La Ilíada (Luis Segalá y Estalella)/Canto XV

La Ilíada (1908)
de Homero
traducción de Luis Segalá y Estalella
ilustración de Flaxman, A. J. Church
Canto XV
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
Ayax rechaza á los teucros que van á incendiar las naves de los griegos


CANTO XV
LOS AQUEOS REVUELVEN, DESDE LAS NAVES, SOBRE LOS TEUCROS
Y LOS PONEN EN FUGA


1 Cuando los teucros hubieron atravesado en su huída el foso y la estacada, muriendo muchos á manos de los dánaos, llegaron al sitio donde tenían los corceles é hicieron alto, amedrentados y pálidos de miedo. En aquel instante despertó Jove en la cumbre del Ida, al lado de Juno, la de áureo trono. Levantóse y vió á los teucros perseguidos por los aqueos, que los ponían en desorden; y entre éstos, al soberano Neptuno. Vió también á Héctor tendido en la llanura y rodeado de amigos, jadeante, privado de conocimiento, vomitando sangre; que no fué el más débil de los aqueos quien le causó la herida. El padre de los hombres y de los dioses, compadeciéndose de él, miró con torva y terrible faz á Juno, y así le dijo:

14 «Tu engaño, Juno maléfica é incorregible, ha hecho que Héctor dejara de combatir y que sus tropas se dieran á la fuga. No sé si castigarte con azotes, para que seas la primera en gozar de tu funesta astucia. ¿Por ventura no te acuerdas de cuando estuviste colgada en lo alto y puse en tus pies sendos yunques, y en tus manos áureas é irrompibles esposas? Te hallabas suspendida en medio del éter y de las nubes, los dioses del vasto Olimpo te rodeaban indignados, pero no podían desatarte—si entonces llego á coger á alguno, le arrojo de estos umbrales y llega á la tierra casi sin vida—y yo no lograba echar del corazón el continuo pesar que sentía por el divino Hércules, á quien tú, produciendo una tempestad con el auxilio del Bóreas, arrojaste con perversa intención al mar estéril y llevaste luego á la populosa Cos; allí le libré de los peligros y le conduje nuevamente á la Argólide, criadora de caballos, después que hubo padecido muchas fatigas. Te lo recuerdo para que pongas fin á tus engaños y sepas si te será provechoso haber venido de la mansión de los dioses á burlarme con los goces del amor.»

34 Así se expresó. Estremecióse Juno veneranda, la de los grandes ojos, y pronunció estas aladas palabras:

36 «Sean testigos la Tierra y el anchuroso Cielo y el agua de la Estigia, de subterránea corriente—que es el juramento mayor y más terrible para los bienaventurados dioses,—y tu cabeza sagrada y nuestro tálamo nupcial, por el que nunca juraría en vano: No es por mi consejo que Neptuno, el que sacude la tierra, daña á los teucros y á Héctor y auxilia á los otros; su mismo ánimo debe de impelerle y animarle, ó quizás se compadece de los aqueos al ver que son derrotados junto á las naves. Mas yo aconsejaría á Neptuno que fuera por donde tú, el de las sombrías nubes, le mandaras.»

47 Así dijo. Sonrióse el padre de los hombres y de los dioses, y respondió con estas aladas palabras:

49 «Si tú, Juno veneranda, la de los grandes ojos, cuando te sientas entre los inmortales estuvieras de acuerdo conmigo; Neptuno, aunque otra cosa deseara, acomodaría muy pronto su modo de pensar al nuestro. Pero si en este momento hablas franca y sinceramente, ve á la mansión de los dioses y manda venir á Iris y á Apolo, famoso por su arco; para que aquélla, encaminándose al ejército de los aqueos, de lorigas de bronce, diga al soberano Neptuno que cese de combatir y vuelva á su palacio; y Febo Apolo incite á Héctor á la pelea, le infunda valor y le haga olvidar los dolores que le oprimen el corazón, á fin de que rechace nuevamente á los aquivos, los cuales llegarán en cobarde fuga á las naves, de muchos bancos, del Pelida Aquiles. Éste enviará á la lid á su compañero Patroclo, que morirá, herido por la lanza del preclaro Héctor, cerca de Ilión, después de quitar la vida á muchos jóvenes, y entre ellos al ilustre Sarpedón, mi hijo. Irritado por la muerte de Patroclo, el divino Aquiles matará á Héctor. Desde aquel instante haré que los teucros sean perseguidos continuamente desde las naves, hasta que los aqueos tomen la excelsa Ilión. Y no cesará mi enojo, ni dejaré que ningún inmortal socorra á los dánaos, mientras no se cumpla el voto del Pelida, como lo prometí, asintiendo con la cabeza, el día en que Tetis abrazó mis rodillas y me suplicó que honrase á Aquiles, asolador de ciudades.»

78 De tal suerte habló. Juno, la diosa de los níveos brazos, no fué desobediente, y pasó de los montes ideos al vasto Olimpo. Como corre veloz el pensamiento del hombre que habiendo viajado por muchas tierras, las recuerda en su reflexivo espíritu, y dice estuve aquí ó allí y revuelve en la mente muchas cosas, tan rápida y presurosa volaba la venerable Juno, y pronto llegó al excelso Olimpo. Los dioses inmortales, que se hallaban reunidos en el palacio de Júpiter, levantáronse al verla y le ofrecieron copas de néctar. Y Juno aceptó la que le presentaba Temis, la de hermosas mejillas, que fué la primera que corrió á su encuentro, y le dijo estas aladas palabras:

90 «¡Juno! ¿Por qué vienes con esa cara de espanto? Sin duda te atemorizó tu esposo, el hijo de Saturno.»

