetuoso y arrollador, bufando y barriendo a las gentes, a manera de fuelle gigantesco. En el páramo de Solares, que separa el barrio de Arriba del de Abajo, pasaban lances cómicos: capas que se enrollaban en las piernas y no dejaban andar a sus dueños; enaguas almidonadas que se volvían hacia arriba con fieros estallidos; aguadores que no podían con la cuba, curiales a quienes una ráfaga arrebataba y dispersaba el protocolo, señoritos que corrían diez minutos tras de una chistera fugitiva, que, al fin, franqueando de un brinco el parapeto del muelle, desaparecía entre las agitadas olas... Hasta los edificios tomaban parte en la batalla: aullaban los canalones, las fallebas de las ventanas temblequeaban, retemblaban los cristales de las galerías, coreando el dúo de bajos, profundo, amenazador y temeroso, entonado por los dos mares, el de la bahía y el del Varadero. Tampoco estaban ellos para bromas.

En cambio, celebrábase gran fiesta en una casa de ricos comerciantes del barrio de Abajo, la de Sobrado Hermanos. Era el santo de Baltasar, único vástago masculino del tronco de los Sobrados, y cuando más diabluras hacía fuera el viento, circulaban en el comedor los postres de una pesada comida de provincia, en que el gusto no había enmendado la abundancia. Sucediéranse, plato tras plato, los cebados capones, manidos y con amarilla grasa; el pavo relleno; el jamón en dulce con costra de azúcar tostado; las natillas, con arabescos de canela, y la tarta, el indispensable ramillete de los días de días, con sus cimientos de almendra, sus torres de piñonate, sus cresterías de caramelo y su angelote de almidón ejecutando una pirueta con las alas tendidas. Ya se aburrían los grandes de estar en la mesa; no así los niños. Ni a tres tirones se levantarían ellos, cabalmente en el feliz instante en que era lícito tirarse confites, comer con los dedos, hacer, de puro ahítos, mil porquerías y comistrajos con su ración. Todo el mundo les dejaba alborotar; era el momento de la desbandada; se habían pronunciado brindis y contado anécdotas con mayor o menor donaire; pero ya nadie tenía ánimos para sostener la conversación, y el Sobrado tío, que era grueso y abotargado, se abanicaba con la servilleta. Levantó la sesión el ama de casa, doña Dolores, diciendo que el café estaba prevenido en la sala de recibir.

En esta se habían prodigado las luces: dos bujías a los lados del piano vertical; sobre la consola, en los candelabros de zinc, otras cuatro de estearina rosa, acanaladas; en el velador central, entre los albums y estereóscopos, un gran quinqué con pantalla de papel picado. Iluminación completa. ¡Es que por Baltasar echaban gustosos los Sobrados la casa por la ventana, y más ahora que lo veían de uniforme, tan lindo y galán mozo! A la fiesta habían sido convidados todos los íntimos: Borrén, otro alférez llamado Palacios, la viuda de García y sus niñas, de las cuales la menor era Nisita, la rubia de los barquillos, y por último, la maestra de piano de las hermanas de Baltasar. La velada se organizó, mejor dicho, se desordenó gratamente en la sala: cada cual tomó el café donde mejor le plugo: doña Dolores y su cuñado, que resoplaba como una foca, se apoderaron del sofá para entablar una conferencia sobre negocios. Sobrado el padre fumaba un puro del estanco, obsequio de Borrén, y saboreaba su café, aprovechando hasta el del platillo. La niña mayor de García, Josefina, se sentó al piano, después de muy rogada, y tras mil repulgos dio principio a una fantasía sobre motivos de Bellini; Baltasar se colocó a su lado para volver las hojas, mientras sus hermanas gozaban con las gracias de Nisita, que roía un trozo de piñonate: manos, hocico y narices, todo lo tenía empeguntado de almíbar moreno.

-¡Estás bonita! -exclamaba Lola, la mayor de Sobrado-. ¡Puerca, babada, te quedarás sin dientes!

-No me impies -chillaba el angelito-; no me impies... voy a chucharme ota ves. -Y sacaba de la faltriquera un adarve del castillo de la tarta.

-¿Ha visto usted qué día? -preguntaba Borrén a la viuda de García, que bien quisiera dejar de serlo-. Una garita ha derribado el viento; por más señas que cayó sobre el centinela, ¿eh?, y a poco le mata. Y usted, ¿cómo se vino desde su casa?

-¡Jesús... puede usted figurarse! Con mil apuros... Yo no sé cómo me arreglé para sujetar la ropa... y así todo...

