Lápida
de Rafael Barrett


Envidiemos la gloriosa apoteosis de Ferrer, asesinado en los fosos de Montjuich, la última Bastilla de los latinos.

Arrastrado a los fosos como por una banda de chacales, devorado en la sombra y el silencio, a espaldas de Europa.

Fue fulminado, porque era cumbre. No le podían perdonar. Los inquisidores perdonan el crimen, no la idea. Cayó, porque causaba miedo, porque era una de las imágenes vivas del futuro, un anuncio de muerte para los que le hicieron morir. Pero, ¿qué es la desaparición de Ferrer? Un simulacro. Lo grave no es que haya muerto, sino que haya vivido, que después de él perduren y crezcan formidables las energías de que se formó. Ferrer, desposado con la bella muerte que le disteis, engendrará los héroes de mañana. ¿Qué habéis conseguido? Hacerle inmortal a balazos, convertir el inofensivo profesor en un irritado ángel que visitará vuestras noches.

¿Por qué no atendisteis al rey extranjero que os pidió prudencia en voz baja, por vosotros y por él? Es que sois todos solidarios, despojos flotantes de la historia, majestuosos fantoches, temblando con el cetro en la mano; fariseos que no queréis dejar escapar de vuestras uñas el botín de un Dios difunto; militares que os honráis poniendo la matanza al servicio de la avaricia financiera; burgueses momificados dentro de vuestros alveolos de oro frío; mundo que subsistes, porque los nueve décimos de la humanidad son todavía un rebaño de resignados mendigos. ¡Asesináis, oh, moribundos armados hasta los dientes! Asesináis; creéis, decrépitos, que los baños de sangre os devolverán la juventud. Inútil. Comprendemos el mecanismo de vuestra agonía. Hemos hecho algo mejor que venceros: os hemos explicado. La vida misteriosa se refugia en la carne que sufre. Asesinaréis mil Ferrer... ¿Y qué? ¿Detendréis el Tiempo?