92 Respondióle Juno, la diosa de los níveos brazos: «No me lo preguntes, diosa Temis; tú misma sabes cuán soberbio y despiadado es el ánimo de Jove. Preside tú en el palacio el festín de los dioses, y oirás con los demás inmortales qué desgracias anuncia Júpiter; figúrome que nadie, sea hombre ó dios, se regocijará en el alma por más alegre que esté en el banquete.»

100 Dichas estas palabras, sentóse la venerable Juno. Afligiéronse los dioses en la morada de Júpiter. Aquélla, aunque con la sonrisa en los labios, no mostraba alegría en la frente, sobre las negras cejas. É indignada, exclamó:

104 «¡Cuán necios somos los que tontamente nos irritamos contra Júpiter! Queremos acercarnos á él y contenerle con palabras ó por medio de la violencia; y él, sentado aparte, ni nos hace caso, ni se preocupa, porque dice que en fuerza y poder es muy superior á todos los dioses inmortales. Por tanto, sufrid los infortunios que respectivamente os envíe. Creo que al impetuoso Marte le ha ocurrido ya una desgracia; pues murió en la pelea Ascálafo, á quien amaba sobre todos los hombres y reconocía por su hijo.»

113 Así habló. Marte bajó los brazos, golpeóse los muslos, y suspirando dijo:

115 «No os irritéis conmigo, vosotros los que habitáis olímpicos palacios, si voy á las naves aqueas para vengar la muerte de mi hijo; iría aunque el destino hubiese dispuesto que me cayera encima el rayo de Júpiter, dejándome tendido con los muertos, entre sangre y polvo.»

119 Dijo, y mandó al Terror y á la Fuga que uncieran los caballos, mientras vestía las refulgentes armas. Mayor y más terrible hubiera sido entonces el enojo y la ira de Jove contra los inmortales; pero Minerva, temiendo por todos los dioses, se levantó del trono, salió por el vestíbulo, y quitándole á Marte de la cabeza el casco, de la espalda el escudo y de la robusta mano la pica de bronce, que apoyó contra la pared, dirigió al impetuoso dios estas palabras:

128 «¡Loco, insensato! ¿Quieres perecer? En vano tienes oídos para oir, ó has perdido la razón y la vergüenza. ¿No oyes lo que dice Juno, la diosa de los níveos brazos, que acaba de ver á Júpiter olímpico? ¿Ó deseas, acaso, tener que regresar al Olimpo á viva fuerza, triste y habiendo padecido muchos males, y causar gran daño á los otros dioses? Porque Jove dejará en seguida á los altivos teucros y á los aqueos, vendrá al Olimpo á promover tumulto entre nosotros, y castigará, así al culpable como al inocente. Por esta razón te exhorto á templar tu enojo por la muerte del hijo. Algún otro superior á él en valor y fuerza ha muerto ó morirá, porque es difícil conservar todas las familias de los hombres y salvar á todos los individuos.»

142 Dicho esto, condujo á su asiento al furibundo Marte. Juno llamó afuera del palacio á Apolo y á Iris, la mensajera de los inmortales dioses, y les dijo estas aladas palabras:

146 «Júpiter os manda que vayáis al Ida lo antes posible; y cuando hubiereis llegado á su presencia, haced lo que os encargue y ordene.»

149 La venerable Juno, apenas acabó de hablar, volvió al palacio y se sentó en su trono. Ellos bajaron en raudo vuelo al Ida, abundante en manantiales y criador de fieras, y hallaron al longividente Saturnio sentado en la cima del Gárgaro, debajo de olorosa nube. Al llegar á la presencia de Júpiter, que amontona las nubes, se detuvieron; y Jove, al verlos, no se irritó, porque habían obedecido con presteza las órdenes de Juno. Y hablando primero con Iris, profirió estas aladas palabras:

158 «¡Anda, ve, rápida Iris! Anuncia esto al soberano Neptuno y no seas mensajera falaz: Mándale que, cesando de pelear y combatir, se vaya á la mansión de los dioses ó al mar divino. Y si no quiere obedecer mis palabras y las desprecia, reflexione en su mente y en su corazón si, aunque sea poderoso, se atreverá á esperarme cuando me dirija contra él; pues le aventajo mucho en fuerza y edad, por más que en su ánimo se crea igual á mí, á quien todos temen.»

168 De este modo habló. La veloz Iris, de pies veloces como el viento, no desobedeció; y bajó de los montes ideos á la sagrada Ilión. Como cae de las nubes la nieve ó el helado granizo, á impulso del Bóreas, nacido en el éter; tan rápida y presurosa volaba la ligera Iris; y deteniéndose cerca del ínclito Neptuno, así le dijo:

174 «Vengo, oh Neptuno, el de cerúlea cabellera, á traerte un mensaje de parte de Júpiter, que lleva la égida. Te manda que, cesando de pelear y combatir, te vayas á la mansión de los dioses ó al mar divino. Y si no quieres obedecer sus palabras y las desprecias, te amenaza con venir á luchar contigo y te aconseja que evites sus manos; porque dice que te supera mucho en fuerza y edad, por más que en tu ánimo te creas igual á él, á quien todos temen.»