-¡Quién estuviera allí! Ya conozco yo alguno...

-¡Jesús... no sé para qué!

-Para admirar un pie tan lindo... y para darle el brazo, ¡hombre!, a fin de que el viento no se la llevase.

Juzgó la viuda que aquí convenía fingirse distraída, y cogió el estereóscopo, mirando por él la fachada de las Tullerías. Del piano saltó entonces un allegro vivace, con muchas octavas, y el tecleo cubrió las voces... sólo se oyeron fragmentos del diálogo que sostenían la agria voz de doña Dolores y la voz becerril de su cuñado.

-La fábrica, bien... de capa caída... las hipotecas... al ocho... Liquidaron con el socio... la competencia...

-Josefina -gritó la viuda a la pianista- ¿qué haces, niña? ¿No te encargó doña Hermitas que pusieses el pedal en ese pasaje?

-Y lo pone -intervino la maestra de piano-; pero debía ser desde el compás anterior... A ver, quiere usted repetir desde ahí... sol-la-do, la-do...

-¡Lo hace hoy... Jesús, qué mal! ¡Por lo mismo que hay gente! -murmuró la madre-. Cuando está sola, aunque embrolle...

-Pues yo bien vuelvo las hojas; en mí no consiste -dijo risueño Baltasar-. Y debe usted esmerarse, pollita, que estoy de días, y Palacios la oye a usted boquiabierto y entusiasmado.

-¡Bueno! -gritó la mujercita de trece años, suspendiendo de golpe su fantasía-. Me están ustedes cortando... ea, ya no sé poner los dedos. Como no aprendí la pieza de memoria, y este papel no es el mío... Voy a tocar otra cosa.

Y echando atrás la cabeza y a Baltasar una mirada fugaz, arrancó del teclado los primeros compases de mimosa habanera. La melodía comenzaba soñolienta, perezosa, yámbica; después, de pronto, tenía un impulso de pasión, un nervioso salto; luego tornaba a desmayarse, a caer en la languidez criolla de su ritmo desigual. Y volvía monótona, repitiendo el tema, y la mujercita, que no sabía interpretar la página clásica del maestro italiano, traducía en cambio a maravilla la enervante molicie amorosa, los poemas incendiarios que en la habanera se encerraban. Josefina, al tocar, se cimbreaba levemente, cual si bailase, y Baltasar estudiaba con curiosidad aquellos tempranos coqueteos, inconscientes casi, todavía candorosos, mientras tarareaba a media voz la letra:


Cuando en la noche la blanca luna...



Diríase que fuera había aplacado la ventolina, pues los goznes de las ventanas ya no gemían, ni temblaban los vidrios. Mas de improviso se escuchó un derrumbamiento, un fragor como si el cielo se desfondase y sus cataratas se abriesen de golpe. Lluvia torrencial, que azotó las paredes, que inundó las tejas, que se precipitó por los canalones abajo, estrellándose en las losas de la calle. En la sala hubo un instante de sorpresa; Josefina interrumpió su habanera; Baltasar se aproximó a la ventana; la viuda soltó el estereóscopo, y a Nisita se le cayó de las manos el piñonate. Casi al mismo tiempo otro ruido, que subía del portal, vino a dominar el ya formidable del aguacero; una algarabía, un chascarrás desapacible, unas voces cantando destempladamente con acompañamiento de panderos y castañuelas. Saltaron alborotadas las chiquillas, con Nisita a la cabeza.

-Ya están ahí esas holgazanas -dijo ásperamente doña Dolores-. Anda, Lola -añadió dirigiéndose a su hija mayor-: dile a Juana que las eche del portal, que lo ensuciarán.

-Mamá... ¡lloviendo tanto! -suplicó Lola-. ¡Parece no sé qué decirles que se vayan! ¡Se pondrán como sopas! ¿No oye usted que el cielo se hunde?

-¡Es que eres tonta! -pronunció con rabia la madre-. Si las dejas tocar ahí, después no hay remedio sino darles algo a esas perdidas...

-¿Qué importa, mamá? -intervino Baltasar-. Hoy es mi santo.

-Que suban, que suban a cantar los Reyes -gritó unánime la concurrencia menor de tres lustros.

-Te uban... Batasal, te uban, te uban -berreó Nisita cruzando sus manos pringosas.

-Que suban, hombre, veremos si son guapas -confirmó Borrén.

Lola de esta vez no necesitó que le reiterasen la orden. Ya estaba bajando las escaleras dos a dos.