184 Respondióle muy indignado el ínclito Neptuno, que bate la tierra: «¡Oh dioses! Con soberbia habla, aunque sea valiente, si dice que me sujetará por fuerza y contra mi querer; á mí, que disfruto de sus mismos honores. Tres somos los hermanos nacidos de Rea y de Saturno: Júpiter, yo y el tercero Plutón, que reina en los infiernos. El universo se dividió en tres partes para que cada cual imperase en la suya. Yo obtuve por suerte habitar siempre en el espumoso y agitado mar, tocáronle á Plutón las tinieblas sombrías, correspondió á Jove el anchuroso cielo en medio del éter y las nubes; pero la tierra y el alto Olimpo son de todos. Por tanto, no obraré según lo decida Júpiter; y éste, aunque sea poderoso, permanezca tranquilo en la tercia parte que le pertenece. No pretenda asustarme con sus manos como si tratase con un cobarde. Mejor fuera que con esas vehementes palabras riñese á los hijos é hijas que engendró, pues estos tendrían que obedecer necesariamente lo que les ordenare.»

200 Replicó la veloz Iris, de pies veloces como el viento: «¿He de llevar á Jove, oh Neptuno, el de cerúlea cabellera, una respuesta tan dura y fuerte? ¿No querrías modificarla? La mente de los sensatos es flexible. Ya sabes que las Furias se declaran siempre por los de más edad.»

205 Contestó Neptuno, que sacude la tierra: «¡Diosa Iris! Muy oportuno es cuanto acabas de decir. Bueno es que el mensajero comprenda lo que es conveniente. Pero el pesar me llega al corazón y al alma, cuando aquél quiere increpar con iracundas voces á quien el hado
Minerva quitóle á Marte el casco, el escudo y la pica de bronce, y dirigió al impetuoso dios estas palabras...
(Canto XV, versos 125 á 128.)
hiciera su igual en suerte y destino. Ahora cederé, aunque estoy irritado. Mas te diré otra cosa y haré una amenaza: Si á despecho de mí, de Minerva, que impera en las batallas, de Juno, de Mercurio y del rey Vulcano, conservare la excelsa Ilión é impidiere que, destruyéndola, alcancen los argivos una gran victoria, sepa que nuestra ira será implacable.»

218 Cuando esto hubo dicho, el dios que bate la tierra desamparó á los aqueos y se sumergió en el mar; pronto los héroes aquivos le echaron de menos. Entonces Júpiter, que amontona las nubes, dijo á Apolo:

221 «Ve ahora, querido Febo, á encontrar á Héctor, el de broncíneo casco. Ya Neptuno, que ciñe y bate la tierra, se fué al mar divino, para librarse de mi terrible cólera; pues hasta los dioses que están en torno de Saturno, debajo de la tierra, hubieran oído el estrépito de nuestro combate. Mucho mejor es para mí y para él que, temeroso, haya cedido á mi fuerza, porque no sin sudor se hubiera efectuado la lucha. Ahora, toma en tus manos la égida floqueada, agítala, y espanta á los héroes aquivos; y luego, cuídate, oh Flechador, del esclarecido Héctor é infúndele gran vigor, hasta que los aqueos lleguen, huyendo, á las naves y al Helesponto. Entonces pensaré lo que fuere conveniente hacer ó decir para que los aqueos respiren de sus cuitas.»

236 Tal dijo, y Apolo no desobedeció á su padre. Descendió de los montes ideos, semejante al gavilán que mata á las palomas y es la más veloz de las aves, y halló al divino Héctor, hijo del belicoso Príamo, ya no postrado en el suelo, sino sentado: iba cobrando ánimo y aliento, y reconocía á los amigos que le circundaban, porque la anhelación y el sudor habían cesado desde que Júpiter decidiera animar al héroe. El flechador Apolo se detuvo á su vera, y le dijo:

244 «¡Héctor, hijo de Príamo! ¿Por qué te encuentro sentado, lejos de los demás y desfallecido? ¿Te abruma algún pesar?»

246 Con lánguida voz respondióle Héctor, de tremolante casco: «¿Quién eres tú, oh el mejor de los dioses, que vienes á mi presencia y me interrogas? ¿No sabes que Ayax, valiente en la pelea, me hirió en el pecho con una piedra, mientras yo mataba á sus compañeros junto á las naves de los aqueos, é hizo desfallecer mi impetuoso valor? Figurábame que vería hoy mismo á los muertos y la morada de Plutón, porque ya iba á exhalar el alma.»

253 Contestó el soberano flechador Apolo: «Cobra ánimo. El Saturnio te manda desde el Ida como defensor, para asistirte y ayudarte, á Febo Apolo, el de la áurea espada; á mí, que ya antes protegía tu persona y tu excelsa ciudad. Ea, ordena á tus muchos caudillos que guíen los veloces caballos hacia las cóncavas naves; y yo, marchando á su frente, allanaré el camino á los corceles y pondré en fuga á los héroes aquivos.»

262 Dijo, é infundió un gran vigor al pastor de hombres. Como el corcel avezado á bañarse en la cristalina corriente de un río, cuando se ve atado en el establo come la cebada del pesebre, y rompiendo el ronzal sale trotando por la llanura, yergue orgulloso la cerviz, ondean las crines sobre su cuello y ufano de su lozanía mueve ligero las rodillas encaminándose al sitio donde los caballos pacen; tan ligeramente movía Héctor pies y rodillas, exhortando á los capitanes, después que oyó la voz de Apolo. Así como, cuando perros y pastores persiguen á un cornígero ciervo ó á una cabra montés que se refugia en escarpada roca ó umbría selva, porque no estaba decidido por el hado que el animal fuese cogido; si atraído por la gritería, se presenta un melenudo león, á todos los pone en fuga á pesar de su empeño; así también los dánaos avanzaban en tropel, hiriendo á sus enemigos con espadas y lanzas de doble filo; mas al notar que Héctor recorría las hileras de los suyos, turbáronse y se les cayó el alma á los pies.

281 Entonces Toante, hijo de Andremón y el más señalado de los etolos—era diestro en arrojar el dardo, valiente en el combate á pie firme y pocos aqueos vencíanle en las juntas cuando los jóvenes contendían sobre la elocuencia,—benévolo les arengó diciendo:

286 «¡Oh dioses! Grande es el prodigio que á mi vista se ofrece. ¡Cómo Héctor, librándose de la muerte, se ha vuelto á levantar! Gran esperanza teníamos de que hubiese sido muerto por Ayax Telamonio; pero algún dios protegió y salvó nuevamente á Héctor, que ha quebrado las rodillas de muchos dánaos, como ahora lo hará también, pues no sin la voluntad de Júpiter tonante aparece tan resuelto al frente de sus tropas. Ea, obremos todos como voy á decir. Ordenemos á la muchedumbre que vuelva á las naves, y cuantos nos gloriamos de ser los más valientes, permanezcamos aquí y rechacémosle, yendo á su encuentro con las picas levantadas. Creo que por embravecido que tenga el corazón, temerá penetrar por entre los dánaos.»

300 Así habló, y ellos le escucharon y obedecieron. Ayax, el rey Idomeneo, Teucro, Meriones y Meges, igual á Marte, llamando á los más valientes, los dispusieron para la batalla contra Héctor y los troyanos; y la turba se retiró á las naves aqueas.

306 Los teucros acometieron apiñados, siguiendo á Héctor, que marchaba con arrogante paso. Delante del héroe iba Febo Apolo, cubierto por una nube, con la égida impetuosa, terrible, hirsuta, magnífica, que Vulcano, el broncista, diera á Júpiter para que llevándola amedrentara á los hombres. Con ella en la mano, Apolo guiaba á las tropas.

312 Los argivos, apiñados también, resistieron el ataque. Levantóse en ambos ejércitos aguda gritería, las flechas saltaban de las cuerdas de los arcos y audaces manos arrojaban buen número de lanzas, de las cuales unas pocas se hundían en el cuerpo de los jóvenes poseídos de marcial furor, y las demás clavábanse en el suelo, entre los dos campos, antes de llegar á la blanca carne de que estaban codiciosas. Mientras Febo Apolo tuvo la égida inmóvil, los tiros alcanzaban por igual á unos y á otros, y los hombres caían. Mas así que la agitó frente á los dánaos, de ágiles corceles, dando un fortísimo grito, debilitó el ánimo en los pechos de los aquivos y logró que se olvidaran de su impetuoso valor. Como ponen en desorden una vacada ó un hato de ovejas, dos fieras que se presentan muy entrada la obscura noche, cuando el guardián está ausente; de la misma manera, los aqueos huían espantados, porque Apolo les infundió terror y dió gloria á Héctor y á los teucros.

328 Entonces, ya extendida la batalla, cada caudillo teucro mató á un hombre. Héctor dió muerte á Estiquio y á Arcesilao: éste era caudillo de los beocios, de broncíneas lorigas; el otro, compañero fiel del magnánimo Menesteo. Eneas hizo perecer á Medonte y á Yaso; de los cuales, el primero era hijo bastardo del divino Oileo y hermano de Ayax, y habitaba en Fílace, lejos de su patria, por haber muerto á un hermano de su madrastra Eriopis, y Yaso, caudillo de los atenienses, era conocido como hijo de Esfelo Bucólida. Polidamante quitó la vida á Mecisteo, Polites á Equio al trabarse el combate, y el divino Agenor á Clonio. Y Paris arrojó su lanza á Deyoco, que huía por entre los combatientes delanteros; le hirió en la extremidad del hombro, y el bronce salió al otro lado.

343 En tanto los teucros despojaban de las armas á los muertos, los aquivos, arrojándose al foso y á la estacada, huían por todas partes y penetraban en el muro, constreñidos por la necesidad. Y Héctor exhortaba á los teucros, diciendo á voz en grito:

347 «Arrojaos á las naves y dejad los cruentos despojos. Al que encuentre lejos de los bajeles, allí mismo le daré muerte, y luego sus hermanos y hermanas no le entregarán á las llamas, sino que lo despedazarán los perros fuera de la ciudad.»

352 En diciendo esto, azotó con el látigo el lomo de los caballos; y mientras atravesaba las filas, animaba á los teucros. Éstos, dando amenazadores gritos, guiaban los corceles de los carros con fragor inmenso; y Febo Apolo, que iba delante, holló con sus pies las orillas del foso profundo, echó la tierra dentro y formó un camino largo y tan ancho como la distancia que media entre el hombre que arroja una lanza para probar su fuerza y el sitio donde la misma cae. Por allí se extendieron en buen orden; y Apolo, que con la égida preciosa iba á su frente, derribaba el muro de los aqueos, con la misma facilidad con que un niño, jugando en la playa, desbarata con los pies y las manos lo que de arena había construído. Así tú, flechador Febo, destruías la obra que había costado á los aquivos muchos trabajos y fatigas, y á ellos los ponías en fuga.

367 Los aqueos no pararon hasta las naves, y allí se animaban unos á otros, y con los brazos alzados, profiriendo grandes voces, imploraban el auxilio de las deidades. Y especialmente Néstor gerenio, protector de los aqueos, oraba levantando las manos al estrellado cielo:

372 «¡Padre Júpiter! Si alguien en Argos, abundante en trigales, quemó en tu obsequio pingües muslos de buey ó de oveja, y te pidió que lograra volver á su patria, y tú se lo prometiste asintiendo; acuérdate de ello, Júpiter Olímpico, aparta de nosotros el día funesto, y no permitas que los aquivos sucumban á manos de los teucros.»

377 Tal fué su plegaria. El próvido Júpiter atendió las preces del anciano Nelida, y tronó fuertemente.

379 Los teucros, al oir el trueno de Júpiter, que lleva la égida, arremetieron con más furia á los argivos, y sólo en combatir pensaron. Como las olas del vasto mar salvan el costado de una nave y caen sobre ella, cuando el viento arrecia y las levanta á gran altura; así los teucros pasaron el muro, é introduciendo los carros, peleaban junto á las popas con lanzas de doble filo; mientras los aqueos, subidos en las negras naves, se defendían con pértigas largas, fuertes, de punta de bronce, que para los combates navales llevaban en aquéllas.

390 En cuanto aquivos y teucros combatieron cerca del muro, lejos de las veleras naves, Patroclo permaneció en la tienda del bravo Eurípilo, entreteniéndole con la conversación y curándole la grave herida con drogas que mitigaran los acerbos dolores. Mas, al ver que los teucros asaltaban con ímpetu el muro y se producía clamoreo y fuga entre los dánaos, gimió; y bajando los brazos, golpeóse los muslos, suspiró, y dijo:

399 «¡Eurípilo! Ya no puedo seguir aquí, aunque me necesites, porque se ha trabado una gran batalla. Te cuidará el escudero, y yo volveré presuroso á la tienda de Aquiles, para incitarle á pelear. ¿Quién sabe si con la ayuda de algún dios conmoveré su ánimo? Gran fuerza tiene la exhortación de un compañero.»

405 Dijo, y salió. Los aqueos sostenían firmemente la acometida de los teucros, pero, aunque éstos eran menos, no podían rechazarlos de las naves; y tampoco los teucros lograban romper las falanges de los dánaos y entrar en sus tiendas y bajeles. Como la plomada nivela el mástil de un navío en manos del hábil constructor que conoce bien su arte por habérselo enseñado Minerva; de la misma manera andaba igual el combate y la pelea, y unos pugnaban en torno de unas naves y otros alrededor de otras.

415 Héctor fué á encontrar al glorioso Ayax; y luchando los dos por un navío, ni Héctor conseguía arredrar á Ayax y pegar fuego á los bajeles, ni Ayax lograba rechazar á Héctor desde que un dios lo acercara al campamento. Entonces el esclarecido Ayax dió una lanzada en el pecho á Calétor, hijo de Clitio, que iba á echar fuego en un barco: el teucro cayó con estrépito, y la tea desprendióse de su mano. Y Héctor, como viera que su primo caía en el polvo delante de la negra nave, exhortó á troyanos y licios, diciendo á grandes voces:

425 «¡Troyanos, licios, dárdanos que cuerpo á cuerpo peleáis! No dejéis de combatir en esta angostura; defended el cuerpo del hijo de Clitio, que cayó en la pelea junto á las naves, para que los aqueos no lo despojen de las armas.»

429 Dichas estas palabras, arrojó á Ayax la luciente pica y erró el tiro; pero, en cambio, hirió á Licofrón de Citera, hijo de Mástor y escudero de Ayax, en cuyo palacio vivía desde que en aquella ciudad matara á un hombre: el agudo bronce penetró en la cabeza por encima de una oreja; y el guerrero, que se hallaba junto á Ayax, cayó de espaldas desde la nave al polvo de la tierra, y sus miembros quedaron sin vigor. Estremecióse Ayax, y dijo á su hermano:

437 «¡Querido Teucro! Nos han muerto al Mastórida, el compañero fiel á quien honrábamos en el palacio como á nuestros padres, desde que vino de Citera. El magnánimo Héctor le quitó la vida. Pero ¿dónde tienes las mortíferas flechas y el arco que te dió Febo Apolo?»

442 Así se expresó. Oyóle Teucro y acudió corriendo, con el flexible arco y el carcaj lleno de flechas; y una vez á su lado, comenzó á disparar saetas contra los teucros. É hirió á Clito, preclaro hijo de Pisenor y compañero del ilustre Polidamante Pantoida, que con las riendas en la mano dirigía los corceles adonde más falanges en montón confuso se agitaban, para congraciarse con Héctor y los teucros; pero pronto ocurrióle una desgracia, de que nadie, por más que lo deseara, pudo librarle: la acerba flecha se le clavó en el cuello, por detrás; el guerrero cayó del carro, y los corceles retrocedieron arrastrando con estrépito el carro vacío. Al notarlo Polidamante, su dueño, se adelantó y los detuvo; entrególos á Astinoo, hijo de Protiaón, con el encargo de que los tuviera cerca, y se mezcló de nuevo con los combatientes delanteros.

458 Teucro sacó otra flecha para tirarla á Héctor, armado de bronce; y si hubiese conseguido herirle y quitarle la vida mientras peleaba valerosamente, con ello diera fin al combate que junto á las naves aqueas se sostenía. Mas no dejó de advertirlo en su mente el próvido Júpiter, y salvó la vida de Héctor, á la vez que privaba de gloria á Teucro, rompiéndole á éste la cuerda del magnífico arco cuando lo tendía: la flecha, que el bronce hacía ponderosa, torció su camino, y el arco cayó de las manos del guerrero. Estremecióse Teucro, y dijo á su hermano:

467 «¡Oh dioses! Alguna deidad que quiere frustrar nuestros medios de combate, me quitó el arco de la mano y rompió la cuerda recién torcida que até esta mañana para que pudiera despedir, sin romperse, multitud de flechas.»

471 Respondióle el gran Ayax Telamonio: «¡Oh amigo! Deja quieto el arco con las abundantes flechas, ya que un dios lo inutilizó por odio á los dánaos; toma una larga pica y un escudo que cubra tus hombros, pelea contra los teucros y anima á la tropa. Que aun siendo vencedores, no tomen sin trabajo las naves, de muchos bancos. Sólo en combatir pensemos.»

478 Así dijo. Teucro dejó el arco en la tienda, colgó de sus hombros un escudo formado por cuatro pieles, cubrió la robusta cabeza con un labrado casco, cuyo penacho de crines de caballo ondeaba terriblemente en la cimera, asió una fuerte lanza de aguzada broncínea punta, salió y volvió corriendo al lado de Ayax.

484 Héctor, al ver que las saetas de Teucro quedaban inútiles, exhortó á los troyanos y á los licios, gritando recio:

486 «¡Troyanos, licios, dárdanos, que cuerpo á cuerpo combatís! Sed hombres, amigos, y mostrad vuestro impetuoso valor junto á las cóncavas naves; pues acabo de ver con mis ojos que Júpiter ha dejado inútiles las flechas de un eximio guerrero. El influjo de Jove lo reconocen fácilmente, así los que del dios reciben excelsa gloria, como aquéllos á quienes abate y no quiere socorrer: ahora amilana á los argivos y nos favorece á nosotros. Combatid en escuadrón cerrado, junto á los bajeles; y quien sea herido mortalmente, de cerca ó de lejos, cumpliéndose su destino, muera; que será honroso para él morir combatiendo por la patria, y su esposa é hijos se verán salvos, y su casa y hacienda no sufrirán menoscabo, si los aqueos regresan en las naves á su patria tierra.»

500 Con estas palabras les excitó á todos el valor y la fuerza. Ayax exhortó también á sus compañeros:

502 «¡Qué vergüenza, argivos! Ya llegó el momento de morir ó de salvarse rechazando de las naves á los teucros. ¿Esperáis acaso volver á pie á la patria tierra, si Héctor, de tremolante casco, toma los bajeles? ¿No oís cómo anima á todos los suyos y desea quemar los navíos? No les manda que vayan á un baile, sino que peleen. No hay mejor pensamiento ó consejo para nosotros que éste: combatir cuerpo á cuerpo y valerosamente con el enemigo. Es preferible morir de una vez ó asegurar la vida, á dejarse matar paulatina é infructuosamente en la terrible contienda, junto á los barcos, por guerreros que nos son inferiores.»

514 Con estas palabras les excitó á todos el valor y la fuerza. Entonces Héctor mató á Esquedio, hijo de Perimedes y caudillo de los focenses; Ayax quitó la vida á Laodamante, hijo ilustre de Antenor, que mandaba los peones; y Polidamante acabó con Oto de Cilene, compañero de Meges Filida y jefe de los magnánimos epeos. Meges, al verlo, arremetió con la lanza á Polidamante; pero éste hurtó el cuerpo—Apolo no quiso que el hijo de Panto sucumbiera entre los combatientes delanteros,—y aquél hirió en medio del pecho á Cresmo, que cayó con estrépito, y el aquivo le despojó de la armadura que cubría sus hombros. En tanto, Dólope Lampétida, hábil en manejar la lanza (habíalo engendrado Lampo Laomedontíada, que fué el más valiente de los hombres y estuvo dotado de impetuoso valor), arrancó contra Meges y acometiéndole de cerca, dióle un bote en el centro del escudo; pero el Filida se salvó, gracias á una fuerte loriga que protegía su cuerpo, la cual había sido regalada en otro tiempo á Fileo en Éfira, á orillas del río Seleente, por su huésped el rey Eufetes, para que en la guerra le defendiera de los enemigos, y entonces libró de la muerte á su hijo Meges. Éste, á su vez, dió una lanzada á Dólope en la parte inferior de la cimera del broncíneo casco, rompióla é hizo caer en el polvo el penacho recién teñido de vistosa púrpura. Y mientras Dólope seguía combatiendo con la esperanza de vencer, el belígero Menelao fué á ayudar á Meges; y poniéndose á su lado sin ser visto, envasó la lanza en la espalda de aquél: la punta impetuosa salió por el pecho, y el guerrero cayó de bruces. Ambos caudillos corrieron á quitarle la broncínea armadura de los hombros; y Héctor exhortaba á todos sus deudos é increpaba especialmente al esforzado Melanipo Hicetaónida; el cual, antes de presentarse los enemigos, apacentaba bueyes, de tornátiles pies, en Percote, y, cuando llegaron los dánaos en las encorvadas naves, fuése á Ilión, sobresalió entre los troyanos y habitó el palacio de Príamo, que le honraba como á sus hijos. Á Melanipo, pues, le reprendía Héctor, diciendo:

553 «¿Seremos tan indolentes, Melanipo? ¿No te conmueve el corazón la muerte del primo? ¿No ves cómo tratan de llevarse las armas de Dólope? Sígueme; que ya es necesario combatir de cerca con los argivos, hasta que los destruyamos ó arruinen ellos la excelsa Ilión desde su cumbre y maten á los ciudadanos.»

559 Habiendo hablado así, echó á andar, y siguióle el varón, que parecía un dios. Á su vez, el gran Ayax Telamonio exhortó á los argivos:

561 «¡Oh amigos! ¡Sed hombres, mostrad que tenéis un corazón pundonoroso, y avergonzaos de parecer cobardes en el duro combate! De los que sienten este temor, son más los que se salvan que los que mueren; los que huyen, ni gloria alcanzan ni entre sí se ayudan.»

565 Así dijo; y ellos, que ya antes deseaban derrotar al enemigo, pusieron en su corazón aquellas palabras y cercaron las naves con un muro de bronce. Júpiter incitaba á los teucros contra los aqueos. Y Menelao, valiente en la pelea, exhortó á Antíloco:

569 «¡Antíloco! Ningún aqueo de los presentes es más joven que tú, ni más ligero de pies, ni tan fuerte en el combate. Si arremetieses á los teucros é hirieras á alguno...»

572 Así dijo, y alejóse de nuevo. Antíloco, animado, saltó más allá de los combatientes delanteros; y revolviendo el rostro á todas partes, arrojó la luciente lanza. Al verle, huyeron los teucros. No fué vano el tiro, pues hirió en el pecho, cerca de la tetilla, á Melanipo, animoso hijo de Hicetaón, que acababa de entrar en combate: el teucro cayó con estrépito, y la obscuridad cubrió sus ojos. Como el perro se abalanza al cervato herido por una flecha que al saltar de la madriguera le tira un cazador, dejándole sin vigor los miembros; así el belicoso Antíloco se arrojó á ti, oh Melanipo, para quitarte la armadura. Mas no pasó inadvertido para el divino Héctor; el cual, corriendo á través del campo de batalla, fué al encuentro de Antíloco; y éste, aunque era luchador brioso, huyó sin esperarle, parecido á la fiera que causa algún daño, como matar á un perro ó á un pastor junto á sus bueyes, y huye antes que se reunan muchos hombres; así huyó el Nestórida; y sobre él, los teucros y Héctor, promoviendo inmenso alboroto, hacían llover acerbos tiros. Y Antíloco, tan pronto como llegó á juntarse con sus compañeros, se detuvo y volvió la cara al enemigo.

592 Los teucros, semejantes á carniceros leones, asaltaban las naves y cumplían los designios de Júpiter, el cual les infundía continuamente gran valor y les excitaba á combatir, y al propio tiempo abatía el ánimo de los argivos, privándoles de la gloria del triunfo, porque deseaba en su corazón dar gloria á Héctor Priámida, á fin de que éste arrojase el abrasador y voraz fuego en las corvas naves, y se realizara de todo en todo la funesta súplica de Tetis. El próvido Júpiter sólo aguardaba ver con sus ojos el resplandor de una nave incendiada, pues desde aquel instante haría que los teucros fuesen perseguidos desde las naves y daría la victoria á los dánaos. Pensando en tales cosas, el dios incitaba á Héctor Priámida, ya de por sí muy enardecido, á encaminarse hacia las cóncavas naves. Como se enfurece Marte blandiendo la lanza, ó se embravece el pernicioso fuego en la espesura de poblada selva, así se enfurecía Héctor: su boca estaba cubierta de espuma, los ojos le centelleaban debajo de las torvas cejas y el casco se agitaba terriblemente en sus sienes mientras peleaba. Y desde el éter, Júpiter protegía únicamente á Héctor, entre tantos hombres, y le daba honor y gloria; porque el héroe debía vivir poco, y ya Palas Minerva apresuraba la llegada del día fatal en que había de sucumbir á manos del Pelida. Héctor deseaba romper las filas de los combatientes, y probaba por donde veía mayor turba y mejores armas; mas, aunque ponía gran empeño, no pudo conseguirlo, porque los dánaos, dispuestos en columna cerrada, hicieron frente al enemigo. Cual un peñasco escarpado y grande, que en la ribera del espumoso mar resiste el ímpetu de los sonoros vientos y de las ingentes olas que allí se rompen; así los dánaos aguardaban á pie firme á los teucros y no huían. Y Héctor, resplandeciente como el fuego, saltó al centro de la turba como la ola impetuosa levantada por el viento cae desde lo alto sobre la ligera nave, llenándola de espuma, mientras el soplo terrible del huracán brama en las velas y los marineros tiemblan amedrentados porque se hallan muy cerca de la muerte; de tal modo vacilaba el ánimo en el pecho de los aqueos. Como dañino león acomete un rebaño de muchas vacas que pacen á orillas de extenso lago y son guardadas por un pastor que, no sabiendo luchar con las fieras para evitar la muerte de alguna vaca de retorcidos cuernos, va siempre con las primeras ó con las últimas reses; y el león salta al centro, devora una vaca y las demás huyen espantadas: así los aqueos todos fueron puestos en fuga por Héctor y el padre Júpiter, pero Héctor mató á uno solo, á Perifetes de Micenas, hijo de aquel Copreo que llevaba los mensajes del rey Euristeo al fornido Hércules. De este padre obscuro nació tal hijo, que superándole en toda clase de virtudes, en la carrera y en el combate, figuró por su talento entre los primeros ciudadanos de Micenas y entonces dió á Héctor gloria excelsa. Pues al volverse, tropezó con el borde del escudo que le cubría de pies á cabeza y que llevaba para defenderse de los tiros; y enredándose con él, cayó de espaldas, y el casco resonó de un modo horrible en torno de las sienes. Héctor lo advirtió en seguida, acudió corriendo, metió la pica en el pecho de Perifetes y le mató cerca de sus mismos compañeros que, aunque afligidos, no pudieron socorrerle, pues temían mucho al divino Héctor.

653 Por fin llegaron á las naves. Defendíanse los argivos detrás de las que se habían sacado primero á la playa, y los teucros fueron á perseguirlos. Aquéllos, al verse obligados á retroceder, se colocaron apiñados cerca de las tiendas, sin dispersarse por el ejército porque la vergüenza y el temor se lo impedían, y mutua é incesantemente se exhortaban. Y especialmente Néstor, protector de los aqueos, dirigíase á todos los guerreros, y en nombre de sus padres así les suplicaba:

661 «¡Oh amigos! Sed hombres y mostrad que tenéis un corazón pundonoroso ante los demás varones. Acordaos de los hijos, de las esposas, de los bienes, y de los padres, vivan aún ó hayan fallecido. En nombre de estos ausentes os suplico que resistáis firmemente y no os entreguéis á la fuga.»

667 Con estas palabras les excitó á todos el valor y la fuerza. Entonces Minerva les quitó de los ojos la densa nube que los cubría, y apareció la luz por ambos lados, en los navíos y en la lid sostenida por los dos ejércitos con igual tesón. Vieron á Héctor, valiente en la pelea, y á sus propios compañeros, así á cuantos estaban detrás de los bajeles y no combatían, como á los que junto á las veleras naves daban batalla al enemigo.

674 No le era grato al corazón del magnánimo Ayax permanecer donde los demás aqueos se habían retirado; y el héroe, andando á paso largo, iba de nave en nave con una gran percha de combate naval que medía veintidós codos y estaba reforzada con clavos. Como un diestro cabalgador escoge cuatro caballos entre muchos, los guía desde la llanura á la gran ciudad por la carretera, muchos hombres y mujeres le admiran, y él salta continuamente y con seguridad del uno al otro, mientras los corceles vuelan; así Ayax, andando á paso tirado, recorría las cubiertas de muchas naves y su voz llegaba al éter. Sin cesar daba horribles gritos, para exhortar á los dánaos á defender naves y tiendas. Tampoco Héctor permanecía en la turba de los teucros, armados de fuertes corazas: como el águila negra se echa sobre una bandada de alígeras aves—gansos, grullas ó cisnes cuellilargos—que están comiendo á orillas de un río; así Héctor corría en derechura á una nave de negra proa, empujado por la mano poderosa de Júpiter, y el dios incitaba también á la tropa para que le acompañara.

696 De nuevo se trabó un reñido combate al pie de los bajeles. Hubieras dicho que sin estar cansados ni fatigados, comenzaban entonces á pelear. ¡Con tal denuedo batallaban! He aquí cuáles eran sus respectivos pensamientos: los aqueos no creían escapar de aquel desastre, sino perecer; los teucros esperaban en su corazón incendiar las naves y matar á los héroes aquivos. Y con estas ideas, asaltábanse unos á otros.

704 Héctor llegó á tocar la popa de una hermosa nave de ligero andar; aquella en que Protesilao llegó á Troya y que luego no había de llevarle otra vez á la patria tierra. Por esta nave se mataban los aquivos y los teucros: sin aguardar desde lejos los tiros de flechas y dardos, combatían de cerca y con igual ánimo, valiéndose de agudas hachas, segures, grandes espadas y lanzas de doble filo. Muchas hermosas dagas, de obscuro recazo, provistas de mango, cayeron al suelo, ya de las manos, ya de los hombros de los combatientes; y la negra tierra manaba sangre. Héctor, desde que cogió la popa, no la soltaba; y teniendo entre sus manos la parte superior de la misma, animaba á los teucros:

718 «¡Traed fuego, y dispuestos en escuadrón cerrado, trabad la batalla! Júpiter nos concede un día que lo compensa todo, pues vamos á tomar las naves que vinieron contra la voluntad de los dioses y nos han ocasionado muchas calamidades por la cobardía de los viejos, que no me dejaban pelear cerca de aquéllas y detenían al ejército. Mas si entonces el longividente Júpiter ofuscaba nuestra razón, ahora él mismo nos impele y anima.»

726 Así dijo; y ellos acometieron con mayor ímpetu á los argivos. Ayax ya no resistió, porque estaba abrumado por los tiros: temiendo morir, dejó la cubierta, retrocedió hasta un banco de remeros que tenía siete pies, púsose á vigilar, y con la pica apartaba del navío á cuantos llevaban el voraz fuego, en tanto que exhortaba á los dánaos con espantosos gritos:

733 «¡Amigos, héroes dánaos, ministros de Marte! Sed hombres y mostrad vuestro impetuoso valor. ¿Creéis, por ventura, que hay á nuestra espalda otros defensores ó un muro más sólido que libre á los hombres de la muerte? Cerca de aquí no existe ciudad alguna defendida con torres, que nos proporcione refugio y cuyo pueblo nos dé auxilio para alcanzar una ulterior victoria; sino que nos hallamos en la llanura de los troyanos, de fuertes corazas, á orillas del mar y lejos de la patria. La salvación, por consiguiente, está en los puños; no en ser flojos en la pelea.»

742 Dijo, y acometió furioso con la aguda lanza. Y cuantos teucros, movidos por las excitaciones de Héctor, quisieron llevar ardiente fuego á las cóncavas naves, á todos los mató Ayax con su larga pica. Doce fueron los que hirió de cerca, delante de los bajeles.